Inmóvil desde la oscuridad...

Day 2,487, 06:37 Published in Spain United Kingdom by Lillian Ravenscourt

“No entiendo que me pasa, mi cuerpo no quiere reaccionar, quiero abrir los ojos, pero estos se niegan. Mi garganta se niega a gritar, noto como mis músculos reciben la orden, pero se quedan inmóviles, sobre la cama.” Fue mi pensamiento aquella noche...

La angustia y el terror crecen como si fueran una gigantesca ola que arrasan todo a su paso, crece descontrolada, con el único objetivo de destruirlo todo a su paso. La impotencia de ser una estatua cuando quieres echar a correr sin mirar atrás, salir de ese infierno que se acaba de desatar en tu habitación, esa necesidad imperiosa que activa tu yo más primario de conservación, chocan de frente contra la cruda realidad, estaba paralizada.

Lo vi disfrutar mientras me colocaba sobre la silla y me ataba con fuerza. Noté la cuerda rozando mi piel, pellizcándola, magullándola, abriendo pequeñas laceraciones. Me amordazó justo cuando se me escapó un gemido ronco y lastimero, aquella no era mi voz, no la reconocía, parecía la de otra persona que estuviera en la habitación, pero allí solo estábamos él y yo. Recuerdo aquella sensación que me invadía, como estar viendo una película de terror de la que no puedes apartar los ojos, pero que no quieres ver. Todo tenía una luz extraña y diferente.

- Me has traicionado y mancillado nuestra relación haciendo lo que has hecho con tu jefe. Quiero que sepas que esto me duele a mi más que a ti.

Aquellas palabras chocaron en mi mente como un tren de alta velocidad contra un muro, ¿cómo sabía aquello? Habían sido discretos durante meses, ¿acaso me estaba espiando? ¿Quién demonios era él?

-Te voy a quitar la mordaza, pero como grites te rebano el cuello aquí mismo. - Asentí y me retiró la mordaza. - ¿Entiendes el mal que me has hecho cuando te he visto revolcándote con otro?

Mi mente iba a mil por hora, no sabía quién era él y porque me decía todo aquello. Estaba demasiado aterrorizada y oí salir de mi boca las palabras, atropellándose entre ellas.

- No se quien eres, no entiendo nada de lo que estás diciendo.
- ¿Intentas jugar conmigo?
- No, no se quien eres, no se como sabes lo de esta noche ni como has entrado en mi casa.

Sentí su ira, su furia crecer en su interior, lo noté cuando me puso aquella mordaza de nuevo y me clavó aquella jeringuilla. No se que contenía, pero noté como mis músculos volvían al silencio, omitiendo mis órdenes. Me desató con tranquilidad, quería frotarme las muñecas, me ardían, pero no pude. Me puso sobre la cama y arrancó mi pijama, me dejó desnuda frente a él. Jamás había sentido una sensación de desamparo mayor que esa, comprendí que como mujer y como ser humano, una acción tan sencilla como mostrar la desnudez, era una elección nuestra y verte forzada a ello, te hacía sentir vejada. Noté el fuerte olor de la lejía llenar mis fosas nasales, ese vapor inundándome los pulmones y acto seguido, ese escozor, esa mezcla desagradable de escozor, quemazón y dolor, tan intenso, tan real, que te cortaba hasta la respiración. Quería gritar que parara, que me dejara, suplicarle que no siguiera, pero de mi garganta no salía nada. Vi esa sonrisa cruel cuando dio por finalizada su tarea, mi piel, más blanca de lo normal, me dolía. Nunca olvidaré ese dolor sordo, no es como cuando te das un golpe y el dolor es a nivel muscular, sabes que está ahí, es un dolor profundo, pero el dolor de la piel, el de millones de terminaciones nerviosas mandando impulsos a tu cerebro que se confunden, ese dolor, es difícil de dejar atrás. Es un dolor tenaz y persistente, esa confusión de dolor, de escozor, de ardor, creía que me iba a volver loca. Noté mis ojos inundándose de lágrimas, como estas caían por mis sienes y como con cada milímetro que humedecían, hacían más presente aquella sensación en lugar de aliviarla.

Cuando abrió mis piernas, estaba desorientada y confusa, no podía pensar con claridad, pensé que iba a tomar lo poco que quedaba de mi, pero no lo hizo. Ese embudo, puesto allí, fue confuso y entonces noté la lejía deslizándose en mi interior. Si el dolor de mi piel fue devastador, aquella sensación, me dejó por unos segundos sin respiración y pensé que ese había sido mi final, que allí acababa todo, que dejaría de padecer. Pero mi cuerpo se negó a rendirse, creo que mi necesidad de supervivencia fue la que prevaleció por encima de mi deseo de que todo acabara rápido. Aquel olor que inundó mis pulmones, esa mezcla metálica con el del cloro. Deseaba tanto levantarme y echar a correr, meterme en agua fría y aliviar todo aquel dolor, pero seguía inmóvil e impotente.

Quizá, en otras circunstancias, lo que vino después hubiera podido destrozarme de dolor, pero por encima de todo, persistía el recuerdo de la lejía y los estragos que me había causado. Se que mi resistencia llegó a su límite, que la necesidad de supervivencia que había sentido horas antes, por fin se estaba rindiendo y me encontré dando gracias al cielo y a un Dios del que siempre había dudado, por poner fin a todo aquello. Estaba lista para abandonar, estaba lista para que todo acabara y lista para dejar de existir, porque el solo hecho de pensar en seguir con vida después de aquella macabra sesión, me destrozaba el alma. Era algo para lo que no estaba preparada.

Sentí el hormigueo en mi cuerpo, se estaba despertando, habría podido mover partes de mi, pero ahora era yo misma la que me paralizaba, para mi, la historia de mi vida, se había acabado. Recuerdo esa sensación de abandonar mi cuerpo, de verlo desde arriba, como una cascara vacía, de presencial el espectáculo dantesco de aquel hombre desprovisto de piedad. De como me vistió con la túnica azul y me sentó en una silla, colocando las palmas de mis manos como si estuviera rezando. Lo hizo todo con una extraña devoción y reverencia, yo, que siempre me había proclamado agnóstica, incluso atea en tantas ocasiones, ahora veía aquello que había sido mi cuerpo, representando algo bíblico, comprendí el lado más oscuro y la verdad más aplastante de la ironía. Lo vi marcharse de mi casa, dejarme a oscuras frente a mi, a mi cáscara, había acabado su trabajo y yo me quedé sin saber cual fue mi pecado.

Ahora, estaba muerta...