Intentando ser creativo, aunque también un poco gore.

Day 693, 13:51 Published in Spain Spain by Brandan


Morcilla

Era tarde, ya pasaban de las cinco y sabía que se había perdido, aunque se negaba a admitirlo, por una manía interna que le llevaba a querer demostrar ante todo, que él no tenía nunca errores graves, que eso era cosa de otros. Pero esta vez sí, no cabía duda alguna, aquella pista asfaltada no lo iba a llevar a ningún lugar conocido, por mucho que había continuado a ver si las cosas se arreglaban por si solas, como si de repente fuese a aparecer en el lugar correcto sin más. Se dio cuenta que mejor le iba ser buscar alguien a quien preguntar como salir de allí, que seguir avanzando sin rumbo.
No pasando mucho tiempo, vio un coche bastante viejo aparcado a la orilla del camino y delante de este, una casa de dos plantas y alpendre al lado, un poco destartalada. En la pared colgaba un viejo anuncio de Mirinda y supuso que se trataba de una antigua taberna o bar, aunque pensó para sí que no para muchos clientes, pues era una zona bastante desierta.
Aparcó y se acercó a la puerta, llamó y al poco un hombre con las manos todas ensangrentadas le abrió y él casi dio un grito, por la sensación que sintió al ver a aquel paisaniño con la boina y las manos todas rojas. Le había traído a la mente aquellas imágenes de la Galicia negra, de hombres de hachas asesinas, guadañas y horquillas de tres afiladas y peligrosas puntas.
Comenzó a hablar, casi sin salirle las palabras y sin dejar de mirar las rojas manos de aquel extraño señor, a las que el viejo no parecía dar importancia.
Le preguntó cómo salir de allí hacia la carretera principal, que se había perdido sin saber bien en que señal y que realmente necesitaba indicaciones. El hombre no respondió, lo miró indiferente, pero él seguía sin poder dejar de observar aquellas manos ensangrentadas, porque estaba seguro de que era sangre. Entonces le vino a la mente la luz y comprendió la situación:
-Ah, perdone usted, estaban de matanza y lo interrumpí, lo siento, no era mi intención molestar.
El homiño no reaccionó y soltó sus primeras palabras que fueron:
-No es molestia.


Entonces comenzó a caminar alejándose y él dudó si seguirlo, aunque decidió no hacerlo, entonces se fijó en su alrededor, la puerta por la que había entrado lo había llevado a una taberna, con un mostrador, mesas de formica y estantes en los que se veían seis o siete cajas de productos, bailando solas y por la forma, montones de gusanos o cosas peores debían contener dentro, debía de hacer mucho tiempo que aquello no era un negocio.
El hombre había desaparecido por el hueco de una puerta del que colgaban "cordeles de plástico" a manera de separación, que no recordó como se llamaban. Estaba incómodo, no sabía si el hombre lo que había querido era que lo siguiera, simplemente había pasado de él o había ido a llamar a alguien.
Esto último debió ser, pues apareció una mujer joven secándose las manos con un paño, la hija, dijo ella misma no mucho más tarde, que excusó al padre por no hacerlo entrar. Atravesó detrás de ella los "cordeles" y entraron en una cocina en la que en tarteras, había trozos de carne, o mejor visto, vísceras pensó después. Aquello le había recordado a la matanza en su casa; desde que se había mudado a la ciudad no lo había hecho nunca más, pero hasta ir a la universidad, todos los años, varias veces, era una tradición matar el cerdo, hacer las morcillas, los chorizos, se reunía toda la familia…
En las tarteras sólo pudo vislumbrar riñones, hígado y tripas. La joven que le había hecho entrar, lavaba estas en un fregadero no muy limpio, para los chorizos supuso. Al poco entró una mujer algo mayor con una tartera con la sangre y lo miró extrañada. Estuvo a punto de comenzar a contar toda la historia de que se había perdido, cuando posó la tartera y se fue por donde había entrado sin mirarlo siquiera. Por un rato, aquellos recuerdos y aquella tartera le habían hecho olvidar que estaba perdido, no pudo evitar sentirse interesado por participar de aquello.
-¿No hacéis morcillas?-preguntó.
-Morcillas normalmente no, con la sangre solemos hacer filloas, no sé, nunca las hicimos, ni siquiera pienso que sepa hacerlas, ¿tú sabes?
De pronto sintió una enorme ilusión y aquel tú le había sonado la invitación de unirse al trabajo.


-Sí claro, sólo necesitamos pan, piñones, uvas pasas, azúcar, harina y un rustido de cebolla y pimentón, además de tripas claro.
-Eso te lo traigo ahora mismo, si tienes tiempo claro.
Miró el reloj, se le había hecho tarde, pero nada podría hacer ya, era una tontería perder aquella oportunidad.
-Sí, sin problema, después me dicen por donde tengo que irme y ya está.

Sintió una enorme emoción al ver aquel pan mojarse en la sangre, por lo que recordaba, era mejor si la sangre caliente mojaba en el pan nada más salir del animal, pero era él el que decidía, de hecho no estaba completamente seguro de hacerlo perfecto, pero que más daba, si ellos tampoco sabían. Luego le echó el azúcar y el rustido, los piñones y batió con una cuchara de palo sin parar.
Mientras hacía esto, entraron los dos viejos que ya había visto, el hombre y la mujer, junto con un hombre más joven y un niño. Ninguno saludó y les explicó que hacía morcillas y necesitaba ayuda para quitar los rabos de las uvas pasas.
Los cuatro comenzaron la tarea sin mucha convicción, como desconfiando de que aquel extraño supiera lo que hacía y no les hubiera ido a estropear la sangre. Mientras los otros quitaban rabos de las uvas, puso una olla que le pasó la mujer joven con agua a cocer, pidió un palo, hilo de esparto y tripa. Cuando tuvo todo preparado, echó las uvas ya listas y comenzó a echar harina y remover con la cuchara. Pero quedaba mal, demasiados grumos. Le pidió a la vieja que le echase la harina, se arremango y después de lavar las manos sin jabón, las metió en aquella viscosidad excitantemente roja, que le traía tantos recuerdos de su infancia.
Cuando todo estuvo listo, pidió un embudo de boca ancha, como para los chorizos y comenzó la tarea de llenar las tripas del líquido espeso y atarlas. Los paisanos aprendían rápido, era como si sólo necesitaran saber cómo se hacía una vez, para cogerle el tranquillo, pero él no quería ceder protagonismo, así que en vez de ir adelantando trabajo, prefería que ellos miraran, para él poder disfrutar de aquel rato lo máximo posible, pues pocas oportunidades tenía como aquella.
Cuando quedaba poco en el hondo de la olla de la sangre, lavó las manos de nuevo, pidió una empanadera, le espolvoreó harina y echó allí hasta la última gota. Entonces la metió en el horno que ya ordenara calentar.
En el momento que el agua de la olla ya estaba casi a hirviendo, le pidió al rapaz una bimbia gruesa y a la madre una aguja al tiempo que todos miraron para él extrañados. Con las dos cosas que había pedido ya en las manos, espetó la aguja en la bimbia, con la punta para fuera. En el palo que había pedido, comenzó a colgar cinco de cada vez, las tripas llenas de sangre y meterlas en la olla que hervía. Allí dentro la tripa y la sangre iban poniéndose oscuras, grises y pequeñas burbujas salían como pústulas que él con la aguja iba pinchando ligeramente para que saliese el aire.
Los otros seguían allí mirándolo, tan dueño de la situación, como aprendiendo de lo que él hacía. Cuando remató tenía diecisiete hermosas y redonditas morcillas, ya casi negras después del gris, por suerte no había explotado ninguna al enfriar y una buena empanadera de morcilla del horno.
Aún caliente, cogió un cuchillo y partió unos trozos de la empanadera, y ofreció los cachos a sus anfitriones moviéndolos de mano a mano, para evitar el calor y soplando probó un trozo. A su juicio estaba buenísima, como semejaron afirmar los gestos del resto de comensales.
Casi sin darse cuenta había pasado la tarde y ya era noche cerrada. Comenzó a excusarse y lavó las manos, diciendo que si le indicaban por donde irse quizás llegaba a tiempo para encontrar un cuarto en un hotel para pasar la noche.
Entonces la mujer más joven se adelantó y dijo que no hacía falta, que podía cenar con ellos, que así probaban las morcillas y ya se iría al día siguiente, que tenían un cuarto libre en el segundo piso. Él por dentro se moría de ganas y aceptó sin dudarlo.

La cena fue silenciosa, la base de hígado encebollado y morcillas fritas que él incluso ayudó a freír. Después un poco de leche bien gorda, que se notaba de la casa por el ácido y a dormir. Echó en falta su café y ver un poco la tele, incluso una pequeña conversación, pero estaba en casa extraña y no quiso estorbar, además los anfitriones querían ir temprano para la cama, que tenían que matar de nuevo al día siguiente y descuartizar, aseguraron.
Aquello le trajo más recuerdos todavía, de niño cuándo en la casa de los abuelos mataban hasta tres y cuatro cerdos en varios días para toda la familia y echaban una semana o más de trabajo, con morcillas, chorizos, salar, despieces...



El cuarto que le ofrecieron era sencillo, sin baño, no dudó en coger las mudas en el coche y algo para leer, y bien que le vino, pues no había más que ruidos en la noche; de goteras del único baño del piso superior, de chirriar de camas y suspiros que supuso de las dos parejas de anfitriones dedicándose a tareas conyugales y hasta de animales en la noche.
Al poco de leer, remató con los ojos tan cansados que se le cerraban y se posaron en un cerdo abierto con las costillas al aire, colgado de una viga y separado por cañas que se le clavaban en la dura piel quemada por un soplete. Un cerdo pálido con una cuerda en el hocico, goteando resbaladizas gotas de sangre.
Se despertó temprano con un poco de tortícolis, pues había dormido un poco torcido. Se levantó, se lavó, se vistió y supuso que sus anfitriones ya estarían levantados, pero no se atrevió a llamar por ellos, más por vergüenza que por otra cosa. Llevó sus cosas al coche por la puerta de la taberna que estaba abierta y entró después en la cocina. Allí no había nadie, sólo el olor sabroso de la fritura de las morcillas de la noche anterior. Él mismo incluso calentó un poco de leche, rebuscando en los estantes y se lo agradeció su estómago al tomarlo.
Allí no aparecía nadie, no sabía que hacer, necesitaba instrucciones para salir de allí y además deseaba verlos, por si le daban alguna de aquellas negras morcillas que con tanto esmero había hecho. Abriendo el horno encontró la empanadera que habían cocido, casi no quedaba nada, pero cogió un cacho y lo comió goloso. Estaba muy buena , aun mejor que la noche anterior. Al acabar no sabía que hacer y decidió salir al alpendre a ver si encontraba a alguno de los de la casa por allí.


La puerta de la cocina daba a una pequeño patio soleado y a la izquierda estaba el alpendre que se veía destartalado, no tenía portal y al acostumbrar los ojos a la poca luz lo vio. Estaba allí balanceándose, con las costillas abiertas separadas por canelas, esto último lo supuso, porque estaba tapado con una sábana blanca, quizás para salvarlo de los insectos. Se acercó y abrió la sábana, allí estaba, las canelas eran palos y la cuerda, un cable que se agarraba a la cabeza, pero el cuerpo, para su horror, no era lo de un cerdo sino el de una chica, una joven abierta en canal y con la piel dura, chamuscada con un soplete para quitarle el pelo y fregada quizás con un cepillo duro después.
Era patética la vista y sintió un escalofrío y ganas infinitas de echar fuera lo que había sido el desayuno. Se dirigió a la puerta de la cocina para salir de allí, a donde fuera y al entrar, vio que el viejo afilaba con una piedra pacientemente un cuchillo, el padre del rapaz una hacha y el niño enrollaba un cable, quiso dar la vuelta y de dentro del alpendre, de donde el había venido, aparecieron las dos mujeres con tarteras y supo que iba a tener complicada la salida.
Comprendió que la matanza de aquel día iba a ser él, por lo menos si no conseguía escapar , y con su sangre, con su roja y dulce sangre, igual podría ser que hicieran morcillas, como él les había enseñado, unas ricas y deliciosas morcillas, de sangre, pasas, harina, un rustido y piñones, pero que él, esta vez no podría probar.