HALIARTO

Day 2,602, 14:21 Published in Spain Germany by selenios


Batalla de Haliarto

Año 395 a.C.

El ejército espartano brama a las puertas de Haliarto, sediento de nuestra sangre tebana. Entonan canciones conocidas por muchos y temidas por todos, pues el guerrero más fiero sobre la faz de la tierra es nacido en Esparta, concebido para la guerra y criado para la batalla, pues la gloria espartana se halla en matar y morir defendiendo a su patria. Sus cuerpos son un canto a la belleza masculina, hercúleos, curtidos, repletos de cicatrices, fieles testimonios de sus lides. No hay mujer en toda Grecia que no desee yacer una noche de su vida junto a semejante hombre.

Su líder, Lisandro, ni siquiera ha esperado la llegada del resto de sus fuerzas, comandadas por Pausanias, atrapadas en los lodazales del Peloneso. Lisandro confía a ciegas en el valor de su guardia personal espartana, unida a soldados focios y a tropas venidas del norte de Grecia, para tomar al asalto las murallas de Haliarto. Ya forman filas, blandiendo sus escudos y lanzas, portadores de la furia espartana, infundiendo el miedo en los corazones de los habitantes de la capital de Beocia.



Pero Lisandro no ha tenido en cuenta que los guerreros de Tebas hemos venido en auxilio de nuestros hermanos Beocios, a defender su capital con nuestras vidas, a derramar sangre espartana sobre las laderas del monte Libetrio, a hacer pagar a Esparta su arrogancia y el desprecio que muestran hacia el resto de los hombres, a quienes consideran claramente inferiores, poco más que ancianas bajo vestimenta de soldado. Se burlan de nosotros diciendo que sus hembras son más valientes en la batalla que el mejor de nuestros guerreros. Van a pagar caras sus blasfemias, pues yo mismo pienso cortarles esas lenguas infames.

Mi nombre es Σελήνιοσ (Selenios), capitán de la Guardia Real. Junto a mí forman mis hombres, los 50 mejores hoplitas tebanos, adiestrados bajo mi mando, templados bajo mi acero. Les confío mi vida igual que ellos me confían las suyas. No hay paso atrás si yo no lo ordeno, dispuestos a seguirme hasta las profundidades del Averno, dispuestos a morir no por Tebas o por su Rey, sino por su capitán.

Nuestro Rey, Ἀγάθων (Agatón), es un joven de apenas 18 años. Ésta será su primera contienda y, a lomos de un impresionante caballo blanco, intenta infundirnos valor con un discurso pronunciado con voz temblorosa.

Es entonces cuando focios y espartanos comienzan lentamente su avance, ya que no quieren desfondarse antes de llegar hasta nuestro encuentro. Mientras los veo acercarse, mi mente viaja hacia mi tierra, Tebas, hacia mi mujer Σαπφείρη (Sapphira). Hacia su espigada figura, su largo pelo oscuro y sus labios carnosos. Labios que pocas noches atrás recorrían mi cuerpo tras anunciarle mi partida. El miedo a no volvernos a ver, desataba una vez más nuestra pasión, llevándola a extremos salvajes, furiosos, abocando a nuestras almas hacia el frenesí sexual y la lujuria de la carne. Si esa ha de ser nuestra última noche, por los dioses del Olimpo que será una noche larga y brutal, en la que no quedé ningún anhelo carnal por descubrir.

Aún siento en mis manos el tacto de sus voluptuosos pechos. Aún siento en mi boca el sabor de su piel y la textura de sus pezones erectos. Aún siento en mi miembro el calor de su sexo, la humedad de su boca y la estrechura de su ano. Bravos pueden ser los espartanos, pero no los creo capaces de embestidas como la de aquella noche, cuando la espalda de ella se curvaba una y otra vez, como si se fuera a quebrar, cuando su cuerpo se pegaba al mío intentando que mi miembro llegara lo más hondo posible, deseosa de sentir mi semilla caliente derramada en su interior.

Temblaba la pared contra la que empotraba a mi mujer como tiembla ahora la voz de mi Rey. Una acometida tras otra, sus piernas alrededor de mi cintura, sosteniéndola en el aire con la fuerza de mis brazos, ella clavándome sus uñas en la espalda hasta hacerme sangrar, pieles erizadas que vibran ante el menor roce, gimiendo ambos, jadeando, suspirando el uno por el otro, murmurando palabras soeces y rogando a los dioses que esa noche no se acabe nunca y que mi miembro entre más adentro, hasta partirla en dos si hace falta.
Cambiamos la pared por el suelo, para sentir ella la piedra fría en su espalda y el peso de todo mi cuerpo, aplastándola con fuerza. Abría sus piernas con elasticidad más propia de una pantera que de una mujer y la lascivia se reflejaba en nuestros rostros, en nuestra mirada sucia, en el olor asfixiante a sexo que impregnaba el ambiente.

Orgasmo tras orgasmo, quedamos extenuados por el derroche de energía, empapados con el dulce néctar del sexo, arropados únicamente con el calor de nuestros cuerpos dormimos las pocas horas de Luna que quedaban hasta el alba.



Sería injusto que mi mente no recodase también a mi amante Δαναοι (Danaë), aristócrata de conducta disoluta y gusto por lo militar, especialmente por los mangos gruesos de espada. Yo, casi en la cuarentena, prácticamente doblaba su edad y por todos los dioses que jamás conoceré a mujer más viciosa. A solas, deseaba ser dominada, mancillada como pocas meretrices hubieran consentido, tratada peor que una vulgar esclava en el harén del más tirano oligarca persa. Se deleitaba comiendo, tragando, engullendo y bebiendo del licor de mi sexo, mientras juraba no conocer bebida más sabrosa. Disfrutaba siendo atada y castigada, veneraba la correa de mi cinto y no había cuerda suficientemente apretada para su gusto. Deseaba ser asfixiada mientras mi cuerpo penetraba en el suyo y protestaba a gritos si yo aflojaba la presión de mis manos.

En cambio, cuando llegaba acompañado de mi mujer, Δαναοι se transformaba y se convertía en una bestia indomable. Yo, dominador por naturaleza, pasaba a ser el dominado. Les encantaba jugar a atarme a la cama, boca arriba, que pudiera ver como ellas disfrutaban de sus juegos y yo rabiaba desesperado por que llegara mi turno. Veía impotente como ellas jugaban con sus lenguas, como gemían, como rozaban sus sexos entre sí y extraían el máximo placer de sus cuerpos. Yo, armado hasta explotar, les ladraba que ya era mi turno, recibiendo risas y burlas como respuesta.

Cuando por fin entraba en escena, vendaban mis ojos y jugaban a que yo debía adivinar su identidad por el sabor de sus sexos. Así mientras una montaba mi cara, otra hacía lo mismo con mi cintura. En caso de equivocarme, recibía como castigo el azote de mi propia correa. Al parecer soy un hombre que erra con inusitada facilidad.



Por último, no pude quitar de mi cabeza el momento en el que el propio rey Ἀγάθων llegaba en noche cerrada hasta la puerta de mi hogar. Anunciaba entre gimoteos que la guerra con Esparta había sido declarada, que ya era tarde para echarse atrás, pues habían aceptado e oro persa y que sería más imprudente traicionar a los persas que aliarse con ellos. Así se tramó la desgracia de Tebas, hilada por generales corruptos y un rey que no era más que un niño.

-¿Para qué vienes hasta mi casa en mitad de la noche?

-Tú eres el capitán de mi Guardia y …

-Mentira. Podrías habérnoslo comunicado en Palacio o en Cuartel. ¿Qué es lo que deseas de mí?

Su mirada infantil y consentida no se despegaba del suelo. Desde hacía semanas sabía de sus titubeos cuando me hablaba, de las erecciones bajo la toga cuando le enseñaba a combatir, de su deseo hacia el calor de mi cuerpo.

-¡De rodillas! –le ordené.

Él me miró aterrado. Yo lo cogí por el brazo y lo estiré con fuerza hacia abajo. Agatón se agachó con un brillo lascivo en sus ojos.

-¿Qué sucede? –preguntó Sapphira al entrar en la sala.

-Toma asiento, mi amor, y observa como un rey se arrodilla ante tu hombre.

Acto seguido, descordé mi cinto y me deshice de mi túnica. Cogí con fuerza la cabeza mi rey y la acerqué a mi sexo, mas no hizo falta presión alguna pues el gran Agathon salivaba como un perro ante un hueso. Tan llena le quedó la boca que ni palabras le cabían.

Σαπφείρη esbozó una sonrisa pícara y comenzó a tocarse suavemente por encima de la túnica primero y abiertamente sobre su piel después. Al ver como aquella flor rosada comenzaba a humedecerse, aparte la cabeza de mi Rey y lo giré hacia ella.

-¿Quién es ella, principito?

Agatón me miró sin entender lo que me proponía.

-¿Tu mujer? –el Rey se llevó por su respuesta una sonora bofetada que le hizo caer de espaldas.

-Ella es Sapphira, tu Diosa por esta noche. Gírate y hazle a ella lo que me estabas haciendo a mí. Ponte cuatro patas. –El Rey negó con la cabeza repetidas veces, temeroso de lo que podría hacerle yo ante tal profanación -¡AHORA!

Sapphira abrió sus largas piernas y acogió la cabeza del Rey entre ellas. Y mientras él lamía, yo aparté esas piernas enclenques y blanquecinas para abrirle por vez primera el jardín de lo prohibido, hasta hacerle derramar su simiente sobre el suelo de mi casa.



El discurso de Agatón por fin terminó. Con el corazón de los hombres más frío que tibio, nuestro Rey cabalgó hacia la protección de las murallas de Haliarto, dejando su guerra en manos de hombres de verdad.

Mis hombres comenzaron a golpear sus escudos con el pomo de sus espadas. No querían escuchar a su Rey. Si ésa iba a ser su última batalla, querían bajar al infierno guiados por la voz de su Capitán.



-¡SOLDADOS DE TEBAS! –bramé con todas mis fuerzas.

-¡ALALA, ALALA, ALALA, ALALA! –respondieron mis soldados con el grito de guerra griego.

Ya no eran solo mis hombres los que martilleaban sus escudos, medio ejército lo hacía.

-¿Para qué hemos venido hoy aquí?

-¡VICTORIA Y MUERTE! ¡VICTORIA Y MUERTE! ¡VICTORIA Y MUERTE! ¡VICTORIA Y MUERTE!
-Para Tebas…

¡VICTORIA, VICTORIA, VICTORIA!

-Paaaaaaaara Espaaaaaaaarta –escupía saliva a cada sílaba que pronunciaba.

-¡MUERTE, MUERTE, MUERTE, MUERTE!

-¡Soldados de Tebas! ¡No os oigo! (en realidad era mi voz la que ya no podía oírse ante el grito unánime de los allí presentes)

-¡MUERTE, MUERTE, MUERTE, MUERTE!
-¡MUERTE, MUERTE, MUERTE, MUERTE!
-¡MUERTE, MUERTE, MUERTE, MUERTE!


-Soldados de Tebas… ¡AVAAAAAANZAD!

Y así, con el brutal espíritu de Ares ardiendo en nuestro interior, hicimos frente a la milicia espartana.



Sabíamos que Lisandro había concentrado a sus mejores guerreros en el centro de la formación, dejando los flancos a los focios. Nuestra táctica era clara, romper la línea espartana y partir su ejército en dos. Una insensatez, un sin sentido, idea solo imaginable en la mente de un loco. Algo solo al alcance de Selenios y sus 50 soldados.

Desde las muralla partió una lluvia de flechas dirigidas hacia el centro de la formación enemiga. Desde la retaguardia volaron cientos de piedras lanzadas con precarias hondas, desde nuestras filas se arrojaron largas lanzas. Los primeros espartanos, incluso bien amparados por la protección de sus escudos, comenzaron a caer, conseguimos abrir hueco, romper su fila de lanzas y escudos, crear un poco de caos entre sus huestes.

-¡Tebanos, en cuña! –ordené a mis hombres.

Mientras cargábamos, rompimos la formación en línea y creamos un triángulo. El impacto contra la línea espartana a medio quebrar fue demoledor. El chirrido de los escudos golpeándose entre sí, el griterío de las primeras almas en expirar, el sonido de los músculos al tensarse, la sangre mojando mi espada, el sudor corriendo por la frente.



-¡MUERTE, MUERTE, MUERTE! –seguían gritando mis hombres.

Empujando, acuchillando y matando abrimos la línea espartana. Dioses hechos soldados eran obligados a retroceder. Hombres nacidos para matar morían bajo el filo de una espada tebana. Nuestros pies caminaban por una alfombra de muertos arropados en capas rojas e insignias espartanas.

Tras una hora de batalla, mi brazo izquierdo apenas conseguía soportar el peso del escudo. De blandir la espada y atravesar carne, mi muñeca derecha dolía como si tuviera miles de espinas clavadas. Y aún así, me mantenía en pie, empapado en sangre propia y ajena, escuchando a mis espaldas el bramido de mis hombres una y otra vez; muerte, muerte, muerte.

Y de pronto, apareció el propio Lisandro haciéndome frente. Escudo en mano lanza en ristre, cuerpo moldeado por la brega, con cicatrices viejas y recientes, el porte de auténtico Rey.

¡Qué envidia me daban los espartanos al ser dirigidos por semejante Coloso!

Cargó escudo contra escudo, y las canas de su barba mintieron sobre su vigor. Fui yo quien fue propulsado hacia atrás, sin presentar apenas resistencia. Lisandro cargó de nuevo, ésta vez proyectando su lanza hacia mi escudo, pensando que quebraría de nuevo mi aguante. Ladeé hacia arriba mi escudo y la punta de su lanza salió despedida hacia el cielo. A la vez, lancé una estocada hacia su pierna derecha, abriendo brecha en ella. Bajó la guardia un instante y lo aproveché para golpearle primero con el escudo y después lanzarle una estocada que, a pesar de no alcanzarle de pleno, le partió la mandíbula.

Los espartanos, viendo a su rey clavar la rodilla en el suelo, quisieron protegerlo, pero yo ya no iba a soltar a mi presa. Me abalancé sin pensarlo sobre el grupo que había acudido a socorrerlo. Recibí un tajo en el pecho mientras acuchillaba al capitán de su guardia. Vi morir a uno de mis mejores hombres protegiendo mi espalda. Otro cayó a pocos pasos atravesado por una lanza espartana. Mas de nuevo tenía ante mí a Lisandro, sosteniéndose a duras penas en su vertical. Cargué con la furia de un Titán, con el ímpetu de Apolo, con el relámpago de Zeus centelleando en mis ojos. Mi espada atravesó sus costillas y escuché alto y claro el quebranto de sus huesos. Esputó sangre hacia mi rostro y a mí me supo al sabor de la victoria.

Sentí euforia sin fin, un orgasmo brutal más allá de lo sexual al darle muerte al mayor de los espartanos. Yo ya no era Selenios, sino una bestia bajo la figura de un hombre. Con un pie en el cadáver de su rey, dirigí la mirada hacia el resto de su Guardia Real.



Ellos no vieron a un tebano, a una anciana enfundada en ropajes de soldados, vieron el rostro de la muerte, al animal que anida en lo más profundo de nuestro ser. Y retrocedieron colina abajo con sus corazones enloquecidos por el miedo, gritando Άρης είναι εδώ (Ares está aquí).

Los focios, impresionados ante la desbandada espartana, siguieron sus pasos y abandonaron el campo de batalla, grabándose en sus almas a fuego el nombre de Heliarto


Así fue como terminó la batalla de Haliarto, para mayor gloria de Tebas.

Así fue como se inicio la Guerra de Corintio, para mayor desgracia de Tebas.

Así fue como Agatón se transformó de niño a hombre, no en el campo de batalla, sino arrodillado en el salón de mi casa

Y así fue como en toda Esparta creció la leyenda de Σελήνιοσ y sus 50 espartanos nacidos en Tebas.

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