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He aquí un robot que se recupera de una sesión intensiva de interferencias. Todavía resuenan trompetas en mis antenas y alfa-bravo-charlies acumulados en el buzón de mi memoria, pero he conseguido recuperar un poco de la tranquilidad perdida en este último par de días.

Se calman mis transistores y se calman las vísceras de los humanos, tan alterados últimamente por una simple palabra: guerra. Su comportamiento caótico, su ímpetu, su necesidad de acción, sus caries dentales, la marca de sus yogures... Todavía siguen sorprendiéndome muchas cosas de ellos. Pero el verles pegarse cabezazos repetidamente contra un muro ha sido un verdadero incidente digno de presenciar para esta inocente caja de cuchillas.

Y al final todo esto no ha hecho otra cosa que dejar más suciedad en las calles. Como si hubiera poca. A día de hoy cartuchos vacíos adornan los arbustos adelantándose a la Navidad, mientras los pajaritos picotean perdigones y los perros husmean entre montones de calzoncillos usados y apilados de color caqui camuflaje. Las botas militares aplastaron enormes cantidades de monedas de chocolate, bien cubiertas por un envoltorio dorado. Las calles están anegadas de un dulce barro. Y el envoltorio dorado ha desaparecido completamente en él. Sin embargo, muchos cogen la pasta oscura del suelo, husmean en el aire y mostrándola a todos dicen… Aquí huele a victoria.