Erase una vez un Imperio

Day 2,746, 16:42 Published in Chile Chile by Van Belisario

Ojo que no me refiero al Imperio eChileno, sino a la pasajera posición Chilena de fines del siglo XIX.

Encontre un articulo que procedo a poner en esta vitrina.



“Sólo imagine si nosotros nos viéramos mañana envueltos en una guerra contra Chile. En qué miserable condición nos encontraríamos; podríamos mandar allá a nuestra marina completa y aquellos acorazados chilenos la barrerían del océano”.

El autor de la carta que se cita es un almirante. ¿Peruano? ¿Argentino? No. Estadounidense.

Así es. En 1877, el almirante David Porter alertaba con estas palabras de la inferioridad militar de los Estados Unidos ante Chile.

Y no estaba solo en su preocupación. El asunto se discutió con urgencia en el Congreso de los Estados Unidos. Allí, el representante Benjamin Harris pintó un panorama vívido de la amenaza chilena: “Es manifiesto que, en un conflicto con esa pequeña nación, los Estados Unidos estarían desamparados para resistir el primer ataque, y Chile podría imponer tributo a la ciudad de San Francisco o sellar el Golden Gate como una muralla de hierro”.

Algo parecido decía en 1884 Albert G. Browne ante la Sociedad Americana de Geografía: “Chile, si le place, puede dominar la costa del Pacífico de los Estados Unidos. Cualquiera de sus tres acorazados puede echar a pique todos los buques de madera de nuestra miserable marina”.

Chile nunca llegó a enviar esa expedición contra la costa occidental de Estados Unidos, pero sí chocó directamente con la potencia del Norte, justo a mitad de camino: en Panamá.



Los norteamericanos tenían un claro interés en la zona: lograr que el Estado de Panamá se independizara de Colombia, para convertirlo en un protectorado en el cual poder construir un canal que uniera el Pacífico con el Atlántico, evitando el largo trayecto hasta el Cabo de Hornos (o sea, precisamente, hasta Chile).

Tomando una de las constantes revueltas panameñas como excusa, Estados Unidos intentó su jugada en 1885, enviando dos barcos y un contingente de marines que desembarcan en Panamá.

A la intervención del imperio del Norte siguió la respuesta del imperio del Sur. Chile envió su crucero Esmeralda, que arribó al istmo el 28 de abril. Y logró lo increíble: Estados Unidos prefirió evitar el conflicto, los marines se retiraron y dos días después el gobierno de Bogotá retomó el control de Panamá.



El poder de la Esmeralda, considerado el barco de guerra más rápido del mundo por esos días, era temido por la marina estadounidense. Según el Army and Navy Journal, “la Esmeralda puede destruir a toda nuestra Armada, nave tras nave y nunca ser tocada”.

La intervención chilena en Panamá fue la cúspide del poder chileno en el Pacífico, una que resume el historiador William Sater en el título de su libro Chile y Estados Unidos: imperios en conflicto. Pero también fue el comienzo de su fin. Alertado por el bochorno de Panamá, el Congreso estadounidense aprueba la ley naval e inicia un ambicioso plan de inversión en su Armada que pronto deja atrás a Chile, sumido en la guerra civil de 1891 e incapaz de sostener una carrera armamentista contra una economía inmensamente superior.



La nueva realidad se hace patente cuando, en 1892, Chile pide disculpas e indemniza a Estados Unidos por la muerte de dos marineros en una pelea a la salida de una cantina en Valparaíso. El incidente deja la correlación de fuerzas en claro, pero no impide que Chile continúe con su sueño imperial en el Pacífico.

El país sabía que un imperio sin colonias no era un imperio. Y el tiempo era propicio: si años antes se había producido la carrera de las potencias europeas por dividirse África, ahora era el turno de repartirse Oceanía: Francia crea la Polinesia Francesa, Estados Unidos anexa Guam y Hawai, Alemania compra las Palau, y Gran Bretaña forma varios protectorados.

¿Y Chile? La efeméride todos la aprendimos en el colegio: en 1888, tras un acuerdo entre Policarpo Toro y los jefes rapanui, la isla es anexada. De lo que se habla menos es de lo que pasó después: los 77 años en los cuales nuestro país no administró la isla como parte de su territorio, sino que la explotó como una colonia al estilo de los grandes imperios de la época.



El verbo correcto, efectivamente, es “explotar”. Siguiendo el modelo de Holanda con Indonesia, del Reino Unido con India o de Bélgica con Congo, el Estado la entregó a una empresa privada, la Compañía Explotadora de la Isla de Pascua.

Los colonizados no eran chilenos. Tampoco tenían derechos de ninguna especie. Fueron despojados de sus tierras y reducidos a Hanga Roa, encerrados por un muro que no podían traspasar sin autorización, mientras la Compañía Explotadora convertía a la isla en una hacienda ganadera para la cría de ovejas.

La suerte de los rapanui no fue distinta a la de los colonizados por los imperios europeos en África o Asia: trabajo servil, represión brutal y pequeños alzamientos sofocados con más brutalidad, incluso con la ayuda de la Armada chilena cuando fuera necesario.

Recién en 1952 se acabó el contrato de explotación y la isla pasó al control de la Armada, y hubo que esperar hasta 1965, tras un nuevo levantamiento liderado por Alfonso Rapu, para que la ley Pascua convirtiera a la isla en un departamento de la provincia de Valparaíso, y a sus habitantes en ciudadanos chilenos con derechos como la libre circulación y el voto.

Así, en la misma época en que las colonias africanas se independizaban, Pascua era admitida como parte de la metrópoli, de un imperio que nunca fue. De aquella época aún queda nuestra grandiosa noción de “Chile tricontinental”, gracias a la ex colonia de Pascua en Oceanía, y a la congelada reclamación territorial sobre un sector de la Antártica.



Y también, claro, la parte más incómoda: delitos de lesa humanidad, como el “lunes fiscal”, un día de trabajos forzados instaurado por la Armada. Y los castigos (“azotes, tortura sistemática de parte de oficiales navales, violaciones, abusos deshonestos…”) contra los colonizados.

Cosas del imperialismo.

FUENTE: Que Pasa