Álvaro Saldaña (I) Bautismo de Fuego

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13 de Julio de 1558

Mi nombre es Álvaro Saldaña, nacido en un pequeño pueblo castellano llamado Villacreces, hijo y nieto de pastor de ovejas. A mis 19 años y empujado por el hambre, formo en fila junto a otros quince mil infantes a punto de enfrentarnos al grueso del ejército francés a orillas del río Aa y a las puertas de la villa de Gravelinas, cerca de Calais.

Aún arropado por los hombres más fieros que jamás tendré el honor de conocer, tiemblan mis piernas como el papel y palidece mi rostro ante la cercanía de la muerte, pues ante nosotros tenemos otros tantos hidalgos franceses dispuestos a vengar la humillante derrota que les infringieron mis compañeros en San Quintín. Y a estas estamos, a punto de usar los hierros, que uno de mis camaradas, Tonet el Catalán, me lo ha de echar en cara.

-Ovejero, un Tercio sólo vomita por efecto del vino, nunca por miedo. Así que si la bilis sube hasta tu boca, te la tragas y la devuelves al estómago. Ahora es donde debe estar.

-Uno nunca llega a saber de qué está hecho hasta que no le citan a pie de cañón –susurro a modo de disculpa por mi alterado estado - ¿Por qué el Tercio español tiene que estar siempre el primero de la fila, presto a recibir el fuego enemigo?

Lanzo una mirada hacia las posiciones de nuestros aliados flamencos y alemanes, formados en la retaguardia, bien a salvo del peligro francés. Pero no soy consciente, por ser mi primera participación en batalla, que mis palabras son una ofensa para el honor de los Tercios, demostrado en la lid en un millar de ocasiones y escrito en la Historia con la sangre de los hombres caídos. De ese modo, Lope de Diego, a quien todo el mundo llama “Maestre” a pesar de no tener más rango que el de soldado, me coge de la pechera de la camisa y me pone su daga en el cuello.

-Ovejero, estar en el centro de la formación, dispuesto a recibir un balazo por Santiago y por España, es el mayor honor que has de recibir en tu miserable vida. Y aviva el color de tu rostro o voto a Dios que yo mismo te rebano el cuello antes de la brega, pues nadie pone en duda el valor de los Tercios y menos un mocoso copula ovejas como tú.

Lope de Diego, hombre callado y taciturno, al que nunca hasta la fecha había oído hilvanar más de cuatro palabras seguidas incluyendo juramentos, ha sido un padre para mí (y yo un hijo para él) desde que me alisté como voluntario en los Tercios. Y sin embargo, no hay duda en sus ojos, dispuesto a darme matarile allí mismo si vuelvo a faltar el respeto a la mejor infantería que ha conocido este mundo.

Trago saliva y balbuceo toscamente una frase de disculpa que se la lleva el viento. No hay tiempo para más, pues la caballería francesa ya carga directa hacia nosotros, con más de tres mil jinetes con sus lanzas afiladas dirigidas a nuestros pechos descubiertos.

Es entonces cuando los hombres se movilizan. Clavan en el suelo el apoyo de sus arcabuces y avivan las mechas, presta la pólvora para ser usada. Yo no soy más que un imberbe aprendiz y obviamente no he sido armado más que con una daga de buen tamaño que ahora sujeto como si me fuera la vida en ello, cosa que es cierta.

El Maestre apunta con detenimiento y abre fuego el primero, pues los galones ganados en el campo de batalla le han dado ese derecho entre los hombres. Vemos todos como acierta en su blanco y tumba al primer caballero a escasos cincuenta metros de distancia. Acto seguido, una columna de humo y muerte sale despedida de nuestra posición y es bien recibida por el grueso de la caballería francesa, quien a pesar de las numerosas bajas causadas sigue avanzando en tropel directa hacia nosotros.

Juro por Cristo que jamás olvidaré como suena el relincho de un centenar de caballos cuando son alcanzados por las balas. Ni la voz del mismísimo Satanás puede ser más aterradora que lo que acaban de escuchar mis oídos.

Mi miedo se ha disipado, pues ahora por fin tengo una tarea de la que me he de ocupar. En mis manos se halla el arcabuz del Maestre, presto a ser recargado, mientras mi padre en la guerra apunta con cuidado su segundo arcabuz.

-¡Alzad picas! –grita de repente alguien de mando.

Una fila de hombres armados con largas picas se adelanta a los arcabuceros. Su misión es recibir la carga de la caballería y proteger así a nuestros tiradores. Tampoco me he ganado el derecho a sujetar una pica y espero justo detrás de Xosé, O Percebeiro, para ayudar en lo que buenamente pueda.

Para su desgracia, la pica del gallego no encuentra cuerpo francés y recibe un sablazo en plena cara, un tajo bien profundo que le abre las puertas del cielo de par en par. Yo, sin pensar, me abalanzó sobre el jinete y le clavo la daga bien profundo en su pierna. Tiro de daga y pierna, desmontando al jinete, quien cae al suelo proliferando mil maldades gabachas contra todos mis muertos.

Me quedo parado ante la dimensión de mi hazaña, completamente desarmado, pues mi daga sigue clavada en su pierna, y sin darme cuenta de que el francés echa mano de un pistolete que lleva al cinto, embocándome con ella.
Para fortuna mía, allí está Tonet el Catalán, con un ojo en los franceses y otro en mí, bien dispuesto a atravesar con su espada la garganta del francés. Éste, en reflejo estertóreo, aprieta el gatillo, mas la bala pasa rozando mi mejilla, dejándome mi primera cicatriz en batalla. La primera de muchas que estaban por venir.

El muro de jinetes se ha estrellado contra nosotros, el Tercio español. Y vive Dios que de ahí no han de pasar. Los arcabuceros retoman sus disparos, otros usan sus pistoletas y algunos consiguen matar con sus picas. Todos bien juntos, sin fisuras, jalando las armas y tiñendo los hierros de rojo gabacho, demostrando que el Tercio español no ha conocido rival aún que lo quiebre en dos, ya sea un tropel de jinetes quien lo enfrente o el mismo infierno abriéndose bajo nuestros pies.

En eso estamos, en matar mucho y bien, cuando recibimos la orden de avanzar, pues los franceses se han dado cuenta de que nada van a conseguir sacrificando a su caballería y se baten en retirada.
Muchos son los jinetes que permanecen aún con vida sepultados por el cuerpo muerto de su caballo. No hay piedad para ellos en el acero español y, recordando el episodio de la pistoleta, paro a acuchillarlos con la misma cantidad de cuidado y saña.

Avanza el Tercio español por tierra francesa, encarando sin miedo las gruesas bocas de los cañones que nos esperan a orillas del Aa. Es entonces cuando sentimos las salvas de los barcos ingleses que han venido a ayudar, pues en ese momento odian más al francés que al español, y que barren con gran acierto las tropas francesas, provocando gran confusión y muerte.

Encaramos el centro de la infantería francesa al grito de ¡Por Santiago y Cierra España! Pero apenas encontramos resistencia del otro lado, más pendientes de poner a salvo sus vidas que de quitarnos las nuestras, embestidos ahora también por nuestra caballería con el conde de Egmont a su cabeza. Al parecer el valor no es solo propiedad del pobre sino también de algún noble. Yo le grito vivas y salves como si acaso supiera quién es.

Más tarde los libros explicarán la masacre gabacha que hemos causado en este día, mas en ese momento solo pensábamos en hacer nuestro oficio con disciplina y calidad, no dejando francés con vida por más que pidiera cuartel, pues Dios es piadoso y tiene espacio de sobra en sus cielos.
Termina la brega y me hallo cubierto de sangre de pies a cabeza, la camisa con algún jirón y una espada francesa colgando de mi cinto. Poco acostumbrado a esas lides, no aprovecho el momento de calzarme una o dos pistoletes como sí han hecho mis compañeros.

El júbilo por haber salvado el cuello me embriaga por completo, salto, brinco, saludo y me abrazo a mis hermanos de armas. Paco, el Gitano, me hace notar que corren lágrimas por mis mejillas y me obliga a tomar un buen trago de vino. Lope me mira divertido, con una sonrisa de satisfacción en su cara, aunque no atina a encontrar palabras acertadas para ese momento y prefiere restar callado. Mas esa sonrisa es suficiente recompensa para mí. Tonet, me coge del pelo con fuerza y después me abraza con profusión, me habla en esa lengua suya de la que solo capto palabras sueltas, pero que me llenan de orgullo. Y así con otros muchos a los que conozco solo de unas semanas y que ya los considero mi nueva familia.

Esa noche salimos a celebrarlo por las calles de Gravelinas porque la ciudad es nuestra por derecho de armas. Bebemos vino en abundancia y mis compañeros contratan con ansia el servicio de mujeres, pues la paga ha sido ya repartida entre los hombres, cosa que me comentan no es nada habitual. También se burlan de mí por no querer andar con furcias. En una de éstas, se produce un altercado que hace relucir el acero.

Paco, el Gitano, borracho de vino malo y aguado me espeta con sorna:
-¿No son suficientemente buenas para ti las putas francesas, Ovejero? ¿Acaso no son mejores que las ovejas de tu pueblo?

Lope, el Maestre, desenvaina su espada y pone su filo a escasos centímetros del rostro de Paco. Éste sabe por puro instinto que si mueve una ceja es hombre muerto.

-Gitano, ¿estás diciendo que un soldado del Tercio folla con ovejas?

Todos callan, conscientes de que esos mismos términos había usado Lope horas antes, a punto de iniciarse la batalla. Pero también saben, mucho más que yo, que ya he recibido mi bautismo de fuego y he dejado de ser aquel pueblerino persigue gallinas, para convertirme en uno de ellos.

Tal sentido honor hay en los hombres que conforman el Tercio, muchos de ellos antiguos rufianes asalta caminos, que dos hermanos de sangre han de medir sus aceros en caso de menosprecio hacia uno de sus miembros. Así que Paco el Gitano, borracho como estaba, intenta escoger sus palabras con cuidado porque sabe que de ellas dependerá el inicio del duelo a espadas.

-Álvaro, créeme que lo siento por mi desafortunado comentario. Bebe mi vino en muestra de respeto.

El Gitano me ofrece su jarra de barro, sacada de la última taberna que hemos frecuentado. La tomo y bebo hasta terminarla y después la estrello contra la pared.

-Nada he oído, Gitano. Por mí, estamos en paz.

-A partir de esta noche, este chico ha dejado de llamarse “el Ovejero” –dice Lope encarando su espada con todos los presentes –Por el momento lo llamaremos Álvaro Saldaña, hasta que se gane su nuevo apodo. ¿Alguien que lo discuta?

Todos niegan muy serios. Finalmente, Lope de Diego envaina su hierro y sin añadir palabra, da por zanjado el asunto. Los hombres respiran con alivio, nunca es agradable ver sangre amiga derramada, algo a lo que ya andan demasiado acostumbrado por temas de faltar al honor, orgullos heridos y guerras europeas que jamás tendrán fin.

Así fue como, tras recibir mi bautismo de fuego en la batalla de Gravelinas, gané mi derecho a dejar de ser llamado Ovejero, apodo que para ser sinceros ya le tenía cariño.