Un día cualquiera (Ramón Pacheco)

Day 1,128, 05:48 Published in Colombia Colombia by JuanchoRC

Hacía frío, aunque ya estaba entrada la mañana, un viento y nubosidad del norte, que amenazaba con volverse temporal, helaba hasta el último vestigio de piel y entraba hasta el tuétano de los huesos, haciendo tiritar cuero y coyunturas. Los perros de la calle se refugiaban en las viejas galeras del mercado municipal y emitían con sus hocicos sonidos parecidos a los de un recién nacido.

El policía municipal o choricero, como le conocíamos, apoyado en su fusil y acariciando lo torneado del garrote que pendía de su cinturón, esperaba ordenes. Sus ojos estaban atentos a cualquier movimiento sospechoso de los transeúntes y vendedoras que ofrecían con voces agudas y desencajadas, apenas entendibles, sus confituras, reposterías, verduras y carnes. Se vendía y ofrecía de todo. La venta de hot-dogs yacía asediada por escolares que compraban comida rápida al nomás salir de sus deberes colegiales.

El cielo se volvía cada vez más gris y una capa frustrante y depresiva de nubosidad lo envolvía interminablemente sin dejar pasar la luz solar. El policía observaba mientras recordaba su pueblo natal, su triste, pobre y viejo pueblo cerca de la Pirraya, allá en el oriente. Los momentos de angustia y hambre pasados y su reclutamiento al servicio de la autoridad. Era necesario vivir. Y la guerra era la más cruel pero también la más fácil de las formas de sobrevivir en esta tierra de desempleo y miseria. Pensaba en su madre, encanecida, con los ojos anegados en lagrimas cuando lo vio partir, todavía un muchacho con sus miembros desarticulados por efecto del desarrollo y la pubertad, y el bozo apenas comenzando a florecer. Tenía años de no saber de su madre, y se la imaginaba triste, por apagarse como una pequeña llama de candil azotada por un fuerte huracán. Detenida frente al poyetón, midiendo con sus pequeñas manitas las pelotitas blancas de masa que después se volverían tortillas. La recordaba avejentada, temerosa y solitaria, con esa soledad de los viejos que intuyen con resignación la obligada muerte, sin haber visto pasar o detenerse por su camino eso llamado felicidad. Pariendo y pariendo hijos, hijos para la guerra, hijos sin paz. Muriendo destrozada por el ineludible destino imposible de torcer. “De todas maneras los hijos se van”, recordaba que había dicho en más de una ocasión. Pobre madre.

A pesar de la lluvia amenazante, la gente seguía pasando y de vez en cuando se detenía a regatear el precio de alguna mercancía. Los canastos eran cubiertos con viejas sombrillas, plásticos y toldos improvisados. Las vendedoras protegían su única hacienda, su sustento diario. En un rincón apartado, ya casi llegando al Telégrafo, una pobre vieja cubría su cabeza con un pedazo de cartón, mientras ofrecía acurrucada, a cada quien que pasaba, su producto: pescado seco de oriente. La mujer levantaba de cuando en cuando su rostro para llamar con su voz queda al que pasaba. Pero nadie compraba. No era tiempo de pescado seco. Caía mal en invierno. La mujer se limpiaba la lluvia del rostro con su delantal.

El Policía esperaba órdenes como siempre. Y estas llegaron junto con el comandante y el resto de la patrulla. Había que desalojar a aquellos vendedores de esos sitios ajenos al mercado. “Dan mal aspecto”, dijo el comandante. “Además lo que ofrecen es contrabando, no pagan impuesto”. Se les previno, pero, como era de esperar, no hicieron caso. El mercado ambulante pronto se transformó en caos y las mujeres y hombres se defendían y retrocedían ante las embestidas de los garrotes de la autoridad. Las confituras y las chucherías lo mismo que las aves de corral volaban por los aires y se desparramaban en la calzada. Se garroteaba a todo. Ni siquiera los perros sarnosos de las galeras se escapaban.

El policía acompañaba al comandante. “Quitá a esta vieja de aquí”, dijo, refiriéndose a la mujer del pescado seco. La vieja levantó la vista, dejando ver sus canas y su rostro arrugado como una pasa. “Si, mi comandante”, respondió el policía. Y sus ojos se encontraron con la desesperanzadora mirada de la mujer que protegía su producto. El policía levantó su garrote amenazante, pero una idea perturbadora y pavorosa lo contuvo. Después de unos segundos balbuceó al comandante:

-Mi comandante, esa mujer se parece a mi madre

-¡Aquí todas estas viejas putas son madres! – Respondió el comandante-. La orden es echarlas fuera.

-Le digo que ésta se parece a la mía.

-No vengas con sentimentalismos maricones ¿Es o se parece a tu madre? También se parece a la mía. Ya escuchaste la orden… o preferís la bartolina por desacato…

-Creo que solo se le parece, mi comandante.

Y de un puntapié arrojó el canasto con el pescado seco de la vieja, quien solamente suspiró bajo la lluvia. “Vete pronto de aquí, mujer”, dijo el policía. La vieja lo observó y bajando la mirada murmuró para sí: “De todas maneras los hijos se van”. Y con mucho esfuerzo se levantó, recogió de nuevo el pescado y con su delantal se limpió el rostro. Y no se sabía si eran lágrimas o lluvia la que se secaba.

Al día siguiente las vendedoras y el policía yacían en el mismo lugar. Y el alboroto de compra y venta también era el mismo al de ayer, solo que esta vez había sol y el sitio ocupado por la vieja del pescado seco estaba vacío.



(😉 Del Libro Historias Odiosas, publicado en Enero de 2004 – Copyright Ramón Pacheco – Todos los derechos reservados.