Crímenes en guerra - 6ª parte

Day 2,459, 15:48 Published in Spain Portugal by Personahumana


Madrid, abril 2014 - Trachemys Scripta

“Por orden conjunta de la Presidencia de eEspaña y el Congreso representante de todos los ciudadanos eespañoles, se ordena detener y poner bajo arresto a todo miembro de las Fuerzas Armadas Forococheras bajo la acusación de alta traición al país, para lo cual se habilita a todo ciudadano español el poder de utilizar armas con las que poder llevar a cabo dicha misión.

Igualmente, se considerará un acto de alta traición cobijar, encubrir o ayudar de cualquier modo a todo miembro de dicha milicia.”


Rvega no entendía ese documento. Destacaba del resto por el membrete del Gabinete del Presidente y la firma del mismo al pie, pero nada en su contenido, del que destacaba el párrafo anterior, tenía sentido. Nunca había oído hablar de algo así, de una orden parecida. Además, ¿Qué sentido tenía arrestar a toda una milicia, desde su comandante al último recluta? Tenía que consultar a fuentes fiables al respecto.

Buscó en su mochila, metiendo la mano entre los pliegues, buscando la falsa costura cerrada con velcro en la que guardaba su móvil seguro, el que tenía para estos casos y del que sólo él conocía su existencia. Sólo tenía un número en los contactos, el cual seleccionó, esperando impaciente una respuesta.



- ¿Sí?
- Monte, soy yo. Escucha, hemos conseguido algo interesante por aquí.
- Rvega, ¿de qué hablas? ¿Es por tu misión?
- Sí. Mira, PH ha conseguido unos documentos, y hay uno que destaca. Parece oficial, pero su contenido es muy extraño, no sé si tú sabrás algo de ésto, estando como estás más cerca de las altas esferas. Habla de cosas casi increíbles que hay que confirmar.
- Escucha, sigue el procedimiento y envíaselo a mi ayudante, que es de total confianza...
- Un momento… Espera, espera, espera… - cortó Rvega al comandante de su milicia -. Aquí hay algo raro. - Sus ojos se dirigieron al mensaje titilante del antivirus en la parte inferior derecha de la pantalla del portátil. Lo abrió y encontró una señal de aviso de ejecución de un archivo maligno, pero que era incapaz de ser detenido. Empezó a teclear a toda velocidad pensando en que podrían estar intentando hackear su equipo, sin encontrar entradas a través del firewall. El ataque venía desde su propio equipo. ¡¿Ya estaban dentro?! Su sistema de protección era muy avanzado y aún así no se había detectado nada hasta ese momento. Quien quiera que lo estuviese haciendo tenía que ser muy bueno.

- Ahora te vuelvo a llamar- dijo colgando y dejando a Dr.Montecristo con la palabra en la boca.

Se lanzó a una lucha feroz contra el teclado, acelerando sus pulsaciones a medida que lo hacían las de su corazón por la rabia y el miedo mezclados, plasmados en la sequedad de su boca, la sensación de vulnerabilidad y sometimiento que le hacían perseguir las evoluciones del programa maligno a través de pantallas y comandos que no dejaban de sucederse en verde sobre negro a una altísima velocidad, tratando de correr más que la máquina para plantarle trampas con las que desvelar el secreto de su origen y lograr el doble objetivo de parar la ejecución y descubrir al autor de tan feroz ofensiva.

Y lo logró. Los primeros tres segundos fueron de confusión, de no poder comprender que aquel fuese el origen del programa malicioso, pero de repente lo vio todo claro. La idea le golpeó igual que cuando pulsas el interruptor en una habitación completamente a oscuras y la luminosidad es tan fuerte que lo llena todo, cegándote y haciéndote sentirla aunque cierres los párpados muy fuerte. Así vio Rvega el origen del ataque: el propio documento del Gabinete de Presidencia. Y él lo había activado al abrirlo.



La alerta de mensaje entrante en su bandeja de email saltó en ese momento con un pitido insistente e irritante, por lo que decidió abrirlo para no distraerse. Pero era raro que el remitente fuese el mismísimo Gabinete de Presidencia, y por eso decidió abrirlo… y lo que leyó le dejó de piedra: ¡era el mismo mensaje que acababa de leer! Era la denuncia de traición de las FAF… ¡se había propagado por la Red como un mensaje de spam de alta expansión! Miles de personas debían haberlo recibido en un instante, probablemente todos y cada uno de los ciudadanos del país. Ahora sí que era realmente urgente llamar a Monte para avisarle.

- Monte, soy yo otra vez.
- ¿Ya está el señor disponible?- dijo con sorna y un tanto de pique en el tono de la voz.
- Escucha, ésto es mucho más grave de lo que pudiésemos haber imaginado. Es… -suspiró para calmarse- es increíble.
- ¿De qué hablas? No me vengas con historias o te… -la conversación se cortó de golpe con unos bisbiseos entre Monte y alguien más-. Espera, Rvega, no cuelgues-. La mano debió tapar el micrófono pero no lo suficiente como para evitar que todo se llenase de un montón de gritos nerviosos realizados en modo imperativo y que acabaron reemplazados por el tono de comunicando con el que acabó en seco la llamada al cortarse.

No sabía qué hacer. Sintiéndose inútil e impotente, se dejó caer hacia atrás en la silla, los ojos clavados en la pantalla, la mirada perdida. ¿Qué demonios estaba pasando? ¿Qué sentido tenía todo aquello? No sabía qué hacer y PH la rumana estaban al caer. ¿Qué le diría? ¿Estaría ya al tanto del asunto?

Entonces el teléfono volvió a sonar.

- ¿Sí? - dijo nervioso, casi gritando al aparato, nada más pulsar el botón de 'descolgar'.
- Rvega, escucha: mando para allá un comando para neutralizar y detener inmediatamente a PH y a la chica.
- Pero, ¿qué dices? -Entonces se dio cuenta de lo que pasaba-. ¡Habéis recibido el mensaje! - dijo a modo de lamento-. ¿Tú crees todas esas acusaciones?
- Yo sólo creo que lo más seguro para él y para todos es tenerle bajo custodia hasta que todo se aclare. Entretenle mientras llega nuestro equipo de asalto; tenemos uno destacado en Madrid. No hagas nada hasta que lleguen.
- Pero…
- Escucha: es una puta orden. ¿Queda claro? - La exhortación de su Comandante dejó mudo al soldado del BdC.- Sigue las órdenes y todo saldrá bien.

Ahora sí que Rvega sintió hundirse su cuerpo, clavándose contra el asiento al percibir como el peso de la responsabilidad y el sentimiento de culpa por estar a punto de traicionar a un amigo paralizaban todos sus cansados músculos.




Madrid, abril 2014 - Personahumana

Después de casi una hora dando vueltas por la capital para asegurarnos de confundir todo rastro y detectar posibles perseguidores, poniendo a prueba las identificaciones que Ronina había conseguido para nosotros en varios controles rutinarios por la ciudad, confundiéndonos entre el ir y venir de vehículos y tropas de Asteria, dejamos el todoterreno aparcado junto a un acuartelamiento rumano y nos hicimos, gracias a la habilidad de la espía con los candados, con un par de discretas bicicletas con las que volvimos al piso franco donde Rvega estaría recogiendo el equipo y, en su caso, analizando la información que le había enviado desde la morgue.

Desde que descubriera el nombre del cadáver de Oporto, y a pesar de no dejar de estar en guardia ante cualquier posible situación de peligro, a mi mente no dejaban de llegar relámpagos de recuerdos antiguos, de imágenes del soldado que fuera Neospa en un briefing antes de un asalto al Parlamento Estatal en Oklahoma City, cuando apoyamos la invasión polaca; destellos de una fiesta de Navidad en un acuartelamiento en Sevilla, en un receso en el plan de contención defensiva de un ataque portugués desde el Algarve; risas en el concurso de FAFraoke, del que fue jurado... Apenas conocía a ese tipo, a ese FAFero tan notable, pero sentía su pérdida como la de un hermano, y más en las circunstancias en que se habían producido. Inevitablemente, miles de preguntas saltaban de nuevo y sin parar a mi mente, pero luchaba por apartarlas sin entrar en ninguna reflexión que, en realidad, de nada me servirían hasta no tener certezas fruto de las pruebas; y eso es lo que esperaba encontrar entre los documentos o, al menos, pistas que me llevasen a conseguir otras pistas, indicios, identidades; ideas de dónde buscar el cabo del hilo del que tirar para desentrañar la verdad. Aunque ese hilo bien pudiera ser un cable al final del cual estuviese conectada una bomba por detonar. Ese era mi mayor temor.

Pero... temor, ¿a qué? A encontrar algo importante, una trama urdida por grandes nombres en pos de un interés, quizá disfrazado como “común”, como bueno para toda la sociedad; excusas envolviendo una traición para el beneficio de unos pocos, de unas élites sobre otras. Ese era mi miedo, el de estar hundiendo los pies en una lucha interna entre facciones por el poder; miedo a estar dando un bocado más grande que el que, por posición, podría ser capaz de tragar. Pero ese miedo no me paralizaba, no me acobardaba; más al contrario, producía una reacción dentro de mí, una ira que empezaba como lo hace una buena barbacoa, con una pequeña llama que termina por provocar un intenso calor, una fiereza interior que no sólo me daba ánimos para enfrentarme a ese Destino, sino el vivo deseo de encararlo, de poner toda la carne en el asador para sacar a la luz todos los detalles y hacer justicia a un caído que ya no podía luchar esa batalla.

Volví en mí ante la puerta del piso, apretando la llave con tanta fuerza en mis manos que la sentía clavada en mi carne. Giré la cabeza para encontrar la mirada verde de Ronina, extrañada, muda su boca, expectante testigo de mis peleas internas con mis pensamientos, sigilosa, prudente. Al menos yo no la había sentido llamarme por mi nombre ni intentar sacarme del trance del que ahora me despertaba, dormido despierto, la frente perlada del mismo sudor que manaba cuando relataba al psiquiatra los hechos que me llevaran al diván hacía ya tanto tiempo.



Opté por meter la llave en la cerradura sin dar explicaciones, borrando a la vez todo recuerdo de dicha situación en ese momento para evitar preguntas que no tenía ganas ni intención de responder, dejando apartada en el fondo de la mente mi preocupación porque esos pensamientos se venían intercalando cada vez con mayor asiduidad entre mis reflexiones, heridas que creía sanadas pero que sólo habían estado tapadas por las medicinas de las que no conseguía suministro desde hacía un par de semanas. Es lo que tiene ir de un lado a otro de incógnito, no puede uno pedirse un tiempo muerto para pillarse unas rulas; no es tan fácil acercarse a la farmacia de guardia en medio de una guerra abierta.

Nada más entrar tomé el largo pasillo de casi veinte metros a través del cual se distribuían las habitaciones del piso. Ronina entró en la habitación que le habíamos cedido, la primera puerta a la derecha, pegada marco con marco con la sala que usábamos por turnos rotatorios Rvega y yo mismo para dar una cabezada. No me paré hasta el final del recorrido, dejando a mi izquierda la única puerta a ese lado en aquel pasillo y que daba entrada a una destartalada cocina de muebles sin puertas ni electrodomésticos útiles (salvo el inservible microondas, al que habíamos bautizado como “Toby” y al que Ronina había dibujado ojos y una optimista sonrisa en el polvo que lo cubría). Pasé por debajo del dintel de la puerta contigua al hogar de Toby para acceder al amplio salón donde los cuatro muebles semi cubiertos por feas sábanas raídas color sepia con deprimentes estampados florales que llenaban la estancia de cierto calor hogareño (quizá por el contraste con los vacíos dormitorios en los que sólo estaban nuestros macutos, víveres y sacos de dormir), encontrélando a Rvega sentado sobre la polvorienta sábana que envolvía un viejo sillón de piel marrón cuarteada, la cabeza descansando entre sus manos, cuatro metros alejado de la endeble mesa de escritorio sobre la que reposaba el portátil con el que trabajaba incansablemente y en cuya brillante pantalla aparecían abiertos una serie de documentos. Me dirigí hacia la luz del artefacto como un mosquito a la bombilla en una calurosa noche de verano mientras preguntaba al compañero si había descubierto algo interesante.

- Está todo copiado en este pendrive, ¿verdad?- dije extrayendo el artilugio y metiéndolo mecánicamente en uno de los mil bolsillos de mi guerrera mientras mi mirada por fin se centraba en las líneas del texto que permanecía abierto en el ordenador.

- PH, tenemos que hablar.
- Espera… -“Por orden conjunta de la Presidencia de eEspaña y el Congreso representante de todos los ciudadanos eespañoles…”- ¿Qué mierda es ésta? - dije girándome para encontrar a Rvega poniéndose lentamente en pie, una mano apoyada en uno de los brazos del sillón, la otra asiendo una pistola que, para mi sorpresa, apuntaba a mi pecho. - ¿Qué mierda…?- las palabras salían de mi boca sin fuerza, hasta quedar mudo ante aquella situación.

- Son órdenes.- dijo con sequedad, con la sequedad de un robot fabricado en frío acero, la mirada cansada, triste. - Lo mejor para todos es que te entregues; así nadie resultará herido.

El tipo al que hasta ese momento había podido llamar amigo decía esas palabras vacío de toda convicción, como un papagayo transmite mensajes a fuerza de repetir las frases una y otra y otra vez tras haberlas memorizado.

- ¿Lo mejor para quién? ¿Para quiénes?- dije con la inflexión que el enfado daba a mi voz, molesto, intentando abrir brecha en aquella falsa tranquilidad en su cara, tan débil que apenas podía ocultar la inseguridad en sus actos; quería hacer mella para tratar de averiguar algo que me diese pistas del terreno que estaba pisando.

Rvega me miró con un punto de extrañeza, como si no comprendiese a qué venía la pregunta; quizá por haber interiorizado el mensaje consideraba obvia la respuesta.

- Pues… para todos. Para ti, sobre todo.

Abrí la boca en la sonrisa que automáticamente se nos dibuja cuando oímos la mayor estupidez, sintiendo que te están tomando el pelo, dudando entre soltar o no una seca carcajada por la que al final me decanté para acentuar mi la ironía de la situación: “Estate tranquilo que ya te protejo yo apuntándote con un arma cargada”.

- ¿Para mí? - dije señalándome al punto al que se dirigia la pistola de Rvega y dando un paso adelante que le hizo erguir el brazo y apretar con más fuerza la empuñadura. No se me escapó el detalle de que su dedo pasó de reposar en el guardamonte a asentarse en el gatillo. Atrasé la zancada, pero endurecí el gesto de mi cara. - Sabes muy bien todo lo que estoy haciendo por resolver todo ésto. ¿Acaso crees que soy una amenaza para nadie por estar enrolado en las FAF? ¡Estoy actuando por mi cuenta, saltándome cualquier orden e investigando por la misma razón que lo haces tú!- La mirada de Rvega se desvió de mis ojos a mi pecho en ese momento. - Rvega, ¿qué pasa? ¿Por qué lo haces si no es por saber qué pasó de verdad? Tío, mírame.

Titubeaba. Pasó la lengua por los labios antes de responder.

- PH… - tomó aire por un instante.- Verás, además de todo eso, yo… yo informaba directamente a mi comandante de nuestra investigación.

Me quedé ojiplático. La intensidad de mi mirada de incredulidad le hizo mirar muy fijamente el cañón de su arma, como si buscase detenidamente cualquier resto de suciedad que pudiera quedar incrustada entre las ranuras, como una escapatoria a mi mirada incrédula e inquisidora.



No dije nada, ¡el pasmo me impedía articular cualquier cosa coherente! Sólo levanté las manos con las palmas hacia arriba para dejarlas caer sin fuerzas a los costados; me sentía vencido, terriblemente cansado. No podía creerlo; había dado toda mi confianza a alguien y ahora me sentía desprotegido, desarmado (literal y metafóricamente) ante él.

- Un equipo se dirige hacia aquí para evacuarnos a territorio bajo control eespañol. Por eso tienes que entregarte, para evitar cualquier daño cuando lleguen.

Volví a mirarle, desafiante, herido y cabreado. Estaba a punto de enviarle a un lugar desagradable cuando nos interrumpieron.

- ¿Qué pasa?

Ronina estaba en el quicio de la puerta, su mano colgando a la altura de la cadera, su arma bien agarrada, mirándonos alternativamente con mirada interrogante; su preciosa mirada verde. - ¿Por qué le apuntas?

Rvega ni siquiera le miraba, concentrado en apuntarme con total precisión al esternón, aunque le respondió:

- Hay orden de detener a todos los de su milicia por traición a eEspaña. Sería mejor que os sentéis y esperéis tranquilamente la llegada del equipo de extracción. Debe estar al llegar.

La mano de la chica se levantó como un resorte en dirección a Rvega, y él reaccionó devolviéndole la amenaza con la punta del arma. Sus miradas se cruzaron por encima de los cañones. - Entonces, ¿por qué no bajas el arma y te relajas tú también?

Se estudiaron. No podía adivinar qué se decían con la mirada. Probablemente sopesaban los resultados de un tiroteo en ese momento, sumando pros y contras en una balanza imaginaria, evaluando si eran capaces de fiarse el uno del otro, algo que no habían logrado en todo el tiempo que habíamos pasado juntos. Ambos habían confiado en mí, pero no entre sí, actuando como si una película transparente les hiciese mantener la distancia suficiente para estudiarse y controlarse. Eso parecía haberles bastado hasta ese momento; pero ahora esa red de confianzas se hacía tenue, imprecisa y muy frágil... si es que no había terminado por volatilizarse.

Pero ambos entendieron la inutilidad del duelo y comenzaron a descender lentamente sus armas, sosteniéndose los ojos, vigilantes. Yo espiré el aire retenido en los pulmones considerablemente aliviado, repasando mentalmente si había alguna posibilidad de escaparme, de no resignarme a ser capturado… pero cada idea me parecía más disparatada que la anterior y pronto empecé a pensar en lo que me esperaría al quedar bajo la jurisdicción militar eespañola, encerrado con compañeros que podían considerarme desertor desde que inicié mi cruzada personal el solitario.

Y entonces el Destino decidió barajar y repartir nuevas cartas. El cristal de una de las dos ventanas del salón saltó por los aires, dejando que un tubo cilíndrico cayera entre nosotros entre una retahíla de tintineos metálicos, atrayendo nuestra atención. Yo tuve el acierto de reaccionar por impulso cruzando los brazos ante mi cara y guiñando fuerte los párpados, pues en una milésima antes la granada aturdidora llenó el aire de una luz cegadora y un estallido ensordecedor, sorprendiéndome y haciéndome trastabillar hacia atrás hasta toparme con la mesa del portátil y caer con ella de espaldas, volcándola.



El resplandor en mis ojos parecía retirarse rápido a medida que parpadeaba a toda velocidad tratando de borrarlo, pero mis oídos eran incapaces de sentir nada más que un persistente pitido que parecía reverberar dentro de mi cabeza, atontándome lo suficiente como para que permitirme solamente ponerme de rodillas.Miré hacia mi izquierda para encontrar a mis acompañantes revolcándose en el suelo con ambas manos taponando sus orejas. El pitido atravesaba mi cerebro de parte a parte y me hacía marearme de tal manera que tuve que luchar con gran esfuerzo para contener una arcada.

Estando así se produjo un segundo estallido: ambas ventanas saltaron en miles de brillos cristalinos sobre nosotros, franqueando la entrada a dos espectros enteramente negros que, literalmente, volaron dentro, envueltos en el revuelo enloquecido de las blancas cortinas que se agitaban fuertemente, como si un ventilador gigante las empujara con gran fuerza desde el exterior con un viento frío que azotó mi rostro y me hizo despertar plenamente a la realidad. El ruido de las turbinas de los rotores del helicóptero Q4 que levitaba afuera llenó la estancia junto al resplandeciente cañón de luz de un potente foco pivotaba entre ambas ventanas, enmarcando a los negros asaltantes y proyectando sus sombras en largas alfombras estilizadas que se prolongaban hasta llenar el alto de la pareda nuestra espalda.

La figura a mi izquierda ya daba un paso al frente mientras apuntaba a los caídos que se retorcían en el suelo entre muestras de dolor, pero la que estaba ante mí vacilaba renqueante, luchando para liberarla con la cuerda con la que había descendido en rápel desde el tejado

El ruido de la turbina de los rotores del helicóptero Q4 que había fuera alumbrando la entrada de los soldados de asalto borró el desagradable pitido y activó en mi cerebro la señal de la esperanza, la de una salida desesperada a aquella situación de jaque mate. Una explosión detrás mía, en la puerta de entrada al piso, la que permitía al resto del comando de asalto del BdC avalanzarse por el pasillo fue el interruptor que activó en mi cabeza el resorte que me lanzaba, casi sin pensarlo, contra el hombre armado plantado ante mí, saltando desde mi posición arrodillada hacia él, bien plantado el codo a la altura de su cabeza, pillándole desprevenido aún en el forcejeo con su arma y la cuerda, lanzando con todas mis fuerzas un golpe contra su cara, sintiendo el crujir de huesos por el terrible impacto, proyectándonos a ambos hacia la ventana abierta. Sólo el tope de la barandilla de forja evitó la caída. La mitad del cuerpo del soldado quedó colgando fuera, en el vacío frío de la noche. Las aspas del helicóptero agitaban el aire y obligaban a entrecerrar los ojos, guiándome más por el tacto que por mi vista, por lo que a tientas busqué y encontré el mosquetón en el arnés del desvanecido infante para engancharlo a mi guerrera. El foco barrió la fachada para encontrarme así, forcejeando con el peso de mi acompañante, convirtiéndome en estrella no deseada de aquel truculento paripé; giré la cara para evitar el destello y encontré las guías rojas de las miras láser escaneando nerviosamente cada superficie del lugar, dirigiéndose indefectiblemente hacia la ventana. La suerte estaba echada: agarré la cuerda y empujé a mi acompañante para que nos arrastrase fuera de aquel improvisado escenario, hacia la oscuridad y el azar.



Es impresionante esa sensación de caer al vacío. Ese estremecimiento cuando tu estómago experimenta la ingravidez, justo antes de iniciar la aceleración hacia el suelo, en que sientes por un momento que estás dejado a tu suerte, que la mano de Dios te ha soltado por un momento para que experimentes la libertad pero también la inseguridad de ser zarandeado por las leyes que hacen girar al mundo. Ese fuerte sentimiento inconsciente que vence al razonamiento lógico de que estás sujeto a un cabo que es tu hilo de vida, que no impide que sudes frío tu miedo y que la guerrera te pese como plomo fundido. Por suerte esa cuerda que te sustenta te agita violentamente y te hace despertar a la realidad súbitamente, como el contraste de un cubetazo de agua helada sobre la piel ardiente en una cálida noche veraniega, la agitación feroz que es como un chute de adrenalina y te hace sentirte con los pies en la tierra aun estando como estaba a siete metros sobre el duro pavimento de hormigón. La sangre fluía fuertemente en mi cara, el calor me asfixiaba y necesitaba bajar rápido y librarme del fardo de mi acompañante, en cuya cara resbala brillante la máscara roja de la sangre, goteando sobre su pecho, sobre el nombre bordado en hilos de oro, L. Rampante. “Nada personal”, comenté sin mover los labios.

Pude levantar la vista por un momento para fijarme en el enorme círculo de luz que enmarcaba en la fachada la ventana por la que había entrado el otro soldado de asalto, el que encañonara a Ronina y Rvega. La distracción del foco en otro objetivo me daba un mínimo respiro para buscar el regulador que me permitía soltar cuerda hasta llegar al suelo. Pero nada más tocar el firme sentí el plomizo manto de luminosidad fijando mi silueta contra la calle gris. Cegado, llevé mi mano al mosquetón para dejar caer el cuerpo inconsciente de mi acompañante, abracé su arma contra mi pecho, y sólo pensé en huir del protagonismo, correr, correr, correr sin pararme
a mirar atrás, como si sintiese la lengua fría de la Muerte lamiendo los talones de mis sucias botas de guerra,consiguiendo perderme en la madeja de callejuelas mientras el haz lumínico parpadeaba por los recovecos de las esquinas, luchando por clavar mi sombra contra las fachadas de las estrechas calles entre las que me perdía, tratando de darme caza sin éxito.





Madrid, abril 2014 - brendam

- Qué bueno, viejo.

Lo había dicho con admiración, arrancándole un par de sonoras palmadas. La carrera del soldado entre los reflejos infinitos de luz persiguiéndole era trepidante. Su escapada no desmerecía en nada a su espectacular salto desde la balconada, cuando arrastró consigo al otro pibe, le desarmó y lo dejó tirado en la acera, inerte.

Sus dos compañeros asintieron desde los asientos delanteros del carro, el uno sin despegar las manos del volante, el otro apurando una calada al exiguo cigarro que brillaba como una luciérnaga entre sus dedos, iluminando por un instante la alargada cicatriz que dibujaba el contorno de su cara desde detrás de su oreja izquierda hasta su mal afeitado mentón.

La escena era digna de una cinta de acción, y el tipo aún tenía fuerzas para perderse entre las calles de Madrid en plena noche y salvar la piel del comando de élite. La noche prometía acción desde que les ordenaron la vigilancia del piso. Sabían que iba a producirse la extracción y su misión era, en principio, supervisar discretamente que todo saliese bien. En teoría, todo debía haberse llevado de forma discreta, para no alertar a las patrullas rumanas, y que no llegarían por intervención de su mando; este asunto se lo reservaban para ellos. Quizá los asaltantes habían reevaluado los riesgos y se lo habían pensado mejor; quizá algo se había torcido. Quizá el tipo era en verdad tan peligroso como para merecer su captura por la fuerza. El caso es que no se habían cumplido los planes, y tras reportarlo les habían ordenado que lo neutralizasen. No pudo contener una sonrisa: sería divertido atraparle.

- Los tiene bien puestos, el pibe. - volvió a afirmar. - Lástima que seamos nosotros quienes tengamos que acabar su suerte.

Y esta frase sonó como una señal convenida: el conductor hizo girar la llave para arrancar el carro mientras el compañero arrojaba la colilla por la ventanilla, expulsando todo el humo de sus pulmones mientras amartillaba el arma que llevaba en su regazo.



- Vamos.

El Renault Clio negro enfiló a la oscuridad con los faros apagados, siguiendo los pasos del fugitivo procurando no atraer la atención del foco que aún se agitaba inquieto en su búsqueda desesperada e inútil.




Madrid, abril 2014 - Personahumana

Mi carrera desemboca en una gran avenida. Parapetado detrás de la esquina, observo el camino de negrura que han recorrido mis pasos hasta allí para comprobar que, efectivamente, nadie me está siguiendo. La respiración agitada me impide oír bien, y trato de ahogarla para no delatar mi posición caso de que alguien esté cerca. Me dejo caer de rodillas, respirando fuerte, profundamente, intentando llenarme los pulmones sin conseguirlo, paseando la mirada alrededor para situarme. Nada, nadie…

Un coche negro aparece desde una calle lateral, circulando muy despacio, muy lento. Parece que vayan paseando a Miss Daisy… a las 2 de la madrugada. Es un coche pequeño, un Renault Clio con dos ocupantes… No, no, la luz de una farola me permite distinguir en el contraluz de la luna trasera la efigie de un tercer ocupante. No parecen tener ninguna prisa. Parece que me ven agachado, y siguen avanzando. Me incorporo para situarme detrás de los coches aparcados junto al bordillo, vigilando a aquellos tipos. El que va de acompañante no esconde que me ha visto; al contrario: levanta la mano, a modo de saludo. Fuerzo la mirada por ver si distingo algo: su cara, los distintivos de su uniforme… pero es imposible a esta distancia. El coche aún reduce más la marcha, hasta la detención absoluta hasta un prudencial distancia de donde me sitúo, en doble fila. El tipo aún saca la cabeza por la ventanilla, sonriente.

- ¡Ché, amigo! ¡Acérquese!

Argentinos. Supongo que mercenarios que se han acercado a eEspaña para apoyar a los rumanos en su guerra por borrarnos. A pesar del cansancio me pongo en total tensión. Hago lo posible por que se vea la bandera serbia en mi manga, pero... ¿no se han dirigido a mí directamente en castellano, dando por sentado que no soy rumano? Apreso con fuerza el arma, poniéndome en guardia.

- ¡Pibe, mirá, que no mordemos! Sólo necesitamos una indicación! ¡Échanos un cable!

El tipo agitaba la mano, llamándome, sonriendo… demasiado. Como un prestidigitador, su mano y su sonrisa trataban de hurtarme el gesto de la otra zarpa. Me costó darme cuenta, me costó demasiado. Porque el gesto del sicario cambió tan radical y rápidamente como tornó Hannah Montana a Miley Cyrus, acompañando la mutación facial con una ráfaga de fuego y plomo en mi dirección. Recibiendo la punzada de ardor de una de una bala en el hombro, me dejé caer tras el parapeto de un coche, achicándome lo más posible tras la carrocería para protegerme de la lluvia mortal, apretando los dientes para mitigar el dolor.

El ruido cesó al terminarse el cargador. Y me la jugué. No sabía si los demás argentinos portarían armas, pero me levanté como un rayo y disparé, y el coche comenzó a llenarse agujeros como un gruyere de metal. Chispas saltando entre gritos de dolor y miedo, rocié a conciencia tanto la parte delantera del vehículo como la trasera mientras mi mente me lanzaba recuerdos traídos desde hacía mucho tiempo atrás, simultaneando las imágenes de otro cuerpo triturado por las balas con los que se agitaban por la ira de mi ataque, y reviví la muerte, el dolor, la sangre y las pesadillas que arrastraba desde Texas. No paré hasta que mi propio cargador quedó vacío, paralizado con el dedo encasquillado en modo “Muerte”, el percutor lanzándome el ruido sordo y repetitivo de su martilleo incesante.



Un gemido desde el asiento trasero me arrancó de mi éxtasis paranoico; dejé caer el cargador y coloqué uno nuevo, aproximándome con precaución al emisor del estertóreo lamento.

- Ché… cof, cof… Maldito boludo. No te confundas, no puedes pararlo, ja, ja, ja ¡cof, cof, cof! - Tosía sangre.

- ¿De qué hablas? - interrogué, amenazante con mi arma.

- Los hijos de roto2 no pueden luchar contra el Destino, español, ja, ja, ja. ¡Estáis condenados! ¡¡Cof, cof, cof!! - empezó a toser descontrolado, su sonrisa se transmutó en amarga mueca de dolor, ahogado por sus propios fluidos, derrotado sobre su último aposento, teñido en el calor de su propia sangre.

Contemplé entre sorprendido e irritado el semblante inerte de aquel tipo y me acerqué para palpar en su pecho en busca de sus placas. Las arranqué con tirón seco y las guardé en mi guerrera, en el mismo bolsillo donde guardara el pendrive lleno de información. Después me acerqué al puesto del conductor, abrí la puerta, sujetando el cuerpo del yaciente para evitar que cayese fuera del coche, y accione el resorte con el que abrir la tapa del depósito de combustible. Rebusqué entre mis cosas y saqué un largo pañuelo que introduje para que se empapara de gasolina. Prendí el fuego con una cerilla de campaña y me alejé del Clio tranquilamente, inspeccionando la herida en mi brazo y limpiandola, preparando el vendaje con que protegerla.

Ya estaba lejos cuando el vehículo explotó y quedó envuelto en llamas, protegiendo la identidad de sus acompañantes.






Continuará…