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Domingo, día de trabajo. Si algunos humanos no se libran de trabajar hoy, cómo iba a conseguirlo un robot. Gorrita, tickets, sucambiogracias. Me queda tanto que aprender sobre dicción de las máquinas expendedoras. Carraspeo, no controlo el volumen adecuadamente y no logro la correcta entonación entre metálica y femeninamente dulce que tanto agradece el cliente. Los sonidos no están siendo lo mío, porque tampoco consigo que las monedas caigan haciendo el ruidillo ese tan majo de las tragaperras con premio. Parece que los humanos lo adoran y los jefes me han dicho que debo practicarlo porque aumenta las ventas.

Lo positivo es que he cobrado. Sí, cobramos al día. Yo, los demás robots y hasta los humanos cobran al día aquí. Menos mal, porque si no fuera así no habría podido permitirme más que un puñado de días la recarga de mi batería. De haber sufrido esta situación, acabando por faltar forzosamente al trabajo, me pregunto que habría hecho la gorrita sin mí. Supongo que las primeras horas las habría consumido mirando el reloj de la entrada (aunque todos sabemos que le molesta que le miren fijamente durante más de diez segundos seguidos) y preguntándose si quizá había borrado mi programa despertador. A mediodía habría llamado a casa, para tratar de averiguar que me pasaba. Mi contestador, que tiene por norma no hablar con desconocidos, seguramente se habría negado a responder, aumentando así su incertidumbre. Y durante una temporada, hasta que me dieran finalmente por perdido y le asignaran a otro, se habría quedado inútil, sin nada que hacer, sin poder cumplir su función de humillar estéticamente y a conciencia a su portador.

Pobrecilla, tanto talento desperdiciado todo ese tiempo, no hubiera sido justo. Ahora mismo voy a asegurarme de que tengo recargas suficientes para no darle ningún disgusto. Las gorritas, como los gorrones, también tienen su corazoncito.