Un hombre de mar

Day 2,444, 14:01 Published in Spain Germany by selenios

Yo soy un hombre de mar. El placer que siempre me ha provocado navegar me ha ayudado a olvidar el hecho de que jamás he tenido un punto en el mapa hacia el que dirigirme. Vida sin metas claras, sin horizontes definidos, dejándome llevar por la marea que el destino elige.

Y en esas estaba yo, navegando feliz con las velas hinchadas por un fuerte viento de popada, partiendo el mar en dos con mi afilada quilla, deleitándome con ese olor a salitre que te acuna como si fuera una madre, cuando se acercó a mi vera una fragata. Ésta no se fiaba de trapo alguno para decidir su futuro, la potencia de su motor era más que suficiente para desafiar la bravura de cualquier océano.

Y me propuso navegar juntos, la fragilidad de mi velero quedaría protegida por la robustez de su casco. Yo, a cambio, le explicaría el secreto de domar el viento a mi conveniencia, aunque solo fuera para que ella se burlara de mi primitivo método. Yo la acompañaría en su soledad compartida, pues su capitán no la llenaba como ella quería, ni sacaba de su potente motor el mejor rendimiento.

Yo, que seguía sin saber hacia dónde ir, quedé seducido por su propuesta, en especial, por la seguridad con la que fue planteada.
Así que desmonté mis velas, guardé las jarcias, y até cabos firmes con ella. Durante un tiempo compartimos con placer nuestras aguas, abarloados en un abrazo incompleto, temerosos de miradas ajenas como si acaso llevásemos cargas clandestinas, visitamos parajes extraordinarios con los que jamás había soñado y que, además, descubríamos al mismo tiempo. Yo, con mis rudimentarios conocimientos de mecánica, logré sacarle todos los caballos y recuperar un brío que ella ya ni siquiera recordaba. Llegó un momento en que ya no podía dormir sin haber escuchado previamente el gemir de sus motores a toda potencia y su ronroneo posterior. Me maravillaba la forma de su eslora y pensaba que podría pasarme el resto de mi vida acariciando sus perfectas imperfecciones.

Pero una noche de densa niebla su capitán decidió que semejante buque no podía navegar al lado de un balandro como el mío, que el motor y la vela eran incompatibles. Ella, fría como el metal que la formaba, eligió lo que más le convenía y ya no la culpo por ello. Así pues, la mañana amaneció mortecina, sin visibilidad alguna, con el mar muerto y sin fuerza, una balsa de aceite carente de energía, pero con el cabo flácido como mis velas caídas. Todo lo que una vez hubo al otro lado, había ahora desaparecido.

La llamé primero en voz baja, titubeante, luego a gritos, desesperado. Tantos meses plácidamente remolcado, me habían dejado abotargado. Mi bitácora se había imantado y ya no mostraba norte alguno, mis aparejos estaban liados entre sí y los cabos sueltos se amontonaban unos encima de otros. ¿Cómo podía haber dejado tan descuidada mi más amada pasión? ¿Ella, que siempre había estado junto a mí en los momentos buenos y en los malos, había sido apartada por la engañosa fiabilidad del vil metal?

Mi instinto de marino me advirtió de aquella falsa calma. Pero yo estaba demasiado disperso en mis tristes lamentaciones para ver la tormenta que se avecinaba. Un nido de nubes negras se arremolinaron a mi alrededor, un viento huracanado se empecinaba en quebrar mi mástil y la lluvia azotaba todo mi cuerpo como un látigo de cien cabezas.



Y yo lo observaba todo sin comprender nada. ¿Dónde estaba mi fragata? ¿Por qué había elegido a su capitán y a su tecnología y no mi arte milenario? Levanté el puño no hacia la tormenta que amenazaba con hundirme, sino hacia el lugar donde debería haber estado ella. Y la maldije, la maldije y la maldije. La maldije con todo el vocabulario de marino que ha visitado mil puertos y en ninguno ha hallado cobijo. Y la volví a maldecir una y otra vez hasta que llegó un momento en el que mi garganta estaba seca a pesar de la lluvia. Y entonces la maldije sin palabras, hacia mis adentros, hasta que caí de rodillas sobre la bañera y me puse a llorar como un miserable que ya no da pena a nadie, compadeciéndome de mi mismo por mi escasa fortuna, por seguir sin saber qué hacer con mi vida o hacia dónde dirigirla, deseando que la tormenta me llevara a pique de una vez por todas y terminara con mi sufrimiento ¡Ojalá me estrellara contra cualquier arrecife de coral o me embarrancara en un bajío! Yo ya no quería navegar más, odiaba el mar pues todo lo que me rodeaba me recordaba a ella.

Y mi balandro resistió sin mí el envite de las olas, me protegió de la furia del mar quien se sentía ninguneado ante mi indiferencia. Y es que si odias al mar, el mar te acaba odiando a ti. Se empeña en doblegarte, postrarte y hacerte visitar al dios Neptuno.

Fueron primero días, luego semanas, finalmente meses en los que me sentía pequeño y solo, pequeño y solo, PEQUEÑO Y SOLO. Yo era un ser insignificante ante la inmensidad del océano, únicamente arropado por mi balandro ya casi completamente desnudado por la tormenta.

Me imagino que llegó un momento en el que me levanté, aunque no recuerdo cuando fue. Simplemente me vi con mis manos de nuevo acariciando el timón con suma delicadeza, como si estuviera hecho de cristal y el mero tacto fuera a romperlo. Después levanté la mirada y recorrí con ella cada uno de los recovecos del balandro, y el balandro me miró a mí. Nos reconocimos mutuamente, como amantes que han estado apartados mucho tiempo pero jamás han olvidado la pasión que una vez tuvieron.

Repuse las jarcias, icé el velamen, cacé las escotas y ceñí el foque del trinquete. Y mi balandro me susurró un sincero agradecimiento, no más crujidos quejicosos provocados por el castigo al que yo le había sometido por culpa de mi abandono. Palabras de amor en lenguaje marinero.

Y volví a sentir el olor a salitre en mi piel y aún no entiendo como osé cambiar ese olor a mar por el olor a diesel y aceite de motor.

Y volví a poner mi quilla a contraviento y trasluchar esquivando la botavara con la misma pericia de antaño, porque eso corre por mis venas con mucha más fuerza que la sangre.

Y volví a sentirme capitán. Porque no necesito fragata bajo mis pies, sino balandro que me proteja cuando lo necesito.

Y sigo sin un punto definido en mis cartas marinas ni aguja que me oriente, pero vuelvo a ser feliz al navegar.









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