Por qué Marx estaba equivocado y aun así triunfa. ¿Existe la derecha?.

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Por Andres Irazuste

“(…) en la mayor parte del mundo occidental hasta los más decididos adversarios del Socialismo reciben de fuentes socialistas conocimientos sobre una mayoría de temas sobre los que no tienen información de primera mano. (…) muchos de los que se creen decididos opositores de ese sistema de pensamiento se convierten de hecho en difusores efectivos de sus ideas. ¿Quién no conoce al hombre práctico, que en su propio campo denuncia el Socialismo como “perniciosa podredumbre”, pero, cuando da un paso fuera de su campo, le brota el Socialismo como a cualquier periodista de izquierda?”

Friedrich Hayek: “Los intelectuales y el socialismo”

Por qué Marx estaba equivocado y aun así triunfa. ¿Existe la derecha?

Siendo un neófito adolescente tardío de dieciocho años entré a las aulas de psicología en sus aposentos estatales, en los ciernes del siglo XXI. No fueron sólo los escombros, las telarañas o los pastizales con sus asquerosas ratas que invadían el patio de aquel edificio lo que llamaron mi atención, pues estamos acostumbrados a que lo estatal sea sinónimo de malas condiciones edilicias y adversidades burocráticas de todo tipo. Hoy este edificio luce infraestructuralmente muy distinto (aunque no fue ello gracias al Estado). Sin embargo, otra cuestión captó mi atención en aquel entonces cuando aún el edificio no era tan bonito a los ojos: siendo que yo había ingresado a una carrera de grado deseando estudiar psicología, desde el primer momento asistí a cursos teóricos donde se hablaba mucho sobre Karl Marx. Marx lo atravesaba y lo impregnaba todo: las discusiones sobre epistemología, filosofía, las clases de sociología, de ética, de psicoanálisis. Marx estaba allí, siempre presente como un solemne monumento de ideas de bronce. Marx parecía una hermosa obsesión y algo críptico a desentrañar. Al igual que las palabras socialismo, dialéctica, lucha de clases.Die deutsche Ideologie (La ideología alemana) de Marx fue uno de los primeros textos que tuve que leer para mis cursos. Se nos pedía sólo un par de capítulos, pero yo, ya intelectualmente ávido, la abarqué toda. Más aún: fragmentos de esta obra, junto a las famosas Thesen über Feuerbach (Las Tesis sobre Feuerbach) eran usados para pensar la praxis clínica del terapeuta, o los problemas y cuestiones sociales en general. Yo no lograba comprender qué diablos tenía que ver todo aquello con la psicología, pero siendo aun intelectualmente muy neófito, mi pensamiento permanecía de buena fe: ya llegará el día en que lo comprenda, decía en mi diálogo interior. Ese día jamás llegó, pero ahora puedo comprender otras cuestiones, así como también por qué no ha llegado, o por qué las ideas de esta figura pululan y florecen como la maleza de las aceras urbanas en los lugares y espacios más recónditos de la cultura. El historiador Paul Johnson nos dice que: “El impacto que ha tenido Karl Marx sobre acontecimientos reales, como también sobre las mentes de hombres y mujeres, ha sido mayor que el de cualquier otro intelectual de los tiempos modernos. La razón de esto no se encuentra fundamentalmente en el atractivo de sus conceptos y metodología, pese a que ambos tienen un fuerte encanto para espíritus carentes de rigor, sino en el hecho de que su filosofía fue institucionalizada en dos de los países más grandes del mundo, Rusia y China, y sus numerosos satélites (…) La noción de que el marxismo es una ciencia, en un sentido en que ninguna otra filosofía lo fue o podrá llegar a ser, está implantada en la doctrina oficial de los estados fundados por sus seguidores, de modo que tiñe la enseñanza de todas las materias en sus escuelas y universidades.” (2000, pp. 71-72) Hoy, tras varias décadas de este análisis (año 1988 en el original en inglés), los principales centros de producción intelectual del marxismo se hallan en los Estados Unidos, algo más que estratégico, dado que dicho país se asocia en la cultura popular con el “imperialismo capitalista yankee”. Poca gente sospecha y es consciente de que los Estados Unidos es hoy la mayor fábrica de marxismo del planeta desde diversas fundaciones, la industria del entretenimiento y Universidades, principalmente establecidas en New York, Illinois y California.

Pensar de otra forma las ideologías:

Lo usual es que las personas asocien una ideología con un puñado de ideas, con un “contenido”. De este modo, es común que se diga que mientras la izquierda se asocia con la solidaridad, la empatía hacia los desposeídos y con la justicia, la derecha se asocie al individualismo, el egoísmo moral, a la “ley de la selva” y al consumismo materialista. Y acorde al criterio de nuestros días todo parecería estar muy claro: a la izquierda están los chicos buenos del socialismo en general, y a la derecha, bien a la derecha, los perversos chicos fascistas, y un poco menos a la derecha los malvados neoliberales. Algunos ni siquiera conceden distinción última de grado, y junto al señor Pablo Iglesias de la nueva izquierda española Podemos, dicen cosas tales como que el fascismo antaño se vestía de uniforme militar y hoy se viste de traje y corbata. La hegemonía cultural de izquierda de hoy sentencia incluso que para ser un sujeto pensante e inteligente (incluso atractivo) conviene ser de izquierda, mientras que los tontos e intelectualmente primitivos y retrógrados permanecen siempre de derechas. Después de todo, artistas, periodistas afamados e intelectuales de moda son de izquierda (al menos aquellos promovidos por la cultura mainstream de nuestro tiempo). Es así que ya vamos teniendo las bases del esquema de la psicología humana más arquetípica: un mundo divisado claramente entre buenos y malos, entre tontos e inteligentes, entre sujetos “conservadores” y sujetos “de avanzada”.

Esta idea como tal es algo que la gente cree con firmeza y le sirve para orientarse en el mundo a modo de brújula, o al menos creen estar orientados de esa manera. No obstante, nosotros vamos a proponer otro modo de pensar las ideologías: estas no se relacionan tanto con “contenidos”, sino que son un “espectro histórico” en pleno movimiento. Si fuéramos astrofísicos habríamos descubierto un verdadero “efecto Doppler” de las ideologías, dado que, vistas en perspectiva histórica, veremos cómo todo se ha teñido finalmente en la lente de nuestro telescopio con distintas tonalidades de rojo del marxismo. En astrofísica, cuanto más lejana es una estrella esta se visualiza de color rojo en el espectro de las radiaciones cósmicas, dado que a mayor distancia mayor longitud de onda entre la fuente de dicha radiación y el observador. Así, veremos que ha ocurrido un auténtico efecto Doppler ideológico, y que a medida que el universo histórico se aleja ante nosotros (o quizás nosotros de él), todo se ha vuelto rojo marxista. Más aún, veremos que el fascismo es ya una forma de emanación bastante roja desde muy a la izquierda del cosmos.

Una de las mentiras más grandes de nuestro tiempo es que acaso las ideologías hayan muerto según se dice a menudo. El éxito del marxismo como ideología y como cosmovisión del mundo y de las cosas sigue siendo asombroso a pesar de su estrepitoso fracaso hora tras hora, día a día, año tras año, década tras década, desde hace un siglo y medio. El comunismo prometía futuro, y durante cinco minutos en la historia parecía que estaba destinado a ser una pieza de museo allá por los años 90s cuando Fukuyama hablaba del fin de la historia:

“Así, hacia finales del milenio se puede decir que unos setenta años del siglo XX han sido, en realidad, la era del comunismo ya que el comunismo representó durante esos años el desafío más potente y determinante de toda la tradición histórica en el seno del sistema liberal. Pero nunca como hoy constatamos la ironía de la historia: la ideología que tenía desorbitada pretensión de anticipar el futuro de toda la humanidad, se ha revelado como algo del pasado.” (Nolte, 1995, p. 47)

Quizás es el fin de la historia, pero no por ausencia de ideología sino por el efecto Doppler del marxismo. No obstante, a pesar de lo que plantea Nolte, como ideología ha sabido mutar (al igual que un virus), y hoy lo encontramos en diversos populismos latinoamericanos en el gobierno, así como en diversos ideologismos emanados cual humo luciferino de las fraguas de la Escuela de Frankfurt y de la izquierda académica norteamericana, como ser la ideología de género, el eco-feminismo y otras mieses posmodernas. Alguien podría pensar que no hay nada de malo en hablar de Marx todo el tiempo: después de todo, para bien o para mal, Marx se trata de una de las figuras de más peso y relevancia en la historia de las ideas modernas. ¿Por qué no estudiarlo, qué habría de extraño o de malo en ello? Es que, y como summum, Marx ha sido declarado en 1999 “pensador del milenio” según la BBC, incluso por encima de Einstein, Kant o Newton.[1] Al parecer, algo especial sucede con Marx, y no sólo en los aposentos académicos locales. Sin embargo, y como dijera Shakespeare en su Hamlet, descubriremos que something smells rotten in Denmark, algo huele a podrido en Dinamarca.

Nadie en su sano juicio debería considerar extraño que se lo mencione tanto. Pero no es eso lo extraño, sino que, si meramente de historia de las ideas se tratara, se podría incursionar en el pensamiento y en la prosa de muchas otras figuras: Julius Evola, Hans Hermann Hoppe, Roger Scruton, Carl Menger, Ludwig von Mises, Oswald Spengler, Alain de Benoist, Ernst Jünger, Murray Rothbard, Arnold Toynbee, Denes Martos, Erik Ritter von Kuehnelt-Leddihn, Francis Parker Yockey, o quien refutó incluso al propio Marx ya en el siglo XIX: Eugen von Böhm-Bawerk. Pero esos nombres (como tantos otros) difícilmente aparecerán mencionados en el catálogo de autores de las academias estatales, apenas si se le concede mención a un Heidegger o a un Nietzsche hábilmente afrancesados. En el caso de von Böhm-Bawerk, se hace particularmente como si no existiera. Marx no llegó a publicar en vida todo lo que ya tenía escrito de su obra principal y más ambiciosa, Das Kapital (El Capital). Algunos dicen, sin que por ahora pueda probarse, que no lo hizo porque al observar los planteos y las refutaciones de Eugen von Böhm-Bawerk dio un paso al costado, siendo su amigo y proveedor económico Friedrich Engels quien publicara el resto de la obra de manera póstuma tras la muerte del padre y profeta del supuesto “socialismo científico” cuyos ecos inundan nuestros oídos hasta nuestros días. Haya sido o no tal el motivo, lo que importa verdaderamente aquí es echar un vistazo a los argumentos de este austríaco poco mencionado llamado Eugen von Böhm-Bawerk.

Todo el sistema socialista se ha caído a lo largo y ancho del mundo. Hoy, Venezuela hace aguas por los cuatro costados, tras el intento de resurrección del marxismo bajo una mutación populista, y Cuba ya ha comprado su boleto sin retorno hacia el sistema capitalista, con el asombroso y aturdidor silencio de las izquierdas latinoamericanas. Al parecer muchos dicen aspirar al socialismo y al comunismo, pero nadie lo logra, excepto Corea del Norte, al precio de que millones de personas hayan muerto por hambruna en los años 90s, o que desde el espacio exterior veamos su territorio en completa oscuridad por la noche, a diferencia de su homóloga del sur. Y, sin embargo, los 90s fue la década en la que todos se enfocaron en la condena al “neoliberalismo” mientras millones morían de hambre en el aún restante socialismo de la periferia, o los millones exterminados por el ya por ese entonces caído “socialismo central” soviético. Si hay algo que no funciona, eso es el socialismo mentado por el llamado “pensador del milenio”. Como muy bien acota el pensador francés Alain de Benoist: “No basta con decir que el comunismo es una buena idea que ha terminado mal. Hay que explicar además cómo ha podido terminar mal…” (2005, p. 35) Pero cuidado: el marxismo no cesa de fracasar como modelo político-económico, a la vez que sí triunfa culturalmente.

Lo que Marx plantea:

Primero en necesario sintetizar lo que decía el propio Marx sobre ciertas cosas, concretamente su teoría de la explotación del hombre por el hombre. Lo haremos del modo más digerible posible para el común de los posibles lectores.

La tesis central de Marx sobre el trabajo, la teoría del valor y la explotación, está tan extendida culturalmente que el realismo psicológico y la intuición cotidiana de millones de personas es marxista, lo sepan o no. Como muy bien ha dicho Ludwig von Mises en reiteradas ocasiones, el socialismo no ha fracasado porque haya mayores resistencias ideológicas por parte de la gente, puesto que sigue siendo dominante como ideología popular; fracasa porque es irrealizable en términos de cálculo económico (1968, pp. 124 ss.) Básicamente, lo que Marx afirma es que la acumulación de capital por parte del capitalista (aquel que posee los medios para producir), se basa en el plus de trabajo que jamás retribuye al obrero asalariado, ya sea porque lo hace trabajar más tiempo o producir más al mismo costo. Es decir, el capitalista se queda (en teoría) inmoralmente con este plusvalor, y de ese modo engorda y agrega ceros a su patrimonio financiero, mientras el pobre trabajador asalariado va quedando relegado a la alienación y la desventura de su existencia humana, cuyo valor del salario está determinado por el costo de la producción en el tiempo necesario para mantenerlo con vida en tanto sirve como fuerza de trabajo. De este modo ya tenemos el génesis un esquema que satisface la psicología humana más arquetípica: existiría un mundo de hombres buenos (las mayorías proletarias y trabajadoras, y luego los perversos y malvados capitalistas, una ínfima minoría de parásitos explotadores que al parecer domina al resto, tanto material como espiritualmente, pues como gustaba decir Marx, aquel que ejerce el poder material también ejerce el poder espiritual sobre los hombres). Todo el pensamiento de los individuos, de este modo, sería meramente la expresión o “sublimación” de las relaciones sociales dominantes impuestas por un cierto orden, afirmación extremadamente pueril y simplista, pero que ha calado muy hondo en el pensamiento político y filosófico:

“(…) die Nebelbildungen im Gehirn der Menschen sind notwendige Sublimate ihres materiellen, empirisch konstatierbaren und an materielle Voraussetzungen geknüpften Lebensprozesses. Die Moral, Religion, Metaphysik und sonstige Ideologie und die ihnen entsprechenden Bewußtseinsformen behalten hiermit nicht länger den Schein der Selbständigkeit. Sie haben keine Geschichte, sie haben keine Entwicklung, sondern die ihre materielle Produktion und ihren materiellen Verkehr entwickelnden Menschen ändern mit dieser ihrer Wirklichkeit auch ihr Denken und die Produkte ihres Denkens.” (Marx, Karl & Engels, Friedrich, 1969, S. 26).

La solución propuesta por Marx y Engels, tras la complejidad de miles de páginas escritas en el más acicalado, denso y férreo estilo alemán, es muy simple: expropiar a los expropiadores y que los trabajadores tomen el poder del Estado -con sus aparatos y agencias-, hasta que en teoría llegue un momento en donde el propio Estado deje de ser necesario (esto último es olvidado incluso por la mayoría de los autoproclamados marxistas) y las clases sociales finalmente desaparezcan. Todo esto se denomina la revolución comunista del proletariado, la cual en teoría conduce a la destrucción del Estado burgués y a la desaparición de las clases sociales en la fase final del comunismo.Originalmente, la forma propuesta no era afín al discurso políticamente correcto de hoy: todo ello se implementaría a través de una dictadura del proletariado, muy violenta, por cierto, dado que como decía Engels, la violencia es la partera de la historia humana. Proletarios del mundo, uníos (emblemática frase del Manifiesto Comunista de 184😎; haced vuestra sangrienta dictadura. Muchos no compartirían hoy esto último, pero: ¿cuántos acaso sí creen de hecho que el sistema capitalista es injusto después de todo, y que existiría una proterva inclinación moral en el capitalista, y que si fuera por éste el trabajador estaría condenado siempre a la pobreza? Muy poca gente es hoy intelectual y autoproclamadamente comunista, pero miles, quizás millones piensan lo segundo como algo muy natural y obvio, incluso más allá de la izquierda política. Lo consideran un razonamiento acertado, sea por intuición, sea por la asimilación de una idea culturalmente repetida ad nauseam. A este fenómeno es al que se refiere precisamente Friedrich Hayek en nuestra cita inicial a modo de epígrafe. Será por eso que la historia del siglo XX dio a luz diversas formas de marxismo, más blandas y lozanas, como la socialdemocracia, la cual consiste en valerse de la partidocracia parlamentaria para ir instrumentando gradualmente medidas de índole marxista sin apelar a la explícita violencia a la que Marx y Engels incitaron en su famoso Manifiesto Comunista de mediados del siglo XIX.

El error basal de Marx:

¿Por qué Marx estaba equivocado? Primero que nada, porque era un tergiversador de fuentes y citas en aras de construir su propio relato convincente y escatológico, cuestión que jamás le dirán a usted en las universidades. Dice el historiador Paul Johnson:

“La verdad es que hasta la investigación más superficial sobre el uso que Marx hace de las pruebas le obliga a uno a considerar con escepticismo todo lo que escribió que dependiera de factores fácticos. Nunca se puede confiar en él. Todo el Capítulo Octavo, clave de El Capital, es una falsificación deliberada y sistemática para probar una tesis que el examen objetivo de los hechos demostró insostenible. (…) Primero, usa material desactualizado porque el material actualizado no brinda apoyo a lo que quiere demostrar. Segundo, elige ciertas industrias en las que las condiciones eran particularmente malas como típicas de El capitalismo. Esta trampa era especialmente importante para él porque de no hacerla no hubiera podido en absoluto escribir el Capítulo Octavo. Su tesis era que El capitalismo genera condiciones que empeoran permanentemente; cuanto más capital se emplea peor debían ser tratados los trabajadores para obtener ganancias adecuadas. La evidencia que cita ampliamente para justificarla proviene casi toda de empresas pequeñas, ineficientes, con poca inversión de capital, que se desempeñaban en industrias arcaicas que en su mayor parte eran precapitalistas, por ejemplo la alfarería, el vestido, herrería, panaderías, fósforos, papel de empapelar, encajes. (…) En tercer lugar, haciendo uso de los informes del cuerpo de inspectores de fábricas, Marx cita ejemplos de condiciones deficientes y de maltrato de los trabajadores como si fueran el resultado normal e inevitable del sistema.” (2000, pp. 89-90)

Por otro lado, la teoría de Marx es errónea porque llevó a sus últimas consecuencias lógicas un error común a dos pensadores de la economía que le precedieron: Adam Smith y David Ricardo, quienes postulaban que el valor de las cosas proviene del costo de producción por el monto de trabajo que fue necesario para manufacturarlas o fabricarlas. Smith lo dijo muy claro: “Debe recordarse que la medida real del valor está dada por el trabajo y no por un producto en particular o un grupo de ellos, tanto de la plata como de cualquier otra mercadería”. (2004, p. 94) Esto no es una demostración económica, es más un axioma filosófico, o simplemente una idea que el tiempo revelará como falsa. Y Marx dirá que el valor-trabajo estará determinado por el tiempo de producción para producir cierto producto o mercancía. Como vemos, se trata de una idea bien simple y concreta.

Así, el valor de las cosas iría del productor a consumidor, y en esto están de acuerdo liberales clásicos y marxistas de todas las cepas. El consumidor sólo tendría que aceptar sin más remedio el costo impuesto por el productor si desea comprar lo que aquel le brinda. Pero no sólo lo piensan ellos, sino que forma parte de la psicología popular, de la folk psychology. ¿Quién duda que acaso un auto importado es muy caro debido a que al obrero alemán hay que pagarle muy bien? La psicología popular pone énfasis en ello, lo razona casi que por intuición espontánea, aunque se olvida de todas las intervenciones arancelarias estatales que existen de por medio instauradas por medios políticos, o directamente tiende a desconocerlas. Pero vayamos al grano: Carl Menger y Eugen von Böhm-Bawerk demostraron que las cosas no funcionan como Smith, Ricardo y Marx creían.

Eugen von Böhm-Bawerk (1851-1914), contemporáneo de Carl Menger, es uno de los exponentes iniciales de la llamada Escuela Austríaca de economía, la cual se deslinda de ciertas tesis medulares del liberalismo clásico derivado de Smith y Ricardo. Con la llamada “revolución marginalista” en economía, con Menger, von Böhm-Bawerk y otros, se demostró que son los consumidores los que transmiten el valor a aquello que el capitalista y los trabajadores producen en conjunto mediante un contrato, dado que la producción tiene sentido sólo si satisface el consumo en tanto este es la satisfacción de necesidades colectivas. Y resulta que el valor de algo, así, es subjetivo en última instancia. Carl Menger lo explica:

“El valor que un bien tiene para un sujeto económico es igual a la significación de aquella necesidad para cuya satisfacción el individuo depende de la disposición del bien en cuestión. La cantidad de trabajo o de otros bienes de orden superior utilizados para la producción del bien cuyo valor analizamos no tiene ninguna conexión directa y necesaria con la magnitud de ese valor. Un bien no económico, por ejemplo, una cantidad de madera en un gran bosque, no encierra ningún valor para los hombres por el hecho de que se hayan empleado en ella grandes cantidades de trabajo o de otros bienes económicos. Respecto del valor de un diamante, es indiferente que haya sido descubierto por puro azar o que se hayan empleado mil días de duros trabajos en un pozo diamantífero. Y así, en la vida práctica, nadie se pregunta por la historia del origen de un bien; para valorarlo solo se tiene en cuenta el servicio que puede prestar o al que renunciar en caso de no tenerlo. Y así, no pocas veces, bienes en los que se ha empleado mucho trabajo, no tienen ningún valor y otros en los que no se ha empleado ninguno lo tienen muy grande.” ([1871] 1996, p. 132)

Esta idea suena extraña en apariencia, dado que la economía, al igual que la psicología, es una ciencia contra-intuitiva. Pero se trata de algo muy concreto, al fin y al cabo, puesto que sucede en nuestras vidas a diario. Pongamos un ejemplo bien simple: supongamos que usted, estimado lector, es un productor de tabaco, es decir, posee hectáreas de campo plantadas con tabaco y les paga a diversos peones trabajadores para que trabajen su campo. El criterio usual es creer que el valor del tabaco que usted le vende a la empresa que fabricará luego los cigarrillos es que este es la suma del costo del trabajo de sus peones, más los gastos sociales y el plus de ganancia que usted, en tanto es un malvado capitalista, desea obtener. Pero nada de ello es así: si ocurriera algo inusual con la cultura y la psicología de las personas y fumar se volviera algo no deseable y la gente comenzara a dejar de fumar, independientemente de todo el trabajo acumulado que usted coloque sobre su plantación y cosecha de tabaco, el gerente de la empresa de cigarrillos simplemente le daría la mano y le diría: muchas gracias por los servicios prestados. Todo su tabaco, con tanto trabajo acumulado en él (desde selección de plantación, cuidados a inversión en tecnología), se transformaría casi automáticamente en maleza inservible que puebla el suelo. Es el potencial comprador dentro del marco del mercado (ese enorme sistema de cooperación que se autorregula, y que a menudo se halla intervenido a través de medios políticos en distintos grados según los países) el que le asigna el valor a su tabaco plantado y cosechado. Esto, descubierto por Menger fue luego perfeccionado por von Böhm-Bawerk y Friedrich von Wieser, y se denomina teoría marginalista de la imputación del valor. La cadena del valor, así, va del consumidor hacia el trabajo y no desde el trabajo hacia los bienes producidos como comúnmente se piensa.

Eugen von Böhm-Bawerk es categórico y lapidario con la tesis que va de Smith a Marx, y demuestra que la propuesta de Marx se anula a sí misma. Siendo que no es el trabajo lo que genera valor, sino que son los consumidores los que asignan valor a cierto trabajo, las tesis de Marx son insostenibles y se derrumban como un castillo de naipes. Para aquellas mentes más académicas y exigentes que el grueso del público lector, mencionaremos que esto se halla explicado en la obra de von Böhm-Bawerk Karl Marx and the close of his system. A criticism, cuyo título original en alemán es Zum Abschluss des Marxschen Systems, publicado como ensayo independiente en 1896 en alemán, y en 1898 en inglés. Allí nos explica cómo Marx determina la medida del capital primero habiendo postulado ya una cierta idea acerca de la creación del valor, la cual da por sentada, y que la historia demuestra como falaz. Será por ello que el sistema teórico de Marx es netamente contradictorio, los postulados de los últimos volúmenes de El Capital contradicen y anulan al primer volumen de la susodicha obra. Dice von Böhm-Bawerk: “His theory demands that capitals of equal amount, but of dissimilar organic composition, should exhibit different profits. The real world, however, most plainly shows that it is governed by the law that capitals of equal amount, without regard to possible differences of organic composition, yield equal profits.” ([1898] 2012, p. 😎 Es decir, la teoría de Marx, que parte de una concepción errónea sobre la creación del valor, no puede explicar por qué por ejemplo capitales de la misma cantidad, pero de distinta “composición orgánica” muestran iguales tasas de ganancias. Si la teoría de creación del valor es errónea, entonces, ineludiblemente, lo estará también la teoría de precios y de salarios que postula el marxismo. ([1898] 2012, p. 1😎 Es que, para este, el trabajo es una mercancía más, y el salario, un precio.

Es curioso, dado que los marxistas suelen creer que Marx se encuentra -en teoría- en las antípodas de Smith, el cual es considerado uno de los padres del liberalismo clásico, la supuesta ideología enemiga de los marxistas. Pero de Adam Smith se deriva precisamente aquello que Marx lleva a sus últimas consecuencias lógicas, la creencia de que la ganancia del capitalista es ese plus que extrae del trabajo del asalariado, y que en teoría éste crea el valor de las cosas. En otras palabras, el corazón de la teoría marxista está construido sobre las bases del liberalismo clásico, lo cual es tragicómico. Y ambas son teorías, no sólo emparentadas, sino erróneas. En este sentido, Denes Martos acierta elocuentemente al decir lo siguiente:

“Liberales y comunistas tienen mucho más en común de lo que supone la mayoría de sus militantes y partidarios. Desde muchos puntos de vista, el comunismo no es sino la ideología del iluminismo y la Enciclopedia pensada hasta sus últimas consecuencias. Puede parecer un despropósito a primera vista, pero el análisis en profundidad revela que los marxistas son unos liberales mucho más consecuentes que los capitalistas; han tomado la ideología de la Revolución Francesa mucho más en serio. Casi se estaría tentado de decir que son los únicos que se la han tomado en serio. El resultado de esto es que todo el aparato cultural del capitalismo occidental está literalmente impregnado de concepciones ideológicas emparentadas con el marxismo. El mecanismo mental de una cantidad impresionante de intelectuales de la sociedad capitalista funciona según parámetros marxistas. Periodistas y comentaristas, artistas, escritores, docentes, sociólogos, pensadores y analistas políticos; en su enorme mayoría piensan en términos dialécticos, clasistas y materialistas.” (2015, pp. 132-133)

Martos está tan en lo cierto que esto que afirma aplica también a los fascismos, y nosotros afirmaremos que el fascismo se revela finalmente, y en su naturaleza última, como algo de izquierda.

La demagogia obrerista, los crímenes del marxismo y sus actores estatalmente rentados:

Pasaremos a explicar hacia el final por qué el fascismo es izquierdista, pero de nuevo, en otras palabras (y a lo que íbamos), todo esto que hemos visto significa que el capitalista no explota a nadie: el capitalista es un emprendedor que, asumiendo diversos riesgos e incertidumbres muchas veces imprevisibles, arrienda el trabajo de diversos individuos para la producción y la innovación, lo cual genera el progreso que todos disfrutamos. Y a mayor tasa de capitalización para mejorar el monto y la calidad de la producción (única forma de producir riqueza desde el “sector privado”), mayor será el salario del trabajador. Eso es lo que explica, en esencia, la diferencia entre Corea del Sur y Corea del Norte, o entre Cuba y los Estados Unidos. Desde este punto de vista, hasta podemos pensar en el capitalista como un agente social que asume riesgos a futuro, adelantando dinero para que el trabajador subsista y consuma, relevándolo así del riesgo que él mismo ha decidido asumir valientemente. Esto lo habilita luego a percibir ganancias como su derecho, desde luego, pero bien que también puede asumir las pérdidas si su proyecto fracasa. Desde luego, existen muchos capitalistas tramposos e inescrupulosos, pero eso no se llama capitalismo, se denomina tan solocondición humana, y la historia política nos muestra que para nada es exclusiva del capitalista, sino que se halla por doquier en el espectro social. El ascenso de los populismos de izquierda latinoamericanos de los últimos tiempos nos ha mostrado cómo obreros y sindicalistas, montoneros y demagogos profesionales de la izquierda académica resultan ser de la peor calaña cuando acceden a los aparatos y agencias burocráticas del Estado a través de los juegos de la partidocracia, y servirse así del dinero que es de todos nosotros mediante cripticas tramas de corrupción. Sin embargo, la hipocresía colectiva de la corrección política cohíbe la libre crítica de estas soeces figuras. Qué hermosas son a este respecto las palabras de Spengler, las cuales se sitúan por encima de contextos específicos para describir cierto espíritu de siglo:

“[el obrero] es elevado a la categoría de santo, de ídolo de la época. El mundo gira en torno suyo. Es el centro de la economía y el hijo predilecto de la política. Todos existen para él; la mayoría de la nación tiene que servirle. Es lícito burlarse del campesino, rudo y estúpido; del empleado haragán y del tendero tramposo –para no hablar del juez, el oficial y el patrono, objetos preferidos de chistes malignos-; pero nadie se atrevería a verter igual escarnio sobre ‘el trabajador’.” (2011, p. 136)

La figura del trabajador –der Arbeiter– será el objeto de infinitos discursos por parte de los demagogos profesionales de la política y la academia izquierdizantes, quienes usualmente suelen no ser ellos mismos provenientes de estratos trabajadores, sino hombres burgueses del mundo de las letras. Si la izquierda niveladora e igualitarista se mueve en curva ascendente en toda la historia moderna no es gracias a los propios trabajadores, sino a la burguesía hija del liberalismo clásico de Smith, Cobden y Ricardo. De este modo, escribía acertadamente Ernst Jünger -precisamente en su obra El trabajador (Der Arbeiter: Herrschaft und Gestalt)-, al decir que el trabajador asalariado, disfrazado con un traje que no está hecho verdaderamente a su medida, se volvió en el siglo XX el gran espectáculo de la Democracia demagógica de masas. (2007, p. 13) De este modo, la sublevación del trabajador fue preparada en la escuela del pensamiento burgués, dirá Jünger. Un genuino movimiento trabajador no concibe al trabajo como opresión (la forma en que lo conciben los ojos burgueses fautores del marxismo), sino como libertad y responsabilidad. Detrás de mil falsas sonrisas, el marxismo odia al trabajador e intenta destruirlo, en principio siempre por medio de los impuestos y la inflación una vez que ya aprendió a despreciarse a sí mismo en nombre de alguna fábula colectivista e igualitarista fraguada por mentes oscurantistas y perversas, o como diría Nietzsche, tejedores de telarañas de la consciencia humana. Será por ello que toda la historia del marxismo consiste en subsumir al trabajador al servicio del Estado y el partido comunista entronado en su corazón cual casta de élite. A pesar de más de 100 años de opresión estatizante, el común denominador de la gente cree que el marxismo es liberación del trabajador, y ello es el fruto de la demagogia profesional psicopolítica y escatológica que no descansa, y que suele estar financiada con rentas públicas estatales hábilmente cooptadas con la mirada pasiva de la sociedad. Tal como decía Henry Mencken en sus Notes on Democracy, el demagogo es aquel que enseña doctrinas que sabe que son falsas a personas que sabe de antemano que son estúpidas (“The demagogue is one who preaches doctrines he knows to be untrue to men he knows to be idiots”). (p. 111) Como la mayoría de las personas no son estúpidas a-priori, es necesario estupidizarlas primero. Es aquí donde entra la acción cultural gramsciana, con sus innumerables tejedores de relatos psicopolíticamente izquierdizantes en todas las áreas de la vida humana, desde la economía hasta la sexualidad misma. De estas figuras están repletas las academias, los medios y los partidos políticos, poco importa si se dicen de izquierda o de “centro” (incluso de derecha), y el primer paso siempre es el lavado de cerebro ideológico para transformar al sujeto en sujeto estúpido y simple animal de rebaño suscrito a un relato políticamente correcto.

Todo esto suena bastante distinto y políticamente incorrecto respecto con lo que postula tácitamente no sólo el marxismo sino la folk psychology, es decir, aquello que la gente comúnmente cree tras 150 años de propaganda e impregnación marxista en la cultura occidental. Mucha gente es marxista sin ser consciente de que lo es, pues razonan de un modo marxista. La acción cultural promovida por el marxismo, que va desde los grandes think tanks intelectuales (ubicados estratégicamente principalmente en los Estados Unidos como escribíamos al comienzo) a los agitadores marxistas plebeyos de escasa calidad intelectual, y a esa figura que Spengler llamaba “el sacerdote caído” (piénsese en el cura de izquierda, en la “teología de la liberación” –la cual jamás ha liberado a alguien de algo-, lo que el propio Spengler denominaba “bolchevismo católico”) ha determinado el ser de su consciencia, si se nos permite la ironía. Y se mimetiza bajo diversas formas:

“Es el populacho intelectual, capitaneado por los fracasados de todas las profesiones académicas, los incapaces y los que sufren de alguna inhibición psíquica, del cual surgen los gangsters de los alzamientos bolcheviques. Entre todos estos juristas, periodistas, maestros de escuela, artistas y técnicos suele pasar inadvertido un tipo, el más fatal de todos: el sacerdote caído. En todas las épocas hay una plebe sacerdotal que arrastra la dignidad y la fe de la Iglesia por la basura de los intereses políticos partidistas, se alía con los poderes revolucionarios y, con la fraseología sentimental del amor al prójimo y el amparo a los pobres, ayuda a desencadenar el mundo abisal para la destrucción del orden social.” (2011, pp. 138 ss.)

Esto que describe Spengler en la Alemania de Weimar lo seguimos viendo hoy, piénsese por ejemplo en el llamado “eterno estudiante” en las universidades estatales, quien detrás de una fachada estudiantil no cesa de componer el contubernio marxista de la cultura, sea desde la militancia gremial o en tanto mano de yeso en asambleísmos puerilmente izquierdistas rentados con dinero público. O tenemos el caso de los llamados “intelectuales”:

“Los representantes del Estado son siempre y en todas partes, sólo una pequeña minoría de la población sobre la cual gobiernan. (…) No obstante, la mayoría de la población debe creer en la justicia de la institución del Estado como tal, y por ende, que aún si un Gobierno particular se equivoca, estos errores son meros accidentes que deben ser aceptados y tolerados en miras a un bien mayor, provisto por la institución del Gobierno. Pero ¿cómo se hace para que la mayoría de la población crea esto? La respuesta es: con la ayuda de los intelectuales. (…) esto implica la nacionalización (socialización) de la educación: a través de escuelas y universidades estatales o subsidiadas por el Estado. La demanda del mercado de servicios intelectuales, especialmente en el área de humanidades y ciencias sociales, no es precisamente alta, estable y segura. El Estado, por otro lado, acomoda su ego típicamente exacerbado y está gustoso de ofrecerle a los intelectuales, una cama cálida, segura y permanente en su aparato, un ingreso seguro, y la panoplia del prestigio. Y realmente, el Estado democrático moderno en particular, creó una masiva sobreoferta de intelectuales. (…) Entonces, no es de sorprender que, como hecho empírico, la abrumadora mayoría de los intelectuales contemporáneos sean directamente izquierdistas.” (Hoppe, 2009, p. 2😎

Esta propaganda, esta acción cultural psicopolítica sobre las masas, este desfalco de las buenas ideas y costumbres, le ha costado a la humanidad en el siglo XX más de 100 millones de víctimas exterminadas en brutales represiones mediante medios políticos totalitarios, la hambruna provocada por intervencionismos político-estatales de la producción agrícola, así como el trabajo forzado en los campos de concentración del marxismo, los denominados gulags. Toda una serie de historiadores revisionistas del marxismo (algunos ellos mismos ex marxistas), que van de Stephane Courtois a Nicolas Werth, pasando por Karel Bartosek, Sheila Fitzpatrick, David Priestland, Orlando Figes, Ernst Nolte o Anne Applebaum, han indagado este auténtico Holocausto de los pueblos, en su gran mayoría cristianos, a la luz de nuevas documentaciones y evidencias arqueológicas y sociológicas. Nos dice S. Courtois: “Mientras que los nombres de Himmler o de Eichman son conocidos en todo el mundo como símbolos de la barbarie contemporánea, los de Dzerzhinsky, Yagoda o Yezhov son ignorados por la mayoría. En cuanto a Lenin, Ho Chi Minh e incluso Stalin aún siguen teniendo derecho a una sorprendente reverencia.” (Courtois et al, 2010, p. 35)

Jamás ha existido sobre la Tierra una ideología más destructiva y asoladora, la cual se basa en el odio más visceral hacia el hombre libre, la identidad singular de los pueblos con sus tradiciones, la moral greco-cristiana y hacia Dios. El marxismo, en los términos prácticos de la real Politik, no es otra cosa que burocracia autoritaria, mando represivo y obediencia paranoica. Ya nos lo advertía Nietzsche hacia fines del siglo XIX: “Los socialistas están aliados con todos los poderes que destruyen la tradición, las costumbres, la limitación; aún no se han hecho visibles en ellos nuevas capacidades constructivas.” ([1877] 2004, p. 141) Y el marxismo es eso: destrucción radical. Jamás ha sido capaz de generar riqueza material, el resultado siempre ha sido la pobreza (y si no piénsese hoy en Venezuela: con todas sus reservas de crudo es un país sumido en la pobreza, que siendo ya pobre antes del populismo chavista, se le suma ahora más pobreza aún debido al caos energético, logístico e inflacionario), pero no solo eso, sino que ha generado una gran pobreza cultural y espiritual devastadora en pueblos enteros a lo largo y ancho del mundo. Nos dice elocuentemente Spengler que:
“¿Qué quiere decir ‘izquierda’? (…) La creencia intelectual, romántico-racionalista de poder domeñar la realidad con abstracciones. Izquierda es la agitación ruidosa… el arte de trastornar la masa urbana con palabras fuertes y razones mediocres… la voluntad de arrasar lo sobresaliente.” (2011, p. 181)

El problema, el error de cognición de la humanidad en este punto es tan profundo que von Böhm-Bawerk nos explica que de hecho el error de Marx se remonta ya a Aristóteles, quien concebía queningún intercambio humano es posible sin que exista una injusticia o falta de equidad en el mismo. ([1898] 2012, p. 23) Una idea errónea que lleva miles de años entre nosotros, y frente a la cual siempre emerge la misma fantasía colectiva: que un poder central actúe para “corregir” e impedir esta presunta falla. Después de todo, incluso los anarquistas de izquierda durante la guerra civil española aceptaron cargos de ministros bajo un gobierno estalinista e ilegítimo de origen y ejercicio que los terminaría luego fusilando por millares en la matanza de Paracuellos del Jarama. Esto una vez más muestra cómo alguien como Nietzsche acertaba en decir que el anarquismo de izquierda es meramente un medio de agitación de algo más general: el socialismo colectivista e igualitarista. (2004, p. 186) En su prosapia última, son todos jacobinos, colectivistas niveladores y nihilistas destructivos de todo lo bueno y bello, hijos de la modernidad. Se trata de la moral de los esclavos en histórico ascenso. Más aún: el fascismo es también izquierda: centralismo y estatismo jacobinos, igualitarista y nivelador, conducido por algún “caudillo obrerista” de turno. Muchísima gente está convencida y repite que los fascismos son la extrema derecha. Pasaremos ahora a desmitificar esto, y si esta afirmación suena ya osada, haremos otra redoblando la apuesta: eso que comúnmente se denomina “neoliberalismo” también es de izquierda.

El fascismo y el neoliberalismo son izquierdizantes: “bolchevismo pardo” y “Chicago Boys”:

Todo esto no sólo afecta a las personas que adhieren a alguna de las varias versiones de la izquierda (marxistas leninistas, socialdemócratas, anarquistas colectivistas, progresistas, left liberalsanglosajones -el club de Obama y Corben-, etc), sino a las personas “de derecha”: indáguese en la doctrina de los distintos fascismos (desde el ex militante socialista Benito Mussolini hasta Primo de Rivera, así como el teórico nazi en economía Gottfried Feder), y se encontrará lo mismo, la misma idea central errónea. Todos ellos están convencidos de que el emprendedor capitalista le hace un gran daño a la sociedad y que, por tanto, los trabajadores, organizados de alguna manera (propuesta que variará acorde a si se es “izquierdista” o “derechista”) deberían conquistar o formar algún tipo de aparato o alguna agencia en el Estado para impedirlo desde una instancia centralizada del poder político encargada de ejercer la coacción, planificar y asignar recursos con medios políticos. Es decir: intervenir el mercado desde un poder centralista, y hacer de la propiedad privada una “función social”. ¿Qué significa Estado centralista? Atravesando y por encima del sistema de relaciones de intercambio que es el mercado se halla un gran problema: toda la maquinaria del Estado moderno centralista e interventor, hijo ya del Antiguo Régimen absolutista (como demuestra Alexis de Tocqueville), y al cual la revolución francesa y luego Napoleón consolidarán in toto. A través de una hermosa pluma, Tocqueville nos informa que:

“[Bajo el Antiguo Régimen] El ministro siente ya el deseo de intervenir en los pormenores de todos los asuntos y de dirigirlo todo desde París. Esta pasión aumenta a medida que avanza el tiempo y la administración se perfecciona. A finales del siglo XVII, no se establece un taller de caridad en un rincón de la más alejada provincia, sin que el interventor general pretenda inspeccionar sus gastos, redactar su reglamento y fijar su emplazamiento.” (2004, p. 93)

A partir de esta afirmación preclara de Tocqueville, podemos seguir los pasos del intelectual conservador Robert Nisbet (1995, p. 39) y analizar el marco de relaciones que se da entre dos grandes polos, individuo y Estado, así como situadas entre medio de estas dos entidades las asociaciones y grupos humanos, y hacernos la pregunta de cuál es el resultado en la interacción de estos factores. Siendo que estamos de acuerdo con von Mises en que la sociedad humana no es otra cosa que la asociación de sus miembros para la acción cooperativa (2005, p. 1), lo cual es lo mismo que decir mercado, lo que cabe preguntarse es qué tan legítima y deseable se vuelve el conjunto de las relaciones entre esas dos grandes entidades polares: individuo y Estado. Está claro que con el marxismo no es deseable ni legítimo, sino simplemente aborrecible. ¿Y con el fascismo?

Es así que entonces lo repetimos: el fascismo es también de izquierda. El caso alemán es emblemático ya en su nombre: Nationalsozialismus, es decir, socialismo-nacional, el cual contaba incluso con un ala confesamente izquierdista y proletaria, las SA de Ernst Rhöm, cuestión que los llevaría al sangriento enfrentamiento con las SS de Himmler en la Noche de los Cuchillos Largos. Pero el problema era más profundo. Afirma von Mises hacia 1922: “Por espacio de más de setenta años los profesores alemanes de ciencia política, historia, derecho, geografía y filosofía, inculcaron ansiosamente a sus discípulos un odio histérico contra el capitalismo, y predicaron la guerra de ‘liberación’ contra el occidente capitalista. Los ‘socialistas de la cátedra’ alemanes, tan admirados en todos los países extranjeros, fueron quienes allanaron el camino a las dos guerras mundiales. Ya al finalizar el último siglo, la inmensa mayoría del pueblo alemán sostenía radicalmente el socialismo y el nacionalismo agresivo”. (1968, p. 595) Lew Rockwell, presidente del Mises Institute en Alabama, nos explica algo más que interesante: “En la década de 1930, Hitler se consideraba en general solo como otro planificador centralizado proteccionista que reconocía el supuesto fracaso del libre mercado y la necesidad de un desarrollo económico guiado nacionalmente. La economista socialista proto-keynesiana Joan Robinson escribió que: ‘Hitler encontró un remedio frente al desempleo antes de que Keynes acabara explicándolo’.”(Mises Daily, 2003) De hecho, a pesar de que John M. Keynes es hoy utilizado por todos los socialdemócratas y progresistas como modelo económico a seguir (expansión del crédito blando con inflación para “fomentar el consumo”), el propio Keynes vio en Hitler y el socialismo-nacional una excelente oportunidad de concreción política:

“¿Cuáles eran esas políticas económicas? Suspendió el patrón oro, inició enormes programas de obras públicas como las autopistas, protegió a la industria frente a la competencia extranjera, expandió el crédito, instituyó programas de empleo, acosó al sector privado en decisiones sobre precios y producción, expandió amplia- mente el ejército, aplicó controles de capital, instituyó la planificación familiar, penalizó el tabaco, introdujo la atención sanitaria nacional y el seguro de desempleo, impuso estándares educativos y acabó teniendo enormes déficits. El programa intervencionista nazi fue esencial para el rechazo del régimen de la economía de mercado y su adopción del socialismo en un país. (…) El propio Keynes admiraba el programa económico nazi, escribiendo para el prólogo de la edición alemana de la Teoría general: ‘la teoría de la producción en su conjunto, que es lo que el siguiente libro pretende ofrecer, es mucho más fácil de adaptarse a las condiciones de un estado totalitario, que la teoría de la producción y distribución de una producción dada bajo condiciones de libre competencia y de laissez faire’.” (Rockwell, Mises Daily, 2003)

Cuando Denis de Rougemont visitó la Alemania nazi, en sus memorias, utilizó una expresión que nos parece emblemática: “bolchevismo pardo” (por el color de las camisas pardas de las SA), y describe al régimen como algo bastante de izquierda: “el régimen es mucho más de izquierda de lo que se figuran en Francia…” (1939, pp. 23 ss.), o como “la dictadura de los bestias y los imbéciles” donde todo se vuelve político y jacobino en sentido totalizante. (p. 35) Sin saberlo –dice-, los nazis están con el terror y el jacobinismo de Robespierre. (p. 84) ¿Y qué era Robespierre sino acaso la extrema izquierda de la revolución francesa, el centralismo avasallante de las libertades, la mortífera burocracia destructora de los poderes locales, el guillotinado de cabezas a granel? Denis de Rougemont da en el clavo.

Uno de los mayores engaños de la dialéctica marxista (que corrompe toda cognición humana) es hacernos creer que el fascismo es de derechas, idea diseñada por los propios marxistas para la lucha psicopolítica. Tal como ha dicho sabiamente Ludwig von Mises, la esencia de la dialéctica es el fetichismo de las palabras. (1968, p. 70)

Mussolini, que venía de la militancia izquierdista revolucionaria en su juventud, jamás escondió su pasado, así como la defensa de ideas aprendidas desde una jacobina izquierda totalitaria, haciéndolo público en sus discursos de masas: “Yo he hecho casi toda mi vida apología de la violencia. Lo hice cuando era jefe del socialismo italiano y entonces asustaba los vientres –a veces exuberantes- de mis compañeros de carné, con previsiones guerreras tales como ‘el baño de sangre’ (…) Quería probar la capacidad combativa de esta entidad mítica, intangible, que se llamaba ‘proletariado italiano’.” ([1927] 1984, p. 25) Todos los discursos de Mussolini (campeón del credo marxista en su máxima pureza durante su juventud) están atravesados por la condena y el rechazo al “capitalismo liberal”. Acota von Mises: “El programa de los fascistas, tal y como se formuló en 1919, era vehementemente anticapitalista. Los partidarios más radicales del New Deal y hasta los comunistas mismos podrían estar de acuerdo con él.” (1968, p. 591)

Peor aún, Mussolini había sentenciado que la nación es el Estado, y que nada puede ni debe quedar fuera del Estado corporativo, lo Stato corporativo. Esta idea es la panacea y el súmmum del izquierdismo corrupto y jacobino, maquillada con mil fraseologías populistas y decadentes que responden a la corrupción dialéctica del pensamiento humano, haciéndonos creer que es de derechas. El historiador Ernst Nolte nos explica que:

“Saltaba a la vista de todos que el fascismo era radicalmente anticomunista. No menos notable era el hecho, raro y paradójico, de que el líder de ese régimen y un buen número de sus más importantes colaboradores fueron antes de la guerra partidarios adelantados del ‘socialismo revolucionario’. (…) La clasificación del bolchevismo en ‘bolcheviques de izquierdas’ o ‘bolcheviques de derechas’ fue habitual en los años veinte, tanto en Alemania como en la emigración italiana.” (1995, pp. 142-143)

Spengler, gran continuador de Nietzsche, le llamará a todo este fenómeno la dictadura de los de abajo, un vulgar plebeyismo de masas, propio de todas las épocas en declive que tiñen de rojo el horizonte del ocaso de los ciclos históricos que se agotan. En toda sociedad en decadencia, sea la helénica, la romana o la nuestra occidental, es lo plebeyo aquello que proporciona y marca el tono cultural de época, dirá Spengler a lo largo de toda su obra. Y, de hecho, en Spengler no sólo se percibe un fuerte desprecio hacia el marxismo, sino hacia el nazismo, ese movimiento populista y plebeyo, y con cuyos ideólogos tuvo marcadas rispideces personales. Alemania, en medio de esta caterva ideológica, esta efervescencia estatizante y populista de masas, supo dar a luz una extraña criatura, pero muy consecuente con la lógica jacobina del mundo moderno: el nacional-bolchevismo, con Ernst Niekisch como principal exponente en los años 20s. Niekisch veía en la Europa occidental y en la cultura romana una amenaza contra los pueblos germánicos y eslavos, los cuales, para hacer frente al orden contranatural (sic) de la civilización y la técnica modernas, deberían formar una unidad con el gran Este ruso y un retorno a las tradiciones campesinas: “Es tiempo ya de darse cuenta que una de las causas de nuestra ruina no es sino esa ‘espiritualidad occidental’ que ha sabido conquistar a nuestros trabajadores con sus alicientes ‘liberales’ (…) Nuestros trabajadores han aceptado con toda fe la visión del mundo ofrecida por los señores de la industria ingleses…” (2008, p. 110) Y agrega: “En efecto, Bismarck abrió su mano al liberalismo burgués, quintaescencia del occidentalismo, y a la casa de Ausgburgo, paladines de la romanidad, enfrentándose a una Rusia que hubiera debido ser el aliado natural de Alemania contra una Europa inexorablemente hostil.” (2008, p. 124) ¡Y eso que Otto von Bismarck fue un estatista centralizador moderno! En este pensamiento de Niekisch (que se diferencia del de un Heidegger solo en la cuestión de la alianza con el Este, pero en esencia muy similar en lo demás) puede observarse, entonces, que no sea tan extraño algo como un pacto Molotov-von Ribbentrop después de todo. Es cierto que el Eje de los fascismos terminó siendo enemigo geopolítico de la Rusia bolchevique en el marco de una guerra total, ¿pero acaso no supieron ser también buenos aliados? Las alianzas geopolíticas coyunturales no hablan de la naturaleza de un régimen y sus aparatos, y aquí somos de la idea de que los fascismos, con todo su centralismo e intervencionismo, son de izquierda. A esto lo explica muy bien Friedrich Hayek en Camino de Servidumbre, analizando cómo la mentalidad prusiana y el sentimiento planificador y centralizador de la economía (fijando precios y salarios) se dan la mano para erigir así la organización socio-económica del socialismo-nacional, es decir, del nazismo. (2015, pp. 254-272) La economía hitleriana supo reducir el desempleo en muy pocos años, de 6 millones de parados a apenas 300 mil, lo cual es visto como un gran logro. Sin embargo, este logro se basa en circunstancias totalmente anómalas y excepcionales, dado que la creación de empleo en tamaña magnitud fue gracias a la industria bélica estatal en el marco de una economía planificada para una guerra total contra las potencias enemigas. En 1933 el gasto militar del Estado alemán era de 2.772 millones de Reichmarks, y hacia 1944 era casi de 133.000 mil millones de Reichmarks, lo cual muestra el enorme aparato bélico totalmente centralizado y planificado que succionó mano de obra cual aspiradora con el desempleo rumbo a una quimera autárquica, pero a su vez con un gran déficit fiscal. (McNab, 2010, p. 61) Hacia 1936, la inflación alemana ya era galopante debido a la fuerte emisión de Reichmarks por parte del Banco Central. El historiador Richard Overy lo dice claramente: “Tanto Stalin como Hitler eran anticapitalistas. Ninguno aceptaba el individualismo económico sin restricciones, el mercado libre (…) ambos dictadores veían la economía como un medio de alcanzar un fin, pero no como un fin en sí mismo.” (2010, pp. 459-460) Sabemos qué sucedió finalmente con la URSS: se derrumbó. Pero dado que Alemania perdió la guerra, es imposible saber qué hubiera sucedido con su sistema, el cual soñaba con una autarquía tal que fabricaba insumos sintéticos de todo tipo, incluso combustible, una genialidad de la tecnociencia socialista-nacional. Si bien toda hipótesis entra en el terreno de lo contra-fáctico, el pronóstico no podía ser bueno: “El desempleo se mantuvo bajo porque Hitler, aunque intervino en los mercados laborales, nunca intentó llevar los salarios por encima de su nivel en el mercado. Pero por debajo de todo, estaban teniendo lugar graves distorsiones, igual que ocurren en cualquier economía que no sea de mercado. Pueden potenciar el PIB a corto plazo (…) pero no funcionan a largo plazo.” (Rockwell, Mises Daily, 2003) Todo esto se resume en el lema de las juventudes alemanas: Gemeinnutz geht vor Eigennutz (“el beneficio de la comunidad está por encima del propio”). La fórmula elocuente de todo populismo igualitarista.

¿Qué sucede con el neoliberalismo? Muertos los fascismos y el marxismo clásico, hoy pareciera que estar a la derecha es ser lo que espuriamente se llama un “neoliberal”. Con el término “neoliberal” ocurre una gran confusión semántica entre dos mundos que no se comprenden mutuamente: el angloparlante y el hispanoparlante. En su obra Liberalism, the classical tradition, von Mises nos explica que hasta los años 60s en el mundo anglosajón, “liberal” connotaba a alguien de centro-izquierda (a veces incluso a un “socialista democrático”), los socialdemócratas progresistas. De hecho, hasta el día de hoy, ser un liberal en un país como Estados Unidos connota de alguna manera ser de izquierda, y lo vemos en el partido Demócrata con un Bernie Sanders o una Hillary Clinton, financiados por el dinero de los grandes lobbies izquierdistas del pink power LGBTQ, así como fundaciones “filantrópicas” vinculadas a la gran Banca de magnates como Rockefeller y Soros, todos ellos mega millonarios de izquierda que financian y promueven el marxismo cultural. Pero desde que la escuela monetarista de Chicago cobró filas en la Universidad de dicha ciudad, el término “neoliberal” (un neologismo sin fundamentos sólidos) comenzó a ser utilizado por la propia izquierda para oponerse a los “Chicago Boys” de Milton Friedman, quienes en función de la nueva diagramación del orden mundial con la caída del muro de Berlín parecían ahora estar a la derecha de los progresistas del marxismo demoliberal. Y, sin embargo, hubo una vez en donde la escuela monetarista de Milton Friedman y su pandilla era considerada izquierdista según nos lo explica Hans Hermann Hoppe:

“Este movimiento aparentemente imparable hacia el estatismo es ilustrado por el destino de la llamada Escuela de Chicago: Milton Friedman, sus precursores, y sus seguidores. En los años 1930 y años 1940, la Escuela de Chicago todavía era considerada de izquierda, y era precisamente tanto que, Friedman, por ejemplo, abogó por un banco central y por papel moneda en vez del patrón oro. Incondicionalmente respaldó el principio del Estado benefactor con su oferta de unos ingresos mínimos garantizados (impuesto sobre la renta negativo) al no se podía poner un límite. Abogó por un impuesto a la renta progresivo para conseguir sus objetivos explícitamente igualitarios (y él personalmente ayudó a poner en práctica el impuesto de retención). Friedman respaldó la idea que el Estado podría imponer impuestos para financiar la producción de todos los bienes que tenían un efecto positivo en el vecindario o aquellos que pensó que tendrían tal efecto. ¡Este implica, por supuesto, que no hay casi nada que el Estado no pueda financiar con impuestos! Además, Friedman y sus seguidores fueron defensores de la más trivial de todas las superficiales filosofías: el relativismo ético y epistemológico.” (Hoppe, 2009, pp. 55-56)

La escuela monetarista de Chicago no renuncia al centralismo del Estado bajo todas sus formas como creen muchos; es un gran error considerar que el papel del Estado en esta teoría es un “Estado cero”. En el fondo sigue siendo estatista, el Estado se presenta como su fundamento y medio último para ciertos fines: debe ser el guardián, el nightwatcher de la moneda, sometida desde luego a las políticas de la Reserva Federal. Y si es estatista en la práctica resultará en algún sentido estatizante, por lo cual ya es ínsitamente de izquierda. Incluso un historiador de izquierda como David Harvey, crítico hacia el “neoliberalismo”, sabe reconocer esto que estamos diciendo nosotros: “[el Estado en el neoliberalismo] tiene que garantizar la calidad y la integridad del dinero. Igualmente, debe disponer las funciones y estructuras militares, defensivas, policiales y legales que son necesarias para asegurar los derechos de propiedad privada y garantizar, en caso necesario mediante el uso de la fuerza, el correcto funcionamiento de los mercados. Por otro lado, en aquellas áreas en las que no existe mercado (como la tierra, el agua, la educación, la atención sanitaria, la seguridad social o la contaminación medioambiental), éste debe ser creado, cuando sea necesario, mediante la acción estatal.” (2007, p. 6) ¡Incluso los “neoliberales” necesitan del Estado moderno centralista y apelan a él! Incluso ellos, a quienes se ve como enemigos del Estado, no están dispuestos a conceder que la acción humana, para desarrollarse cooperativamente, no requiere de ningún centralismo estatista. El resultado no puede ser otro que lo que ya hemos vivido no hace mucho: el “capitalismo de amigos”, en donde los acumuladores de capital, mediante formas de influencia y tácticas prebendarias y corruptas, se hacen amigos del poder político de turno para garantizarse mercados financieros y de consumo de bienes y servicios.