El indicio del bien.

Day 2,069, 20:59 Published in Mexico United Kingdom by Emilio Garcia Potente

[Algo de literatura para relajarnos, este texto fue redactado en 1997 y publicado por esas fechas en el Diario de Querétaro -algunos de ustedes aun no nacían-. Espero lo disfruten.]







Sobre las pesadas huestes de mis ubres calientes, yo, la gran vaca, hipnotizando al mundo, maldiciendo a los perversos fanáticos ulteriores a la muerte del ego. Mis seguidores manchados en sangre vitoreaban en las calles: 2142, fantasías desbordadas, culto al culto. La gran vaca siguió con su marcado destino, manchado de temores y gloria. ¡Tan contradictorio! Las calles cubiertas de pancartas. El sigilo de la muerte tras la venturosa noche, plagada de sangre de demonios circundantes. La niña había llorado toda la noche. Yo, la gran vaca, la había hecho llorar, con alevosía, con confeti de entrañas y vísceras deformadas por el dolor de la profunda pesadez. ¡Vida! ¡Salud! ¡Prosperidad! Y un olé de aplausos y chiflidos jubilosos; sobre la barandilla mi esposa vestida en rosas, como cadáver putrefacto: 25 años casada. Y yo tan contento; la gran vaca en desbordada alegría psicótica. Mis niños mamando ubre de sangre y chorros de muerte, una vida paralizada por los llantos de una niña malcriada en los alrededores de un anarquismo desperfecto: “Oh gran capitalismo, plagado de dinero y buena vibra, si supieras.” Una risa discreta y de mal gusto.

Me besó en la mejilla; aplaudí placentero, cubierto en un sadismo febril, marcado por la demencia de poseerlo todo, ¡por Dios, todo! Cargué un fusil de marca diablo, disparé al cielo –lo juro, le di a una estrella– y contemplé por última vez la noche de invierno: viernes trece, tercera guerra. El pacto se había cerrado. Tras la marcha fúnebre de los moribundos guié mi vista en la nada de las batallas; perezosa agonía, mas pasional era el triunfo y eso lo hacía merecedor: reyes de cruzadas, dioses de la vida y esperanza, poderosos en las ensangrentadas lejanías del horizonte marcado por Dios, mucho más allá, con tanques y gases mortíferos que despedazan las pieles más finas y blancas, los senos más suaves. Entre luces y centellas me escabullí en un hoyo más profundo que mi sueño, que mi odio, que mi villanía, que mi sed de paraísos famélicos y puritanos; miré por el periscopio y vi a los hombres en batalla desgarrando sus gargantas, con espadas de doble filo y metralletas pirotécnicas –luces, Sol, muerte, fiesta– en nombre de la libertad y el sueño más perfecto. Y yo pensaba: “¿Ahora qué ángel los va a salvar? Sólo somos tú y yo, destino patético y artificial, tú con tus cuerpos podridos y yo con mis huestes de batalla, dioses malditos embellecidos por la ignorancia, por el quehacer militar.”

Caminamos tantas millas asesinando, crucificando cabezas en el burdo complejo insecticida. Despedazamos pueblos y conquistamos victorias como ninguna niña llorona y malcriada antes lo había hecho. Los dioses invencibles martirizando a los inocentes de guerra –inocentes de guerra–, descuartizando morales asquerosas de pueblos asquerosos, sepultando vacuidades y dioses patricidas, violando mujeres perversas y odiosas, pero inocentes, al fin inocentes. La vaca sagrada, con sus ubres manchadas de orina revitalizadora regaba las tierras estériles y las convertía en selvas bellas y suntuosas, dignas de hombres dignos. El principio colmado en ventura y buenos pasos, la niña tomando fuerza y forma, masticando mentiras y convirtiéndolas en verdades: poderoso imperio mata falsa careta. Salpiqué mis verdades en tantas ciudades, corrompí tanta gente, tanta gente que después le rezó al diablo para que quemara su alma viva y la enterrara en el infierno más ignoto y purificador. Vaca sagrada, ubre providenciable, providencia misma, inspiradora de poetas y bichos peores, de sanguijuelas. El mundo era mío, yo hice hombres, creé circunstancias; despedacé teorías humanistas y sentimentaloides e hice ver al mundo como perfección absoluta de un caos eterno, un caos que ordenaba las ideas metafísicas de los llorones, de los homicidas, hasta desaparecerlas en sus propias tramposas contradicciones. Y todo sin decadencia, con el ritmo más propio y sublime, digno de seres de otras caretas, de complejos más complejos que la subdesarrollada pregunta sobre la existencia de Dios; más complejos que las crisis faústicas, mesiánicas, edípicas, freudianas, que consumían a los pobres conquistados y que alimentaban a los conquistadores. Yo fui más allá de la miseria humana, mis ojos vieron la bondad de la frialdad y la nobleza del odio a la moral decadente. Y a cada paso de mi tropa las victorias se embarraban en mi pecho como armas invencibles, como amuletos divinos, como la larga cabellera de Sansón; y en mi semblante desbordaba la felicidad de mi pueblo, de mi niña. El poderío más inmenso y devastador opacó las locuras de mi alma y me convirtió en un santo, un santo para mi pueblo y un santo para Dios.

Promoví la educación para el pueblo, mantuve profetas de cultura, genios epistemológicos, innovadores del ser y el arte. Mi justicia fue más sabia que el Salomón de los judíos o el Pericles de los griegos. La libertad conspiraba con la locura y aquellos que no la padecieran eran seres marcados por la impropiedad de su deficiencia, mas aún así eran respetados y amados. Algunos hombres afectos a los antiguos le llamaban decadencia: patéticos platónicos, pobres diablos insatisfechos; y sin embargo eran dioses en su locura, así como yo era santo en su obscenidad e ingratitud. Dios es testigo, y nadie lo puede negar, que todos gozaron del esplendor de mi reinado: la vaca sagrada, con sus ubres infladas, repartía por igual a conquistadores y conquistados. Nadie fue culpado de homicidio porque nadie es homicida en tierra de homicidas, nadie es loco en tierra de locos, nadie es cuerdo cuando la razón obedece al impulso de la vida y al estímulo de la trascendencia.

Y sin embargo las grietas en mi cuerpo –grietas producidas por mi historia, única e inmutable– fueron ennegreciendo mi corazón tierno y sincero, exento de causa y resentimiento, hasta convertirlo en la bestia que un día gritó en pos de la guerra y de la destrucción, que un día tomó la espada y la encajó en la madre tierra, prisión de muertos y transmundistas, y que se prometió fertilizarla con nueva vida, y sepultar siglos de odio e inmenso dolor. Rompí mi fortaleza a gritos; ahogué a mi esposa en la cadencia del placer lujurioso; gasté mi leche en burdas pruebas de vida, pruebas que nunca satisficieron mi lamentable aspecto y mi doloroso abandono. Invité a poetas para que chuparan el veneno que engendraba y que me atormentaba, y para que lo hicieran suyo, pero ninguno comprendió mi miserable condena. Me despojé de mi santidad y me vi maldito ante el cielo y ante los hombres, plagado de miedo y oscuridad. Oculte mi cara en una máscara de hierro, en miles de monumentos que hablaban de revolución y reforma, de libertad y vida. Extendí mi reinado a los litorales del cielo y universo y grabé mi nombre en las trampas de ciencia unificada, mas nada sirvió y cada segundo me convertía en una bestia sin locura y sin razón, temerosa de los hombres y dependiente de las supersticiones más degeneradas. Brujerías y nigromancias marcaban la facilidad de mi ira y entorpecían mi abandono hasta el grado de la extrema angustia. Fue una muerte lenta y profunda, un caer tan promiscuo como mis victorias, un deformarme en mis mazmorras cubiertas de pesadillas de dioses que reclamaban su divinidad y hombres que predicaban su santidad. Las voces me llamaban embustero, farsante; y me volví negro, negro como la angustia de mi soledad. En vano acudí al llamado del Dios que me dio la victoria; no era el mundo que cernía su violencia en mi alma, era yo con la enfermedad de la visión extrema de la fatalidad, argumentando conspiraciones, intentos de asesinatos, traiciones al Estado; traiciones que salían por mi boca y ejecutaban mis pechos con su orina fermentada. Gracias a Dios que nunca nadie pagó las consecuencias de mi obscenidad, de mi desesperación; siempre oculto tras la capa espesa de mi prisión en llanto, de mi patética resignación y valentía; ahí, entre cuatro paredes que oprimían cada centímetro de mi pulmones angustiados, a punto de desgañitarse. Recé tanto a la muerte. Imaginé que aterrizaba en una carroza con caballos negros como el ébano y que de una tajada rebanaba mis ubres corrompidas por el miedo y la soledad; le recé tanto a la muerte. Escribí y recité, pero no era mi voz la de un poeta ni la de un loco ni la de un juez; se perdía en un viento frío e intangible, en el abismo que marginaba mi desesperación de la esperanza; que me sumía en mi desesperante ansiedad. Palabras tosca llenas de inseguridad y medianía, y no había acciones que fomentaran las ligerezas del protocolo se cernía sobre mí, que me envolvía cual fantasma: incapaz pero dueño, dueño de mis actos y de mi abandono, de mi lucha y mi derrota; incapaz de superarlos. Yo alimentando a los siervos con pasado, con falsa grandeza; yo odiando hasta la última gota de sangre, sangre que emanaba de mis ubres celosas, viciadas por la calma; yo maldito entre los hombres como la gran conspiración contra la vida, contra la libertad de forjar tu destino.

Y entonces, cuando mis venas pedían a gritos que explotar, cuando todavía resaltaban leves resquicios de guerra, de lucha en mi alma, llegó la muerte, sin carrozas, solamente como un golpe, anunciada en calma, confundiendo el día con la noche, la luz con la oscuridad, la guerra con la paz, la verdad con la mentira. Y comprendí, por fin, que la niña había crecido, que era ahora una voz adulta atormentada por la capacidad de decadencia; y que yo, con mis ubres celosas y fieles, había regado hasta la última gota de sangre en pos de la grandeza, y que había sacrificado mi libertad por el significado de la historia. Y ahí, entre los muros insignes, perecí con la desgracia de saber que la historia fue más fuerte que mi alma negra y demoniaca.