113 años de soledad [Concurso Literario]

Day 2,903, 01:28 Published in Uruguay Uruguay by Rodrigo Zeballos



Había una vez una noche oscura.

No, había una vez una noche tenebrosa.
Es decir, una noche oscura y tenebrosa.
¿Qué se puede decir de la noche, además de que es oscura y tenebrosa?

Empezaré mejor por lo importante:

Había una vez un hombre.

No, había una vez un hombre con una libreta.
Es decir, había una vez un hombre con una pluma y una libreta.

Se encontraba en la tumba de Rufina Cambaceres, en el Cementerio de la Recoleta, en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, para ser exactos. Corría la noche del 31 de octubre del año 2015. Para quienes no tienen el gusto de conocer a Rufina Cambaceres, ella es la joven que murió dos veces.

Ernesto, que se había metido a escondidas en el Cementerio, tenía la creencia de que en la víspera de Hallowen, apuntando hacia la medianoche, en el momento en que parece que la Luna se agranda y te persigue, los espíritus de los muertos salían de sus tumbas para poder, al menos una vez al año, festejar en el Mundo de los Vivos. Ernesto, que era un romántico del alma y que tenía una extraña fasinación por la muerte, finalmente podría comprobarlo.

Todo comenzó a las 0😇3, cuando un grito de auxilio surgió desde lo más profundo del Mauselo en donde Rufina no descansaba en paz. Rufina murió a la edad de 19 años, de una de las formas más terribles que una persona podría imaginar.

Se dice que fruto de un ataque de catalepsia, el 31 de mayo de 1902, se la dió por muerta. La joven de apenas 19 años ya no respiraba ni tenía pulso. Pero la verdad es que esa todavía no era su hora. La temible muerte le tenía una sorpresa más.

Aquella noche Rufina Cambaceres fué enterrada viva. Sus familiares, en cambio, no lo supieron hasta llegado el momento de abrir de nuevo su tumba, en donde descubrieron el cuerpo de la joven mujer reclinado hacia un costado. Y cuando lo pusieron derecho, la sorpresa fué mayúscula. Su cara, toda arañada, por la desesperación; sus uñas, arrancadas, y las marcas que había hecho, sobre el interior del carísimo ataúd. Tan desesperada estaba, que llegó a arrancar su ojo derecho.

Habían abierto la tumba, habían profanado su espíritu y en ese mismísimo instante, su alma estuvo condenada a permanecer en el medio de la vida y de la muerte para siempre; Rufina se convirtió en una parte más de las tantas leyendas de Buenos Aires. Rufina es una parte de la historia del cementerio.

Su imágen, por siempre sería recordada. Rufina Cambaceres, la jóven de 19 años que fué enterrada viva. Se dice, que por las noches, se la puede ver vagar por el cementerio, profiriendo gritos de dolor, de angustia y de desesperación. Los mismos gritos que escuchó el guardia del Cementerio cuando se sintió convencido de convocar a la familia para abrir el ataúd.

Los mismos gritos que había sentido Ernesto en esa noche fría de primavera, casi 113 años después. La primavera también se ponía de luto junto a Rufina, en este oscuro día de Hallowen. Ernesto se levantó sobresaltado pero no logró ver nada, debido principalmente a la expesa niebla. El cielo gris comenzó a llorar y un velo de densidad se tensaba sobre la cresta rosada de Ernesto. Sí, Ernesto era un hombre bastante excéntrico y tenía una cresta rosada. La lluvia golpeaba con intensidad contra el piso de tierra. A Ernesto le gustaba hacerle visitas a los Cementerios, por la noche, en especial desde que había leído "Retrum", el fantástico libro de Francesc Miralles. También le gustaba llevar su libreta a todas partes y escribir sus historias, contadas en tercera persona. Soñaba con publicarlas alguna vez.

Cuando se empezó a sentir pesado, tuvo la sensación de no poder levantarse del suelo. Sus párpados estaban pegados a la parte de abajo de sus ojos. Trató de abrirlos y de levantarse. Lo intentó con fuerza moderada, pero sólo hasta que notó la tibia respiración que le generaba escalofríos en el cuello. Escuchó, en un susurro, a una joven mujer gritando su nombre. No necesitó más que eso para levantarse de un salto. Pero no había nadie, no físicamente. Pero Ernesto sabía que no estaba solo. Sabía que había algo más.

Pero la tragedia comenzó cuando -escribiendo en su diario-, notó que una pequeña arañita, negra y oscura, caminaba por su mano. No le temía a las arañas, pero el dolor de la mordida que el insecto le había propinado no era una sensación agradable de sentir.

De pronto se sintó cansado y abatido, y sin poder resistirse se sumió en un sueño profundo. En su sueño, una mujer apareció, caminando, con un larguísimo vestido negro, directo hacia él. Y con su voz de terciopelo, quitándose el velo oscuro de la cara, susurró:

-Hola, Ernesto. Me he sentido sola mucho tiempo. Hace ya 113 años -le dijo, dejando caer una lágrima al suelo desde su ojo izquierdo, el único ojo que no se había arrancado durante aquella noche de eterna desesperación-. La verdad es que tu compañía me gusta de veras. Supongo que después de tanto tiempo muerta, un poco de calor humano me permite volver a ver la oscuridad de la noche, y de un modo diferente. ¿Sabes, Ernesto?

Ernesto, pálido como un muerto, atinó a decir, simplemente y nada más que: "Rufina Cambaceres..."

Ella lo miró, pero su gesto ya no era el de una niña dulce. Ella lo miró, pero miró mucho más allá. Miró hacia adentro de sus ojos, y lentamente se fue acercando. Rufina lo besó, claro que lo hizo. Ernesto no pudo hacer nada. El frío del beso empezó a propagarse por todo su cuerpo. Súbitamente Ernesto dejó caer su lapiz y su libreta. Su respiración se paró de golpe y su corazón dejó de bombear la sangre, la sangre que Rufina hacía más de un siglo llevaba esperando. Eran las 3:33 y Ernesto yacía en el suelo.

Rufina se sacó un guante, y su mano de huesos corroídos, que alguna vez supo ser la mano de una joven mujer, que alguna vez supo raspar con desesperación el interior del ataúd en donde sus padres la habían enterrado viva, esas mismas manos tomaron ese mismo lápiz, y esa misma hoja. Esas mismas manos que 113 años atrás habían sido destruídas contra la tapa del ataúd, en el vano intento de salvar a la jóven Rufina Cambaceres, enterrada en vida, garabatearon entonces las gélidas letras, en esa misma hoja.

La misma hoja que hoy encontré sobre un costado del Mausoleo en donde descansa Rufina Cambaceres. La misma hoja que encontré, esta tarde, a unos pocos metros del cadáver de Ernesto Pereyra Lemos, aparentemente muerto. La misma hoja que me propuse transcribir en esta computadora, para todos ustedes.

Ella escribió, en esa misma hoja.
Ella puso, simplemente:

En tu muerte hallaré,
la dulce compañía,
que no pude tener,
durante tanto tiempo.

Un siglo esperé,
y hoy te tengo conmigo

no olviden esconder el cuerpo
no olviden enterrar el cadaver
no lo dejen salir, por favor
permitan que me acompañe,
en esta sublime eternidad

no vaya a ser que,
por un capricho del destino,
por la fatalidad de un deseo,
o por la fuerza de un beso
esta noche aparezca,
un rasguño en tu cuerpo,
una cara en tu ventana,
o un beso en tus sueños,
que te haga asistir a nuestra boda

quien sabe, si quizás,
mientras estás leyendo esto,
no sentirás,
la respiración de una dama en tu cuello
el susurro de un grito,
o las manos frías de un muerto,
ten cuidado
por la noche,
que en estas fechas
quienes ya no están,
adoran observarte dormir