Enemigos íntimos

Day 2,139, 12:31 Published in Spain Portugal by Personahumana

Despierto en un lugar oscuro, húmedo y cálido, sentado a una silla de armazón metálico y cómodo asiento acolchado. No reconozco este sitio, y la escasa luz que consigue penetrar las ventanas tapiadas con carcomidas maderas claveteadas apenas distinguir algún objeto. De todas formas, me duele tremendamente la cabeza; tanto, que me hace cerrar los ojos con fuerza para concentrarme y conseguir conjurar en la medida de lo posible el terrible dolor que con intensas punzadas ataca desde mis sienes hasta mis hombros, en especial desde la parte izquierda de mi cabeza, donde además siento la carne palpitar exhausta, herida tal vez. Quiero tantearme para determinar si el líquido tibio que siento cubrir mi ojo izquierdo es, como temo, sangre propia, pero descubro que mis manos están unidas a mi asiento por bridas de plástico, al igual que mis pies a las patas del mismo. En un primer momento no entiendo qué pasa, aunque el miedo asciende de golpe a mi cara como una oleada de calor que es seguida por un sudor frio que cubre mi cara, mientras un nudo atora mi garganta, impidiendome tragar e, incluso, respirar. Forcejeo inutilmente tratando de liberarme, sin éxito. Entonces, el subidón de adrenalina me hace visualizar con flashes pedazos de recuerdos inconexos: el olor del pan recién hecho de la panadería donde entré esta mañana, los ojos asustados de una anciana que parece perdida, un fuerte dolor en la cabeza que coincide violentamente connla oscuridad total. Siento reproducirse el dolor en el lado izquierdo, ahora entumecido, y mis ojos se quedan fijos en la cara siniestra, inverosiblemente retorcida de la anciana que me pidió ayuda antes, su rostro desfigurado mirándome sin ojos desde lo alto de la mesa cercana a mi asiento: una careta de latex ahora informe dejada de cualquier forma junto a un listón de madera salpicado de sangre y con algunos cabellos pegados. Fíjate, ni una grieta, ni una fisura; muy buena madera. Tengo que preguntar de dónde la han sacado para hacerme con unas piezas y areglar el destrzo que causé en la sauna cuando vinieron a visitarme las gemelas.



- Que curioso, no pensé que fueses a sonreír tan tranquilo una vez despertases.

La voz viene de la semipenumbra de la sala, muy cerca de una ventana por la que entra muy poca luz, recortando solamente parte del perfil de un hombro y de la cara de mi interlocutor. Parece que ha visto la leve sonrisa que ha aflorado a mis labios al recordar el "percance" de la sauna. Su voz ha sonado divertida, con un toque de sorpresa, aunque no sé si ésta será auténtica.

Decide abandonar su posición, apoyado como estaba en la pared, y adentrarse en la penumbra por unos instantes, sorprendiéndome con el fogonazo de la luz eléctrica inundando de un golpe la sala, obligándome a cerrar los ojos con fuerza ante la agresión casi física que supone pasar de la total oscuridad a intensidad de la claridad.



Poco a poco entreabro los párpados y acepto la luminosidad con irritación, tratando a la vez de enfocar para reconocer al que sin duda es mi captor. Este me saluda con una amplia sonrisa de oreja a oreja desde el marco de la puerta, nuevamente apoyado en la pared.

- Kessler. -, digo con fastidio e irritación ante la evidente alegría del villano.

Tenía que haberlo imaginado. ¿Quién habría ideado una treta tan burda? Además, debí haber sospechado de la abuelita de dos metros que se me acercó y que olía más a whisky de lo que sería lógico; las ancianas huelen a anís y pacharán. Pero no puede estarse en tensión las veinticuatro horas al día, no es sano. Quiero decir que lo he intentado y puedo asegurar que no te ayuda a mantener el viente plano; vamos, que te hace sentir pesado; es decir, que hace que no vayas bien por dentro; bueno... ¡Que no cagas, vaya! Y también es malísimo para las relaciones interpersonales. Imagínate que estás practicando la postura del helicóptero koreano con tu chica y ella empieza a preguntarte por qué llevas un arma y mientras no dejas de mirar por la ventana. Da igual que inventes excusas, como que es un helicóptero de combate y por eso va armado, eso le corta el rollo. Y ni qué decir sobre lo mala que es la tensión para las cervicales...



El caso es que Kessler me ha atrapado y ya me tiene donde quería: semidesnudo y atado a una silla. ¿Soy el único al que esto le parece muy gay?

- Te veo bien. ¡Oh!, perdona mi descortesía: ¿te apetece algo de beber? ¿De picar, tal vez?
- Ahora que lo dices, te picaría en trocitos.
- Uf, que gracia más mala! Esperaba más de ti.
- Tienes razón, perdona. Es que me has pillado justo ahora que me he despertado y con una conmoción cerebral severa-, digo mirándole sin disimular mi rencor.
- Touché- dice mientras se lleva teatralmente una mano al pecho e improvisa una cara de pesar desmentida por la sonrisa que se perfila en la comisura de sus labios y en sus iris brillantes. - El caso es que, por fin, ¡te he atrapado!; te he ganado la partida.
- De momento.

Kessler ríe con exageración, marcando así su posición dominante, su evidente triunfo, y las pocas posibilidades de que mis palabras lleguen a hacerse realidad.



- ¿Cómo decís en tu tierra? Ah, sí: más moral que el Alcoyano.
- Me la agarras con la man...

¡Plaf! La onomatopeya de una sonora bofetada reverbera por toda la habitación hasta que su eco se apaga lentamente en las sucias paredes llenas de desconchones. O quizá sea que mi oído está trastocado del guantazo (opción más plausible). Dejo chorrear algo de saliva hasta el suelo antes de enderazarme para comprobar si sale sangre ya que noto su sabor metálico en la boca, aunque no debe ser demasiada pues no aprecio restos en mis babas. Kessler sigue sonriendo, pero no hay rastro de humor en esa mueca que cruza su rostro, sino triunfo.



- Te tengo donde quería, maldito deslenguado. Mírate ahí, semidesnudo, atado a la silla...-, deja la frase en el aire, el ceño levemente fruncido, dubitativo. - Eso parece algo gay, ¿no?
- Te lo iba a comentar...
- Bueno, sólo te quité la camisa para lavártela; la tenías llena de sangre- dice frontándose la nuca y con la mirada perdiéndose en el suelo, como haría un niño al que estuvieran riñendo.
- Ya, ¿y los pantalones?
- Eso no sé con qué demonios te lo habías manchado que me ha costado dios y ayuda limpiar todas las manchas a base de frotar y frotar a mano - dice ahora componiendo un gesto severo, muy propio de una madre riñendo a un niño.
- Espero que no te estés refiriendo al estampado: era a lunares.

La expresión de su cara pasa en unos pocos segundos de la sorpresa, con la boca desproporcionadamente abierta, a una vergüenza que la tiñe de rojo, tornando finalmente a una terrible expresión de ira desmesurada por la humillación. Decido quedarme con una media sonrisa de triunfo y sorna que le piquen el orgullo; nada comparado con lo que desearía, que sería reírme a carcajadas delante de él; peroese sería un escaso triunfo que conllevaría más pesares que alegrías.

- ¡Pues ahora los llevarás lisos!- grita mientras me da una colleja que me deja un doloroso hormigueo en el cuello. Ni siquiera mi contención me libra del castigo físico. Kessler desaparece de la habitación dando grandes zancadas, dejándome a solas con mi silla, aunque enseguida vuelve exultante, con la amplia sonrisa de disfrute de nuevo acoplada a la cara y con una bolsa de cuero negro muy gastada en las manos, una de esas que solían utilizar los médicos a principios del pasado siglo para llevar su instrumental. Los ruidos metálicos que escucho cuando la deposita sobre la mesa hacen que se me pongan los pelos de punta.



- ¡La hora de la risa!- espeta con evidente disfrute. Su cara recoge la misma expresión que descubriríamos en un niño que abre sus regalos de cumpleaños. No tarda en abrir la bolsa para empezar a hurgar en su interior mientras comienza a canturrear entre dientes. Al poco mete la mano en un bolsillo y saca un iPod que coloca sobre unos altavoces de mesa que no había visto antes por estar situados tras la máscara del disfraz de anciana. De golpe, una canción de Camela a todo volumen inunda la habitación, obligándome a retorcerme de dolor al no poder taparme los oídos.

- ¡Kessler, esto es una tortura! ¡Apaga eso!
- A ver si crees que estamos aquí para tomar el té-, comenta picado por mi comentario acerca de sus gustos musicales y alarga la mano hacia el aparatito para bajar el volumen y cambiar la canción por ‘Stuck in the middle with you’.
- Tío, esa da mal rollo. Pon otra.
- Pues claro que da mal rollo, ¡esa es la idea! Soy un psicópata y ahora voy a torturarte, la canción es para ponernos en situación.
- Tenías que poner una que ya había escogido Tarantino. ¿Por qué no has sido original y has escogido una propia? ¿Qué sé yo? ’Good feeling’, por ejemplo.
- Claro. ¿Y por qué no la B.S.O. de ‘La abeja Maya’?
- Eso sí que habría sido tortura, ¿ no crees? Muy mal gusto.
- Mira, déjame hacer mi rrabajo, vale? He planeado esto durante mucho tiempo.
- Si tú lo dices...- digo con aire condescenciente.
- ¡Cállate!- grita de forma seca, como una señal para dar por terminada la conversación, y gira sobre sus talones para situarse de nuevo ante la bolsa de médico. Me encanta sacarle de sus casillas, así que cuando empieza a sacar artilugios de aspecto quirúrgico le cuestiono sobre ellos por ver si puedo seguir por esa línea.

- Y ese, ¿para qué es?
- Para abrir la caja torácica.
- ¿Y ese otro?
- Para separar la piel de la carne.
- ¡Puagh, qué asco! ¿Y ese otro?
- Y este... - Kessler lo examina, con cara de extrañeza. - ¿Qué hace aquí el vaciador de melones? Claro, lo usé para sacarle el cerebro a aquel tipo; por eso no lo encontraba el otro día al hacer la macedonia.- Lo toma y lo examina bien a la luz, girándolo en varios sentidos, volviéndose hacia mí con una sonrisa fría, más próxima a la amenaza que al humor, dice- Pues quizá nos sirva, después de todo.

Ni que decir que su afirmación intranquiliza mi alma, más aún cuando le veo tomar un escalpelo con decisión, con la seguridad de haber hecho la elección correcta, llevando nuevamente la mano hacia el iPod para reiniciar la canción una vez más dirigiéndose directamente hacia mí.

-¡Alto!- grito en un desesperado intento de ganar tiempo para pensar en cómo salir de esta situación.
- ¿Qué paaaaaaaaaasa?- pregunta con gesto de cansada resignación el torturador en prácticas.
- Ese cacharro que tienes en la mano, ¿estará desinfectado, no?

La cara de pasmo de Kessler es un poema. Mira el escalpelo y después vuelve a mirarme a mí, atónito.

- Realmente, me sorprende que tengas ganas de bromear en un momento como este.
- No es broma, si no lo has desinfectado puedo pillar algo serio, y luego ya sabes como es esto del seguro médico: que si es culpa mía, que si no te pagan el tratamiento, que si vaya Ud. a reclamarle al causante del problema...
- Cabrones...
- Ya te digo.
- Bueno, pues déjame tranquilizarte porque, aunque es cierto que no he desinfectado el instrumental como habría que hacer para utilizarlo en una operación quirúrgica, no vas a salir vivo de aquí así que, ¿para qué preocuparse de nada más? Relájate.

Kessler intenta agarrarme de la cabellera para echar mi cabeza hacia atrás, y lo intenta no una, ni dos, sino hasta tres veces, sin conseguirlo (llevo el, pelo cortado al uno).

- Si sigues haciéndome masajes en el cuero cabelludo igual crece lo suficiente como para que puedas agarrármelolo- comento con sorna.
- ¡Cállate!- grita enfadado, y me palmea con fuerza la frente, empujando hacia atrás mi cabeza y dejando así expuesto mi cuello, que queda a merced de su escalpelo, que ahora siento deslizar, frío, por mi piel aterciopelada.



A Kessler se le cae la baba por la comisura de los labios. Está disfrutando.

- Mucho cuidadito con irritarme, que ya me he afeitado esta mañana y soy de piel delicada.
- Algún día tu chulería te va meter en un lío.
- Ah, entonces ¿no lo estoy ya? ¿Saldré de esta?
- ¡Cállate ya!

La hoja presiona fuerte y siento como rasga la piel y la sangre brota. Los ojos de Kessler se abren desmesuradamente, atentos, gozosos, deleitándose en el espectáculo que él mismo se está proporcionando, su cara tan cerca de la mía, apenas a unos 20 centímetros. Justo lo que estaba esperando. Cierro los puños con fuerza, intentando concentrar todas mis fuerza en un solo golpe, y lanzo un potente testarazo contra su cara desprotegida.

Es desagradable oír el crujido de una nariz al romperse, pero era mi única oportunidad una vez que Kessler acababa de probar el sabor de la sangre. Le veo retorciéndose delante mía, la sangre cayendo al suelo mientras gime como un cerdo con los ojos cerrados y las manos tratando de detener la hemorragia. El escalpelo está en mi regazo y hago lo posible por hacerlo llegar a una de mis manos sin que caiga al suelo, pero es difícil y finalmente el ruido metálico indica mi fracaso. Él sigue con lo suyo. Indluso aprendo insultos que nunca antes había oído (¡qué rica es la lengua de Cervantes!). Me tiro al suelo de lado para poder coger el acero cortante con mi mano derecha. Me duele todo el brazo, mi cuerpo lo comprime y siento como se abotarga al impedir que fluya correctamente la sangre, pero no puedo pararme, sé que tengo que liberarme antes que Kessler se reponga. Tanteo la herramienta, la agarro y empiezo a cortar la brida, aunque también me hiero varias veces y la sangre hace que la hoja resbale y sea complicado terminar con mi aprisionamiento, pero una vez que tengo la mano libre no tardo en cortar mis ataduras y levantarme como un rayo para ponerme en guardia, sólo para encontrar a mi apresador rodando por el suelo, manos en el rostro, lo que me permite preguntarle:

- ¿Estás bien?

Se vuelve con la cara enrojecida de ira, los ojos inyectados en sangre, pero cuando está a punto de escupir algún insulto o reproche le cierro la boca de un rodillazo, dejándole tirado, inconsciente, sangrando aún más abundantemente que antes, de modo que el color rojo empieza a dibujar el contorno de su perfil contra el suelo. Me quedo mirándole, planteándome seriamente si lo mejor no sería acabar allí y ahora con él, terminar con su sufrimiento e, incluso, con la vergüenza que tendrá de verse (otra vez) derrotado. Una pompa de sangre estalla de su nariz y me hace sonreír. Supongo que él es el villano que me hace sentir un héroe, mi némesis. Es estúpido pero siento que si le matase acabaría con una parte de mí (y obligaría a Plato a buscar un nuevo malvado). Descarto la idea tras meditar que, a fin de cuentas, la salsa de la vida se encuentra la mayoría de las veces en el contraste, en el enfrentamiento, en la dicotomía entre dos elementos opuestos; eso sí, mis discusiones con Kessler generalmente se han resuelto más a través del acto que del verbo, pero eso no quita peso a mi argumentación.



Parece que ya vuelve en sí así que decido despedirme con una llave estranguladora que, rodeando su cuello con un abrazo de seis segundos, le dejará dormidito. Le dejo reposar en una postura que le permita respirar habida cuenta que "se ha roto" la nariz; incluso le dejo una selección de música suave de su iPod. Sé que no lo va a saber apreciar, pero tampoco cabría esperar una tarjeta de agradecimiento después de todo.



Me largo tras aplicarme una venda que encuentro dentro de la bolsa de médico antiguo, preguntándome si tengo arroz en casa; me apetece a la cubana con un par de huevos fritos y salchichas. Hace meses que no lo pruebo.