Pascueros de la plaza de armas

Day 759, 21:35 Published in Chile Chile by kwop

Me robe el articulo, lo encontré muy weno lo saque de la sección monitor de la zona de el mercurio

Historia de los santas de la plaza de armas en santiago leanla esta re wena, es una pena, pero esta escrito tan bien que dan muchas ganas de leerlo

BAD SANTA
En la Plaza de Armas, cada fotógrafo tiene a su Viejo Pascuero. Ancianos que contratan por tres lucas diarias, para que enfrenten el sol inclemente y suban en sus rodillas con artrosis al cabro chico de turno. Esos que cada día están más escasos que la nieve, por culpa de las cámaras digitales. Los niños por los que fotógrafos y pascueros se saboteban unos a otros, en el espíritu de las navidades pasadas.

Por Carlos Salazar




SANTA COMES TO TOWN

“Una bebidita más que sea pal viejito”, le dice don Sergio, fotógrafo, a un turista gringo que se para junto al Viejo Pascuero que él contrata cada navidad. Un anciano azotado por los rayos del sol en Ahumada con Compañía, enfundado en un traje sintético con gorro, bototos y un coquetos guantes, al que don Sergio le paga tres lucas diarias.

El gringo no pesca, mientras una flaca escondida tras un enorme sombrero y lentes, le pone rec a una cámara de video.


Sergio es uno de los cinco fotógrafos de la Plaza de Armas de Santiago que contratan a algún jubilado de barba natural durante el mes de diciembre, para subirle niños en las rodillas con artrosis, mientras se terminan de secar bajo un sol inclemente. Una casta de viejitos jubilados, manejados por fotógrafos que se quejan de que ya no hay niños para la foto. Los proxenetas navideños de esta historia.

“¿Qué?, si se sacan las fotos y se van y ni siquiera le dan una bebida al viejito”, repite mecánicamente el fotógrafo.

El gringo está mas allá junto a la foto del Papa levantando los pulgares para la cámara, mientras Don Lalo, el viejo pascuero ninguneado, pone su peor cara. Sostiene un bastón de madera en el que escribió su nombre con un clavo. Más de una vez lo ha usado para apartar a algún atorrante, dice. Lo afirma como si le fuera a enterrar las uñas y también se queja: “La gente se saca fotos a la cuchufleta junto al viejito, ¿no ve que ahora todos tienen cámaras degetales o el celular?”, dice.


Don Lalo es un anciano que gana tres lucas diarias, más la propina que el respetable quiera dejarle. Si la cosa anda excepcionalmente bien, al abuelo se le incluye el almuerzo. Hoy las cosas no han funcionado, por eso Don Lalo tiene cara de pocos amigos.

Don Lalo tiene 73 años, la cara cruzada de arrugas y esa mirada de la gente que se dio cuenta de que ya no la hizo. Si lo piensas, un anciano que se juega la supervivencia del resto del verano en una quincena, está sometido a una presión tremenda. Si le sumas a eso el calor, la supervisión de un fotógrafo que tiene asegurada su pega todo el año, pero aún así niega horarios para ir al baño a un jubilado que no sabe ni siquiera hacer su firma, tienes una navidad de mierda.

El viejo atiende niños en una de esas sillas de colegio y junto a él están los dos caballos de palo que hizo el fotógrafo con sus propias manos, con cueros de animal comprados en el matadero de Franklin. Veinticinco años junto a las mascotas. y jamás les puso un nombre. Encima del caballo hay un niño peruano con su familia.


Suenan las campanas de las cuatro de la tarde y el viejo no ha ido a comer aún. Dice que no tiene hambre. A esta hora su olor a reno es evidente. Se le acerca una cabra con chalas de colores y un vestido con franjas a tono con sus lentes de gafapasta.

-¿Le puedo sacar una foto?, le dice con ternura al anciano.

Don Lalo está chato y arrastrando las vocales le dice sin mirarla: “hable con el jefe, ¿quiere?”.

El fotógrafo menea la cabeza y me dice: “¿No ve?, si es así todo el día”. La shúper shica lo interpreta como un no, y trata de explicarle que es diseñadora y que necesita quién sabe qué cosa. Para demostrarlo, saca de un bolso una Lomo extraordinaria. Al viejo no le importa mucho, para el viejito un Lomo es eso que le gustaría estar masticando, y se da vuelta. La cabra gira hacia el fotógrafo que la mira despectivamente a través del humo del cigarro: haga lo que quiera.


PROXENETAS DEL PIXEL

La cámara de don Sergio tiene menos pixelaje que la de Carlitos. Los dos tienen una impresora conectada a una batería de corriente, para ser competitivos ahora que la Polaroid es un recuerdo. Carlitos lleva tantos años ahí, como los que su papá llevaba en la Plaza de Armas cuando lo invitó a conocer su pega de fotógrafo. En su atril-álbum donde se lee su nombre en letras doradas, muestra algo de su book: salen niños tristes vestidos de charro mexicano, nanas peruanas de paseo con un tipo que parece guardia de seguridad en su día libre. Una familia frente a la catedral sosteniendo una torta.

Junto a él está Aristóteles un abuelo de 71 años que está disfrazado de jardinero o presidiario. En un bolso tiene guardado el traje de Santa esperando que le den la orden de vestirse. “El traje es prestado”, dice apuntando con la jeta al fotógrafo, “la barba no más es mía.”.


Me cuenta que no hay pega porque “para la gente ahora es la mano ir a sacarse la foto con el viejo pascuero del mall. Ahí les sale gratis porque viene de regalo con las compras”. El jefe interviene para decirme que este año pensó en trabajar sin viejito porque los niños ya no se sacan fotos con el pascuero y que si la cosa sigue así, la próxima Navidad de don Aristóteles no va a tener nochebuena. Pero para romper la tensión, nada mejor que un chiste y Carlitos me apunta a un homeless que se acomoda en una banca de la Plaza bajo el sol que cae implacable.

- “Mira, ahí va tu competencia. Le tengo echao el ojo a ese pa’ futuro viejito. Ya lo estamos aguachando”, ríe el artista del lente y el pixel.



BAD SANTA

Tarde, a la hora del noticiario, cuando los mendigos de la catedral pasan por la caja de las farmacias para cambiar en pesos los dólares y euros que reciben durante su vía crucis diario, los viejos piden permiso a sus jefes para irse a la casa. Antes la pega recién empezaba a esa hora que llegaba el fresco. “Ahora los únicos que quedan pa’ sacarse fotos con el tatita son las prostis y los pelusones”, dice un garzón del restaurant de la Plaza.

A esa hora Don Lalo o Aristóteles también pasan por la caja y cobran. Si les va bien, pueden pasar a comerse un par de completos con un té donde Don Pepe y de ahí al sobre en comunas donde el traje no los salva del posible cogoteo.


Aún permanecen ciertos vicios del estrés a que están sometidos los viejos por ganar monedas extra en ésta época. La economía fundamental dice que mientras más viejos pascueros hay por metro cuadrado, menos será el fair play. Hasta hace un año aun se veían trineos navideños, renos de cartón o de cholguán con lucecitas de colores. Pero la competencia se hizo insostenible y con la recesión llegó la producción y las peleas.

Los guardias de la seguridad municipal, dicen que no se hacen cargo de gente que se instala a la mala con su propio viejito y las polaroid a sacar fotos tiempo. Los mismos fotógrafos y viejitos los expulsan a golpes de la Plaza.


“Acá pagan un permiso municipal todo el año y más encima pagan un anexo durante esta época por traer un viejito y sus cosas: el árbol o un trineo. Y eso es plata. Por eso mientras más viejitos, menos queda pa’l bolsillo porque ya no se ven muchas familias paseando”, recuerdan poseídos por el espíritu de las navidades pasadas. Esas que fueron destruidas por las cámaras digitales.

Ya no hay muchos niños dispuestos a tomarse la foto. Por eso tampoco nadie invierte en trineos ni renos, esos que hasta la navidad de pasada, desataban peleas entre duplas de fotógrafos y ancianos barbudos: a medida que avanzaba diciembre, los trineos de los viejitos empezaban a deteriorarse sospechosamente. “Les aparecían hoyos, rayados y los renos les rompían los cachos o les faltaba una pata”, ratifica don Lalo.


“Se rompían los trineos entre ellos y los animalitos”, dice Aristóteles. “Pasaba que como no hay plata, había que dejarlo amarrado en cualquier parte y llegaba usted al otro día y un pascuero se los había agarrado a patadas. Les faltaba una pata o una oreja o se los secuestraba y los dejaban tirado en cualquier parte”.

“Al final era un puro gastadero de plata, de ahí cambiamos al trono no más que es más fácil y menos atao”, dice Carlitos. Sergio el fotógrafo es más categórico sobre esa anarquía: “Mire, yo soy de la Pablo de Rokha y las cagás que veo acá entre los viejitos del centro, nunca las he visto allá en la población”. Los guardias municipales están de acuerdo y se ponen a contar la historia del Papa Noel que fue sorprendido meando las cajas de regalo de la competencia.


Otro enemigo del Viejo Pascuero urbano son los flaites. “Esos son atrevidos y se ponen balsas”, dice Don Lalo. “A mí me gritan cosas. ‘Estái más hediondo que un chivo, báñate tal por cual’ y cosas así me han dicho en veces. No ve que uno transpira todo el día acá. Este calor oiga, parece que uno fuera a volverse loco”, dice pasándose las manos callosas por la cara.

“A veces dan ganas de responderles, pero uno es una cosa buena, un Viejito Pascuero no va a andar peleándose en la calle. Hay niñitos pesados también, que le tiran la barba a uno, le patean los regalos y los papás les celebran la talla”, dice don Aristóteles.


Dentro del gremio hay una leyenda: la de don Victoriano un recordado pascuero que se enfrentó a golpes con su fotógrafo que no quiso pagarle una vez. Perdió la pelea y los dientes, pero sentó un precedente. Uno que nadie sigue, porque a estas alturas la bondad y la buena voluntad son puro villancico y las monedas y clientes están tan escasos como la nieve. Acá, el espíritu navideño se convierte en espíritu de supervivencia, la ley del viejo pascuero con más barba y el que corta más pasta en esta época.

Hace calor. Los viejos pascueros hacen sonar una campanita para despedirse de los niños. Debería nevar, deberían tener todos los niños su regalo.