El Delirio de Shaoran

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En un vasto país, bajo cielos de azul,
vivía un hombre, con título singular.
De aspecto débil, andar regular,
soñaba con poder, deseaba su tul.

No era su fuerza, sino su ambición,
la que lo llevaba a querer dominar.
En su corazón, un deseo de mandar,
aunque su mano temblaba sin razón.

Soñaba despierto con ser un gran líder,
imaginaba multitudes aclamándole.
En su mente, veía naciones doblegándose,
pero en la realidad, era un simple ser.

Sus discursos llenos de pompa y brillo,
pretendían mostrar un hombre de acero.
Pero en los momentos de verdadera prueba,
su voluntad flaqueaba, como tenue brillo.

Se creía el mejor, el más astuto,
por encima del pueblo que gobernaba.
Pensaba que su visión los guiaba,
aunque su juicio era ciego y diminuto.

Prometía grandeza, orden y ley,
pero sus actos eran inconsistentes.
Cada palabra suya, en boca de gentes,
sonaba vacía, sin fuerza ni grey.

El pueblo lo escuchaba con resignación,
viendo en él un sueño de grandeza rota.
Sabían que su ambición era una nota,
en una canción de falsa salvación.

En su despacho, con espejos dorados,
ensayaba su rostro, su pose ideal.
Soñaba con un mundo bajo su sinal,
pero la verdad, sus sueños desmoronados.

A veces, frente al espejo, se veía grande,
pero al volverse, la imagen cambiaba.
La realidad, su figura opacaba,
y el reflejo mostraba un hombre errante.

El pueblo, con sabiduría callada,
miraba sus gestos, sus falsas promesas.
Sabían que su reino de torpes piezas,
era un castillo de arena y nada.

Intentaba imponer su voluntad débil,
con decretos vacíos, leyes sin eco.
Mas el poder no se gana con mereco,
sino con actos firmes, con mano leve.

Los rumores crecían en cada esquina,
las voces decían "él está desnudo".
Pero él, en su torre, ajeno a lo rudo,
creía que su traje era obra divina.

Cada día, en su mente se erigía
como el gran salvador, el hombre supremo.
Sin ver que su mandato era un memo,
una nota olvidada, sin hegemonía.

Los consejeros, con falsa adulación,
alimentaban su frágil fantasía.
Le decían que su camino era guía,
mientras planeaban su propia evasión.

Un día, el viento cambió su dirección,
y las voces del pueblo se alzaron firmes.
"Ya basta", dijeron, "sin más patetismos,
queremos un líder con justa visión".

El hombre que soñaba con ser titán,
se encontró frente a un mar de disidencia.
Su castillo de sueños, sin consistencia,
se desmoronaba ante el clamor sán.

El pueblo le enseñó, sin violencia ni rencor,
que el poder no se impone con simple deseo.
Que el verdadero liderazgo es un empleo,
de justicia, valor, y no de terror.

Así, el hombre que quiso ser grande,
aprendió que su visión era vana.
Enfrentado a la verdad más llana,
su ilusión se rompió, como frágil diamante.

El vasto país, bajo cielos de azul,
recuperó su camino, su rumbo claro.
Dejando atrás los sueños de un faro,
que nunca brilló, que nunca fue turul.

La historia recuerda al hombre pequeño,
que soñaba con ser un dictador de renombre.
Pero en su debilidad, perdió su nombre,
y su nombre era Li Shaoran.