Crímenes en guerra - 2ª parte

Day 2,232, 10:08 Published in Spain Portugal by Personahumana


Oporto, diciembre de 2013.

Un estruendo llena de golpe la habitación y me arranca del profundo sueño en que estaba sumido. Me asomo a la ventana para encontrarme un coche empotrado contra una camioneta de reparto. El repartidor sale con ojos desencajados del vehículo, mirando incrédulo la prolongación que acaban de acoplarle a su vehículo, y al levantar la mirada su cara expresa una enorme sorpresa (ojos como platos, boca entreabierta) para quedar cubierta con una amplia sonrisa: la mujer frente a él, con las manos en la cabeza, luce un frondoso bigote postizo, similar al de Mario Bros. Es un símbolo de la resistencia pasiva de la población portuguesa ante la ocupación española, y la visión del pelo bajo la nariz de la chica hace sonreír al repartidor de pelo trigueño. Ese vínculo común hace que las maneras cambien y que rellenen el parte de accidente entre sonrisas. Es el mágico bálsamo de poseer un enemigo común, que une más que la sangre.



Ni me molesto en mirar mi reloj; sé que apenas faltarán unos minutos para que suene la alarma del despertador y ya no merecerá la pena echarme de nuevo, así que paso a la ducha, rápida y caliente, que me ayuda a eliminar los coletazos del efecto de las medicinas que me ayudana dormir sin sueños, sueños en los que recreaba una y otra vez la imagen del texano tiroteado en su coche. Las drogas me dejan dormir, aunque, curiosamente, recordar que no tengo sueños me hace rememorar el por qué no los tengo y pienso de nuevo en ello, una y otra y otra vez. Al menos no lo hago de noche y estoy descansado, pero mi día pasa entre flashbacks insufribles. Me “despierto” de ese pensamiento con la taza de café frío en la mano, vestido ya para salir al frío de la ciudad en invierno.

Me gusta salir y sentir el golpe del frío en la cara, como un bálsamo sanador que bloquea mis pensamientos negativos y me alivia, sintiendo la cabeza liviana y despejada. Las miradas de los transeúntes también podrían contribuir a mi curación pues son glaciares; las insignias de mi uniforme producen el efecto contrario que los bigotes de los portuenses, pero prefiero vivir entre los habitantes de la ciudad que en la base militar: el pan es más sabroso, los colores son más vivos y es más difícil que caiga un ataque portugués sobre un barrio habitado por portugueses que sobre un campamento español.

La verdad es que necesito la mente calmada hoy. No dejo de pensar en ello mientras subo en el coche (tras inspeccionar los bajos) y arrancar. Primera vez que me voy a presentar ante mi nuevo jefe; esta nueva oportunidad regalada por un comandante comprensivo, al que alivió recibir mi dimisión, lo que permitió a las fuerzas españolas salvar en cierta forma la cara del error del tiroteo ante los medios norteamericanos. Flashes y artículos de opinión, amén de otro robo en el Banco de España (¡país!), acabaron diluyendo el asunto (y el tema de mi dimisión, que acabó en una mera degradación desde capitán a sargento) entre ríos de tinta y debates abocados a la nada. No obstante, el regalo también conllevaba relegarme a tareas de polícia militar en zonas bien alejadas del frente, donde no hubiese más acción que la de contener peleas de borrachos en los bares del puerto y mantener el orden en la base y zonas aledañas; casi un retiro dorado, si fuese amantes de los sudokus y la papiroflexia.



Llego a la entrada de la base, vacía aún. La gente es más propensa a llegar con el tiempo justo que desahogadamente, con todo el tiempo del mundo para aparcar en un buen sitio, y tomarse ese brebaje negro y maloliente que habían encerrado dentro de una cafetera igual que podrían haber vertido en un bidón de tratamiento de residuos radiactivos; casi llego a buscar las cámaras ocultas por si aquello era una broma, pero no: en efecto, eso era el “café” que preparaban allí. El diario del día casi parece caliente en mis manos, como un pan recién sacado del horno, anunciando a dos columnas una revuelta portuguesa para liberar Lisboa. La noticia comparte portada con los problemas del IAN pues todo el mundo sabe que el levantamiento sólo aspira a un nuevo fracaso, sensación compartida por un alto mando español mostrando su absoluta tranquilidad al respecto. Apenas presto atención a la palabra escrita, con la mente centrada en el corto plazo, en la entrevista para la que estaba convocado. Por ejemplo, el hecho mismo de que la Comisaría esté dirigida por un comandante de una milicia distinta a la mía, Spectra, y la continua lucha por sumar méritos (entre otros miles de asuntos) ha ido sembrando una improductiva rivalidad inter milicias que en demasiadas ocasiones ha desembocado en situaciones incómodas, tensas e, incluso, surrealistas que han producido perjuicios para muchos, y beneficios para ninguno. Pero no quiero poner la venda antes de la herida, pues las referencias que tengo de la persona al cargo son inmejorables, por lo que apelo al Destino para que me indique el camino que los astros me hayan marcado.



Dan las nueve en el reloj de pared y un eficiente secretario me anuncia que acceda al despacho del Comisario. Entré sacando pecho, cuadrándome y haciendo resonar mis tacones, creando un eco que me hace percatarme de la desnudez de la estancia: paredes vacías, con la bandera de España en una esquina, casi arrumbada, apenas un par de fotos sobre el escritorio de madera oscura, con la documentación pulcramente recogida en bandejas, lápices y bolígrafos en el lapicero; todo perfectamente limpio, higiénico, aséptico. Apostaría que podría tomarme el desayuno sobre esa mesa con más tranquilidad que en los platos donde servían la comida del hospital militar en el que pasé dos semanas. El oficial sentado tras la mesa, en mangas de camisa, la chaqueta reposando en el respaldo de su cómodo sillón giratorio pronuncia un seco “Descanse” sin despegar la mirada del detallado informe referente a mi persona (un grueso montón de papeles sobre el que reconozco mi fotografía con el uniforme), su mano derecha apretando y aflojando uno de esos chismes antiestrés de gomaespuma, en este caso con la forma de un patito de goma de esos que acompañan los momentos en que se rellena la bañera de agua caliente y espuma. La violencia de los estrujamientos no parece un buen presagio para el que relata.



- He releído este informe unas cuantas veces desde que tuve conocimiento de su traslado, sargento; y, francamente, no entiendo cómo demonios ha conseguido salvar su culo y acabar bajo mi mando. Aunque siendo franco, me importa un carajo. Sólo debe saber Usted que no me gusta; odio los enchufados hijos de alguien importante o amigos de aquél otro; supongo que en su caso debe ser por lo segundo. Perdone que no llore de pena tras conocer su historia, pero si hubiese que mandar a la retaguardia a cada uno que sufre por ver cómo matan un hombre no tendría ni un soldado sirviendo en esta comisaría. En fin, la orden viene desde demasiado arriba como para poder librarme de Cargar con Usted; pero se lo advierto: no admitiré ninguna queja ni cagada por su parte. A la más mínima, patearé su trasero tan fuerte que no podrá sentarse en dos meses. Retírese… a menos que tenga alguna pregunta...

- No, Comisario Chuchi.

- Perfecto. Pida a mi secretario que le coloca por algún lado y empiece a trabajar, los expedientes se acumulan, y siendo el último mono le va a tocar tragar con el trabajo pesado. Espero que haya traído un buen antiácido- comentó con una mueca que podría haber pasado, siendo en extremo optimista, por un atisbo de sonrisa.

- Siempre he tenido buen estómago, señor.

- Lárguese.

Salgo del despacho precedido por un secretario que, sin duda, ha estado escuchando la conversación por la sonrisa de sus ojos al recibirme con la puerta abierta; me acompaña a mi puesto, una vieja mesa con un gran montón de papeles desordenados, un par de tazas de café repletas de colillas, material de oficina variado, un ordenador que parece sacado de un museo ex profeso para un servidor, lápices sin punta, gomas desmenuzadas en pequeños trozos... Los colegas me miran por encima del hombro, con evidentes muestras de desagrado; quizá estoy en la mesa de un compañero suyo, quizá simplemente estén preparando una fiesta sorpresa (je, je, je… yo tampoco lo creo). Suspiro profundamente al sentarme en la silla, cierro los ojos y pienso: “Ha ido mucho mejor de lo que pensaba”.



Continuará…




1er. Clasificado Premios Espaugyl de Literatura, Noviembre 2013