Paseo por Londres

Day 1,973, 04:16 Published in Spain Portugal by Personahumana

Caminaba alborozado entre la gente por las calles de Londres tras salvar con gran esfuerzo a la City del asedio ché, un paseo de esos de después de la batalla que tan bien sientan por el mero hecho de estar alejado del frente unos centenares de kilómetros, sin tener que agachar la cabeza durante el trayecto ante el miedo de perder la cabeza (y no merced a los encantos de una bella silueta femenina precisamente, sino por la afinada mirada y buen tino profesional de algún acechante francotirador), calles llenas de ebullición a pesar de que apenas 12 horas antes hubiesen estado regadas por la sangre de soldados que a esas horas eran huéspedes de su última morada.



Caminaba, decía, por aquellas calles animadas en busca de nada y de todo. Explicándome mejor, mi tendencia esa noche era la de repetir el ritual tantas veces ensayado de buscar en el fondo de un vaso la salvación a un alma atormentada (la mía, para más señas), y de paso, y sólo si así se terciaba, hallar también la supuesta valentía que se me atribuía por lucir en el pecho una nueva medalla de Héroe de Batalla, pues tanta había sido la insistencia en este punto del general que me hizo entrega de ella que casi comenzaba a creer que algo de razón debía de tener alguien de tan alta graduación, veterano, decían, de otras guerras y conquistas gloriosas. Normalmente, como posos en mis bebidas solía toparme con la mirada de los compañeros caídos esa jornada y que ya nunca volvería a ver, ni saludar, que no devolverían los ESP que hubiese podido prestarles y que no volverían a reír en el IRC mi tan manido chiste de la vaca. Pero no era cuestión de hacer un feo al engalanado uniforme que me prendía tan brillante insignia al cuello, por lo que estaba en aplicarme por una vez más al ejercicio alcohólico.

Tampoco haría ascos a un posible encuentro pasional con alguna bella fémina si la ocasión lo permitía, más por descargar la tensión de la guerra (que dicen que va fatal para las cervicales) que por la necesidad misma de darse uno gusto al cuerpo; pero tampoco era ese mi plan inicial y ni siquiera había preparado cebo para esa caña.



Caminando, caminando encontré un recoleto pub que si bien por su pórtico asemejaba ser un cuartuco infesto, no pudo vencer mi curiosidad (llamemos así a la sed) de un hombre que no se deja llevar por primeras impresiones, ni por las buenas ni por las malas, y tras una más detenida inspección ocular que pasó por alto una serie de infracciones del código higiénico más elemental, decidí tomar asiento tras meditar que, a fin de cuentas, no conocía la legislación británica sobre sanidad en establecimientos escanciadores de bebidas espirituosas. El lugar tenía un no-se-qué que qué-sé-yo que me hizo apoyar codos en la barra y pedir un escocés de exigua añada que decidí degustar a palo seco.



Pasaron las horas y por el local pasaron los más variopintos personajes imaginables: los que debían conformar la habitual clientela del local, personajes que con imperceptible gesto de cejas saludaban a un igualmente impasible camarero (antiguo campeón mundial de poker, seguro) y pasaban a ocupar la que sin duda era la posición que escogían a diario ocupar en el bar, fuese a ser que el karma se desestabilizase y el mundo decidiese irse al carajo por la decisión de variar ese gesto sin duda ya aprendido y marcado a fuego en el subconsciente de cada uno; un par de estirados soldados británicos con uniforme de calle que apenas degustaron una pinta de cerveza negra (¿se puede ser más típico, oiga?), que intercambiaron lo que intuí un gesto de gratitud o reconocimiento después de que observaran previamente y con gran detenimiento el metal brillante que, torpe de mí, aún llevaba al pecho, y que guardé precavidamente en el bolsillo cuando apuraron sus birras y pusieron rumbo a su cuartel o, lo que es más seguro, a otro pub más animado. Hasta hubo mujeres: cuatro, soldados chilenas sonrientes todas menos una, que no desentonó cuando las otras tres copiaron su expresión al contemplar el interior del garito y a la concurrencia, impresión que sin duda les llevó a tomar la decisión de abandonar el lugar sin perder demasiado tiempo en la contemplación de detalles poco gratos a la vista, teniendo así el honor (u horror, lo dejo a elección de cada cual) de toparse de morros con un grupo de soldados españoles, engalanados algunos, no se lo pierdan, con capas de tuno y un par de bandurrias, muchachos con ganas de jarana y fiesta que otearon presas que no pensaban dejar escapar, si bien el reparto no iba a ser equitativo pues cada chica tocaba a dos y pico tunos por cabeza. A pesar de todo, el amplio grupo partió del local así, en grupo, entre chanzas y un desafinado “Clavelitos” que me hizo tantear la cadera en busca de mi arma reglamentaria, que no tenía pues iba con uniforme de calle, mas no observé la escena pues ya apuraba con delectación los hielos del cuarto vaso del infame mejunje que tenía a bien servirme, sin escrúpulo ninguno (hablamos de un profesional curtido), el camarero, llamándo whisky a lo que en mi pueblo se nombra como J&B de garrafón (indicar que el garrafón británico no tiene más buqué que el español por mucho que haya sido destilado en la isla donde ondea la Union Jack).



Y, finalmente, entró en escena un escaso grupo de malcarados mercenarios de gesto agrio y desafiante mirada, que todos sabíamos habían estado luchando del lado argentino pocas horas antes. Tres turcos, tres, eran los soldados que se acercaban a la barra, billetera en mano (muy abultada, ciertamente), que pidieron el mejor caldo del local mientras mostraban un billete grande al camarero, quien haciendo un brutal esfuerzo abrió los ojos unos milímetros para clavarlos en el papel moneda para escanearlo y verificar su autenticidad, quedando satisfecho pues giró sobre sus talones, descorrió una puerta situada tras él y extrajo una botella de ambarado licor cuya etiqueta marcaba un 15 por los años de la añada y una capa de polvo que no debía tener menos de un dedo de grosor, lo que ponía en duda la antigüedad del líquido elemento. No hicieron ascos los otomanos a la inexistente pulcritud del envase, centrándose en servir el contenido en pintas de cerveza con poco hielo (así, para degustar la esencia del whisky) procediendo a trasegar sin contemplaciones ni gestos de disgusto, muy a lo bravo.

Y ahí la cagué. Degustaba ya el quinto matarratas de la noche cuando vino a mi mente una graciosa anécdota leída en un boletín satírico español (algo acerca de la retirada forzosa de un afamado pegador a un monasterio) con la mala fortuna de que afloraba a mis labios la inevitable sonrisa justo cuando uno de los turcos me dirigía, por azar, la mirada. Cruzáronse nuestras miradas (sin ánimo romántico, al menos por mi parte) y no tardó un segundo el mercenario en comentar algo en confidencia a los colegas, que tornaron rostros en mi dirección. Parecieron inspeccionar detenidamente mi uniforme, como si no hubiesen reparado en mí hasta ese mismo momento, deduciendo sin duda mi procedencia española. Y no pasaron por alto un detalle del que yo mismo no era consciente: la banda de mi medalla, que sobresalía de mi bolsillo. Se dirigió hacia mí el que parecía portavoz de los tres en un inglés deplorable, cuestionándome acerca de la batalla donde había ganado la insignia. Contesté y enseguida me pidieron mi graduación. No entendía a qué venía la pregunta, pero algo dentro de mí, una exigua vocecita parecía decirme algo, pero no sabía bien qué. Y se lo dije, un D3 de nivel 34. Indescriptibles los rasgos de sus caras, mezcla de sorpresa y odio a la vez, pero un odio intenso, atroz. Más indescriptibles fueron sus palabras en su idioma local (fijo que eran tacos), pero sus gestos hablaron por ellos: uno sacó una navaja que apuntó en mi dirección, otro rompió con impecable estilo su propio vaso para tener un filo cortante (sin duda era experto en estas lides), y el último, simplemente, cerró los puños y me los mostró. Imaginen un armario de 3x3 metros con dos mazas en vez de puertas, de esas que da igual que te despeinen si te golpean porque de llegar a tocarte es seguro que ambos moriréis: tú del tortazo y él de la onda expansiva.

¿Por qué siempre hay un turco? Parece que siempre hay uno, aunque en este caso los que tenía enfrente no eran ni lantánicos ni avutárdicos, sino expertos luchadores con más muescas en las culatas que un Regimiento de las FF.AA. Polacas, y lo que es peor: querían darme una paliza. Por eso me puse en guardia, ofreciendo mi costado izquierdo en gesto defensivo, palpando por segunda vez en busca la inexistente pistola, y rezando todo lo que sabía al Dios que estuviese en ese momento de guardia y agarrando sin disimulo un cenicero próximo a mí.



Y atacaron. De uno en uno, como en una mala película de artes marciales, gracias sin duda a las plegarias encomendadas y a lo estrecho del lugar, de modo que en primer lugar recibí el intento de estocada del navajero, que desvié por los pelos, haciéndole trastabillar y caer de costado al suelo mientras ya recibía al armario empotrado. No tenía mañas de boxeador, ni falta que le hacía, pues con un solo golpe que me lanzó, aun no dándome de lleno, me proyectó contra la pared haciéndome sentir el dolor de la carne machacada de mi brazo. Suerte que lancé el brazo a la desesperada buscando su cara, armado como decía con el cenicero, y le hice dar dos pasos hacia atrás, pues un segundo mamporro me habría dejado allí pegado para siempre, como triste cuadro conmemorativo de aquel día que pintaba aciago para mí. Lo malo es que perdí toda la compostura y la defensa, y ya el del vaso roto se aprestaba a saltar sobre mí a voz en grito cuando se paró su alarido en la garganta merced a un azar por nadie esperado, un golpe en la nuez que le hizo doblar rodillas y jadear buscando el aire, amén de una patada en el plexo solar que le dejó tumbado. Porque allí, enfrentada ahora contra el turco de la navaja, estaba la chilena seria, aquella de las cuatro soldados que entraron al pub justo antes que los tunos y los otomanos. Se había quedado en el local, tan callada y silenciosa que no había reparado en ella, distraído en los recuerdos que los vapores etílicos traían a mi memoria. Se la veía bonita en ese uniforme caqui, en guardia ante un asombrado atacante que no daba crédito a la aparición que acababa de despachar a su compañero en un suspiro, si bien esto no le cortó a la hora de lanzarle la punta del cuchillo en arco, buscando el cabrón su bonita cara (era realmente guapa, ahora me fijaba mejor) para hacerle la estética sin licencia; pero ella era muchísimo más ágil, de modo que en el mismo movimiento de defensa consiguió deslizarse por su lateral, lanzarle un rodillazo a su costado descubierto y, aprovechando el gesto de dolor del rival, situarse estratégicamente detrás de él para darle en donde más duele que le den a un hombre, que no es en el orgullo, por más que digan los poetas, sino en todos los testículos. Ni un grito lanzó el turco, pues se le cortó la voz con el gesto de la dama, quedando doblado sobre sí mismo en postura fetal de la que no saldría en horas, pues el ataque había sido feroz.

Demasiado me recreé en el combate de mi espontánea compañera (y en sus curvas, que se adivinaban a generosas bajo ese uniforme), pues el turco enorme actuó antes que yo y me cogió de improviso, golpeándome de tal forma en el pecho que me lanzó hacia atrás un par de metros, dejándome sin aire por unos segundos y temiendo tener rotas todas las costillas. Se acercaba el gigante de 35K de maxhit (lo comprobé al día siguiente en la base, cuando indagué sobre esos tipos) para rematar la faena cuando la chilena quiso repetir ataque contra el grandullón, si bien este pudo volverse y agarrarla de un brazo. Y algo pasó dentro de mí, un rayo, una excitación instantánea que me recorrió entero y me hizo sacar de dentro toda la rabia que llevaba dentro cuando vi al tipo alzar la mano con intención de abofetear a la chica. Me puse en pie de un salto, agarrando lo primero que tenté a ciegas y le grité, descargando con todas mis ganas contra su cara recién vuelta hacia mí un taburete del pub contra su testa, reventándolo con tanta saña que me clavé astillas en las manos y el artilugio quedó inservible para toda función que no fuese servir de leña para una hoguera. Rodó el inmenso cuerpo de aquel hijo de Ataturk, inconsciente si no muerto, haciendo caer a la dama de culo en el suelo, dolorido el brazo y la camisa cubierta con la sangre del caído. La idea de quitarle la camisa pasó como un destello por mi mente, desapareciendo tan rauda como llegó pues había cosas que resolver antes de dedicarse a otros menesteres que, por otro lado, nadie me aseguraba que fuese a disfrutar.

Ayudé caballerosamente al otomano doblado sobre sí mismo a levantarse tomándolo del pelo ondulado y le hice sentarse en una silla cercana, tomando la precaución de situar en su garganta la afilada navaja con la que instantes antes pretendía desfigurar a mi salvadora. El tipo pareció entender el mensaje a pesar del intenso dolor que le afligía, y se aprestó a responder cuando le pregunté por qué demonios habían decidido él y sus colegas que aquel tenía ser el día en que debía reunirme con mi creador, tomándose apenas los segundos justos para buscar en su mente las palabras necesarias en lengua inglesa con las que darme contestación.



Parecía ser que justamente en la batalla que había conseguido la Battle Heroe habíamos más que diezmado a todo su regimiento, en especial a nivel de la Tercera División pues bien es sabido que la D3 española es una de las más valientes y arrojadas de todo el Nuevo Mundo. Querían pues, tomar cumplida venganza en mis carnes por la pérdida de sus compañeros. Y juro que lo entendí; lo entendí tan bien como que vi en ese momento que aquellos turcos habían tomado la decisión de seguir la misma rutina que yo, convocando a espíritus de caídos para rendirles cuentas y homenajes, un último brindis por almas que no volverían a hollar un campo de batalla codo con codo con sus camaradas. Casi me dio pena su gesto de dolor, porque lo siguiente que vi después de su mueca de disgusto en la boca fue la billetera desparramada por el suelo, repleta de billetes nuevos y de intensos colores. No podía sentir pena por quien se exponía en esta vida por un puñado de billetes realmente sucios aun estando limpios, manchados en con la sangre de sus colegas.



Nos largamos rápido la chilena y yo del pub, dejando allí el desbarajuste para que lo limpiase otro, corriendo como gamos ante el temor de ser presa de unos policías militares que quisiesen hacer unas preguntas que no queríamos tener que responder. No paramos hasta sentirnos a salvo, sin cruzar una palabra hasta que sentados en un banco junto al Tamesis le di las gracias por su desinteresada ayuda, a lo que ella me respondió con una sonrisa que cómo sabía que no tenía interés alguno. Sonreí ante la broma y le inquirí con los ojos, lo que le hizo recobrar el aliento, apartar la mirada y torcer el gesto al rememorar unos hechos que me narró seria y distante: hacía tiempo, cuando apenas era una recluta que entrenaba en una base del ejército chileno, Argentina lanzó un ataque con todo contra los chilenos. Aquello pilló de improviso al país y no se pudo defender el arrollador avance albiceleste, que ganaba batalla tras batalla. Pero para ella el dolor no era solo el de ver a su país al borde de la extinción, sino que esté se incrementó de forma terrible al tener noticias oficiales de que su pueblo natal había sido arrasado por completo. Nada ni nadie había sobrevivido a una ofensiva brutal y despiadada, ni su hogar, ni su familia, ni sus amigos, salvo unos afortunados testigos que afirmaron haber visto en la punta de lanza de aquella masacre el escudo que identificaba a la milicia turca de mercenarios (también utilizada aquella vez por los argentos) de la que eran miembros los tres mastuerzos que habían conocido esa noche.

Nunca olvidaré aquella mirada dura y llena de odio, ni esos labios fruncidos en espantado gesto de dolor y asco, ni como su cuerpo tembló al aflorar las lágrimas a sus bellos ojos verdes. Quise en ese momento lavarla de su ira y la abracé muy fuerte, con ganas, para que supiese que allí tenía un apoyo sobre el que descansar el peso de la venganza en parte cobrada aquella noche con la sangre que teñía su uniforme, que entendiese que juntos podíamos sobrellevar el pecado de sobrevivir a los muertos que pesaban en nuestras memorias, y ella aceptó la invitación respondiendo con el calor de su boca salada, con las caricias de sus manos por mi cara, y con una invitación a pasar juntos la noche en el primer hotel que encontrásemos. No queríamos pasar solos la fría noche londinense y encontramos cobijo bajo unas sábanas de pago que contemplaron silenciosas como aparcábamos el dolor por unas horas, cambiando penas por placer, la muerte por la vida, la fatiga por el deseo.



No es de caballeros comentar las gestas amorosas, así que trataré de emular a éstos y callaré como rehuímos, en brazos el uno del otro (hasta en cinco ocasiones), la carga de la culpa de vivir. Al despuntar el alba nos despedimos con promesas de volver a vernos, y la cumplimos religiosamente cada vez que podemos coincidir con la excusa de una guerra, aunque no nos hicieron falta excusas en las últimas oportunidades para dar rienda suelta a un arte que estamos por dominar. En breve saldrá el libro y podrán comprobarlo por ustedes mismos, ya lo verán.