Títere

Day 2,268, 09:10 Published in Spain Spain by Sans Nom Castaka


Miro la balada con desconcierto. No se que me impulsó a escribirla. Maldigo interiormente su influencia, por empujarme a hacer lo que él desea. Consigue que me sienta como un simple títere en sus manos.

He escrito otras dos estrofas. Sobre historia. El gobierno convocó un concurso de poesía. La presencia de uno de los responsables en los alrededores del metabunker hace unos días me induce a pensar que tal vez, quizás, la balada que el Embaucador me indujo a escribir le sugirió a ese hombre la posibilidad de realizar el concurso. Tal vez me equivoque. Tal vez no. Con el Embaucador las cosas son siempre así: casualidad o causalidad. O ambas.

Envié los escritos, animado en parte por esa sensación de responsabilidad causal. Tal vez errónea. Quizás cortesía. Quizás agradecimiento. Probablemente sólo le esté dando más importancia de la que realmente tiene. No obstante, mi ánimo ha mejorado con esto. La fiebre ha remitido. Deseo saber más de mi alrededor.



Conecto las pantallas. La historia del soldado es atrayente. No puedo evitar dejarme llevar y entrar dentro de ella. Él no me puede ver, pero estoy allí, tras su compañero, mientras examina el cadáver en la silla.

Estoy allí mientras deduce lo ocurrido. Estoy allí cuando su cuchillo toca la placa de identificación. También estoy allí mucho antes, cuando un descuidado hombre firma su sentencia de muerte cogiendo unas gafas. Cuando se entrevista con su nuevo jefe.

Se que estaré otra vez allí, cuando los acontecimientos sigan su curso. Invisible. Sólo un testigo. Un entrometido, posiblemente. Invitado por el soldado, seguro. No era el único que estaba allí mirando. Cuantos más voyeurs, mejor. Aunque sería mejor que hubiera más historias.




Hay actividad en el ministerio. Me acerco, curioso. Han publicado los resultados de sus eventos. No puedo evitar pecar de cierto egoísmo buscando los relativos a los versos.

Hay pocos. En realidad, sólo ha participado otro. Han determinado que no es de recibo valorarlos, y que serán recompensados a discreción. Entiendo la decisión. No es fácil proponer actividades y lograr actividad. No puedo evitar sentirme algo responsable del fiasco, en base a la odiosa casualidad y causalidad del Embaucador. Tal vez si no hubiera escrito nada… tal vez no.

Hay participantes alzando la voz. Han estado señalando lagunas, vacíos, irregularidades, en el concurso de vídeos. Intuyo que habrá bronca, por unos y otros. Algunos soslayarán su responsabilidad por haber participado en el modo en el que lo han hecho. Otros rehuirán tomar partido explícitamente. Habrá quien enmascare simple codicia en un reglamento difuso. No puedo evitar sentir disgusto por lo que veo. Cómo se pervierte un objetivo. Me recuerda por qué sólo tengo dos razones para hacer algo: por propia voluntad sin esperar nada, o mediante pago acordado. Poner esperanzas en los demás es desolador. E ingenuo.




Dijo que los recuerdos son los que ayudan a vivir. Ahora dice que no recuerda. Pero sigue esperando, aunque no lo sepa. O no lo admita.

Hubo un tiempo en que era diferente. Yo nací mucho después. Es una suerte que los recuerdos se compartan y se mantengan, aún tras la muerte o el cambio. Es un crimen que haya quienes destruyan sus propios recuerdos. La atrocidad de destruir recuerdos ajenos se escapa completamente de mi entendimiento. Ni yo, que estoy dispuesto a hacer cualquier cosa por una suma adecuada, cometería tal pecado contra el Bushitaka.

Recuerdos. Me apetece consultar recuerdos. Recuerdo que Padre me legó una máquina para ello. Está en el corazón del metabunker. Abandono la sala de las pantallas, y bajo al Sancta Sanctorum de mi morada. Un leve escalofrío recorre mi columna en el ascensor. Es mi subconsciente, entrenado durante toda mi infancia para no dejarme bajar allí. Pongo en blanco la mente para eliminar su influencia.

La estructura metálica en forma de cúpula produce cierto desasosiego, iluminada con los tubos fluorescentes. En el centro de la gran sala está la Esfera, la fuente de energía del metabunker. Sólo podría definirla como ominosa. Todo su diseño invita a alejarse de ella. Alrededor, abandonados sin orden ni concierto, trofeos, aparatos, libros, vehículos… pudiera ser un museo, de no tener el conjunto un aspecto tan desolador.

Busco la Máquina. La encuentro.




Doy una vuelta alrededor de la Máquina. Su aspecto es de lo más inadecuado a su propósito. Los gustos de Padre eran extravagantes. La Maquina es un fiel reflejo de ellos. La carcasa, un templo del horror vacui, está prácticamente completa. El interior, absurdamente complejo y modular, no. Aún así, funciona.

Muevo la palanca de encendido. No podía ser otro modo de activación, en un artefacto tan extravagante. Sigue inerte. Vuelvo a rodearla. Sigo la conexión de alimentación. Va hacia la Esfera. No sabía que necesitase tanta energía, como para conectarse directamente a la fuente primaria. Me acerco a la Esfera, a comprobar dónde está el problema.

Tendrías que haber visto la cara que pusieron cuando les di las pastillas y les obligué a abrazarse. Épico.

Me detengo. Miro a mi alrededor. Mi subconsciente grita, araña y me sacude. Quiere irse de allí. Le ignoro. Avanzo hacia la Esfera.

Sé que fueron ellos. Los Cabrones. Me encerraron en aquella casa y me torturaron hasta la locura. Y luego hasta la muerte.

He oído otra voz, distinta a la primera. El núcleo del metabunker, esa esfera que le da energía a todo… su superficie deja de ser sólida. Espirales. Fluye. Estoy más cerca. No creo haber dado más pasos.

Un capitán idiota, un sargento que no se impone, y la misión es entrar en un laboratorio en una de las lunas de Júpiter haciendo de niñeras de unos científicos más sospechosos que un armisticio en Oriente Medio. Pues claro que terminó mal. Debí meterles un tiro en cuanto los ví. Bang, bang, bang.

La Esfera brilla tenuemente. Las formas que dibuja su superficie, en constante cambio, me tranquilizan. Acallan mi subconsciente. Nunca había valorado la parte más importante de mi morada. Las voces que se oyen a mi alrededor dejan de resultar extrañas.

¿El Dorado? Buena suerte con eso. A mi me mataron cuando apenas llevábamos un tercio del viaje, por meterme donde no me llamaban. El resto cayó por fiebres, por los animales salvajes o de puro agotamiento. El infierno es verde, te lo aseguro.

Mi mano se extiende buscando tocar la superficie del núcleo. Ésta se abre, mostrando el interior.




Un hombre en el centro, sentado en un sillón. Tiene barba y el pelo cano, ligeramente ondulado. Escucha, más que charla, con los que le rodean. A su alrededor, la más extraña colección de personas que pudiera darse. Se turnan ordenadamente para contar historias, añadir detalles a otras, o comentarlas. El hombre del sillón apenas habla. Muestra interés.

A su izquierda, una figura cambiante se inclina, susurrando a su oído de vez en cuando. Los otros no se acercan a esta figura de varias caras.

A su derecha está Padre. No participa en la conversación. Mira una foto de Madre. Por un momento, compartimos pensamientos. El ser multiforme de la izquierda me mira.

Una mano aferra mi hombro y me aleja de la Esfera.

- Eh, todavía no, muchacho, todavía no. Cada cosa a su tiempo.

Me siento embotado, como si acabase de recibir una paliza. La superficie del núcleo es sólida. No hay voces. Noto el conocido olor a incienso del tabaco del Embaucador. Es él quien me ha arrastrado lejos de la Esfera. Aun no soy capaz de articular palabras cuando él se hace cargo.

- Mírate, a tu edad haciendo trastadas. Este sitio es peligroso, se te entrenó para que a la primera señal de peligro, te dieras la vuelta. Ese cacharro te sorbe el seso si no tienes cuidado.

Me coge del mentón, gira mi cabeza y examina mis ojos. Lo hace tan rápido que tardaré tiempo en molestarme por ello.

- Bueno, estás entero. Vete a tu cámara, y métete en la cápsula médica. Ahora subiré yo, voy a comprobar que todo sigue en orden.




Subo a mi cámara. El Embaucador queda atrás, comprobando los rincones de la cúpula del núcleo. Aprovecho el momento. Debo ser rápido.

Papel. Lapiz. Escribo mecánicamente el mensaje de Padre. Un sobre. Pongo la dirección de Madre. No estoy convencido de que deba ayudar a Padre. Si sé que el mensaje que quiere darle a Madre es importante. Al menos, para ellos. Entrego el sobre a un mensajero. Entro en la cápsula a tiempo, antes de que él regrese.

Relajo mis músculos. Me mira a través del plexiglás. Sonríe. Desde dentro no puedo oírle. Activa la cápsula. El anestésico actúa rápidamente.

Olvido.

























Nadie se preocupa por los mensajeros. Cuando una carta no llega a su destino, la gente maldice, reniega y se enfada. Pero nadie se pregunta por la suerte de quien se encargaba de su transporte.

Tal vez tengan familia. Tal vez sean sólo autómatas. Quien sabe, quizás quisieron ser otra cosa, pero no pudieron. Sólo se limitan a cumplir su labor con una eficacia tan aterradoramente mecánica, que su labor queda unida al resultado. A nadie le interesa lo que ocurra en su trayecto.

Los silenciadores no ocultan totalmente el ruido. Lo amortiguan, pero sigue sonando, como si se dejase caer un pesado libro al suelo. El estallido habitual se sustituye por el sonido sordo de una gran historia cayendo sobre ti.

El mensajero oye ese sonido, y será el último que escuche. Cae al suelo con la nuca ensangrentada. La carta aún sigue en su mano.

Unos zapatos viejos como el mismo mundo se plantan al lado de la cabeza inerte. Una mano baja y arranca la carta de los dedos del muerto, precedida por un intenso aroma a incienso.

La mano despliega la carta. La otra mano, acerca un cigarro al papel. Empieza a arder. Se consume poco a poco.

Desaparece.

Satisfecho, el Embaucador da una lenta calada. Suelta lentamente el humo, mientras te lanza una mirada torva. Después, te habla.


- Si, a ti. Para mí no hay cuarta pared. Te estoy vigilando. No vuelvas a intentarlo.