Crímenes en guerra - 3ª parte

Day 2,258, 07:11 Published in Spain Portugal by Personahumana

Oporto, enero de 2014


Oporto se veía inmensa desde el aire. El ruido monótono y continuo de los rotores del helicóptero Q4 que nos transportaba sumado a un día tranquilo, sin viento, permitía una navegación calma y sosegada que me hizo enmimismarme con el espectáculo de la alfombra multicolor de casas y edificios que la capital económica de Portugal desplegaba allá abajo, a orillas de un mar que reflejaba, brillante, los plateados destellos de un sol radiante. A mi lado, Trachemys Scripta (Rvega, como pedía que le llamásemos) dormitaba mecido por el suave compás de la navegación aérea, las manos recogidas sobre el vientre, la cabeza inclinada hacia delante, barbilla al pecho, gafas de sol cubriendo los ojos cerrados, de tal suerte que más parecía que estuviese leyéndose las manos que dando una cabezada; sólo su respiración profunda desvelaba su verdadera actividad pasiva.

Rvega era mi actual compañero. A la semana de mi llegada también él fue trasladado, y por los gritos del Comisario al teléfono cuando acabó la entrevista con el nuevo compañero, debía haber recibido similar trato al que me había llevado a mí allí, lo cual enojaba a un severo Chuchi, quien temía que se le llenase la comisaría de “descartes incómodos” (alguna vez había hablado así de nosotros en sus menos sosegadas reflexiones a los cuatro vientos, sin importarle aparentemente que fuésemos partícipes de sus comentarios). No conocía su historia, lo mismo que él no me había interrogado sobre la mía; y así llevábamos casi un mes de silencios eternos (era raro oírle hablar) y forzada, que no incómoda, camaradería, basada en que él tampoco pertenecía a la milicia mayoritaria en nuestra unidad, sino a Botellón de Combate. El caso es que en las actuaciones en las que habíamos intervenido había dado muestras de su habilidad en tareas policiales, más basadas en la disuasión que en el uso de la fuerza, aunque no le había temblado el pulso al tener que hacer uso de métodos más expeditivos a la hora de controlar situaciones adversas.


La ciudad se tornaba desastre al llegar a la zona Norte, al Barrio de Guifões, que aparecía como un montón de esqueletos de viviendas unifamiliares degradados a montones de cascotes que llenaban las calles de piedras y restos de rutinas truncadas. Una revuelta en Lisboa se había propagado con algo más de fuerza de lo habitual a la zona de Oporto, y el ataque de alguna milicia lusa por propia iniciativa había pecado de un apresuramiento que se había traducido en errores de cálculo al delimitar los objetivos, cayendo las bombas más potentes cerca de los campamentos españoles, pero no en ellos, por lo que habían arrasado en su ofensiva zonas periféricas de la ciudad a orillas del Atlántico como aquella, arruinando las vidas de los compatriotas que luchaban por liberar.

El Q4 nos dejó en un prado a unos 200 metros de nuestra meta, y en nuestro caminar nos cruzamos con equipos de bomberos lusitanos apoyados por militares españoles excavando en las piedras y guiando a perros de los entrenados sólo para buscar cadáveres; máquinas despejando avenidas repletas de desolación, tristeza y muerte; familias rebuscando entre las ruinas objetos pasados que pudiesen hacer olvidar, siquiera por unos instantes, el tenebroso presente y el desalentador futuro.


Llegamos a los aledaños de una casa bastante completa a la que sólo faltaba el lateral de una de sus habitaciones, rodeada por entero de una cinta plástica que restringía el paso, prohibición completada por una pareja de soldados de Spectra que, indolentes, contemplaban a unos operarios sacando un cadáver en una camilla y tapado con un sudario blanco de la demolida casa de la acera de justo enfrente de la que escoltaban, mientras dejando escurrir el humo de un cigarrillo entre los labios.

Levanté la mano al reconocerles y respondieron sin cambiar el rostro serio. Les pregunté por qué habían solicitado que fuéramos allí, a lo que me respondieron que el que parecía llevar la iniciativa indicó que ellos habían solicitado una pareja de inspectores (enfatizó con evidente intención la última palabra), ya que había un muerto en la casa. Crucé mis brazos, posando, como al descuido, mi mano sobre la insignia de sargento, gesto que no les pasó desapercibido (eran soldados rasos), y les pregunté qué tenía aquel fiambre de especial.

- Compruébelo usted mismo, señor.

Me sentí contento con el efecto causado y la frialdad de la respuesta del soldado (que también había remarcado la palabra "señor"); no me gustaban estos piques sin sentido, pero tampoco dejarme ningunear sin motivo. Además, si estábamos allí nosotros y no otros era porque éramos los únicos disponibles, pues los demás estaban movilizados en apoyo de las tropas que aplastaban los últimos coletazos de la revuelta de Lisboa o involucrados en otros servicios. Pensaba en ello mientras entraba con precaución a la casa subiendo por el talud formado por los restos amontonados de los ladrillos que otrora conformaran la pared, accediendo a una estancia que parecía haber sido un elegante comedor y donde sólo quedaban algunos muebles rotos, un reloj de péndulo parado a las 10:47, una gran mesa robusta de madera noble, posiblemente ébano, cubierta de restos parciales de la misma pared caída, a cuyo extremo más apartado de donde estaba yo, sentado en la única silla que había en la habitación, el cadáver de un soldado nos esperaba.

Fue impactante. En el acto sentí una inquietud, una señal de alerta un aviso de que aquello daba muy mala espina, y la expresión de la cara de Rvega delataba que él experimentaba idénticas sensaciones. La zozobra que producía en nosotros la presencia de esa figura no se debía solamente a que el cuerpo estaba atado a su elegante asiento de pies y manos, así como a la altura del pecho y del cuello, manteniéndolo erguido, tal como si estuviera esperando paciente una comida que nunca llegaría, sino a un gran y sorprendentemente perfecto orificio que atravesaba la cabeza de parte a parte, atravesando carne, vísceras y hueso, y a través del cual podía divisarse el otro extremo de la calle, pues el cuerpo estaba de espaldas a una gran ventana.

- Fotografíalo todo, tanto dentro como fuera de la casa - dije a Rvega.

Él asintió silencioso, sacó la cámara y empezó a plasmar hasta el más mínimo detalle de aquel lugar. Me llamaba poderosamente la atención el hecho de que todo el uniforme estaba lleno de polvo, quizá procedente del derrumbe de la casa, pero no la cabeza. Desde los hombros hasta la coronilla era imposible encontrar una sola mota de polvo, mientras que el resto del cuerpo estaba totalmente cubierto de cemento molido, lo que hacía resaltar el rojo intenso de la sangre y las vísceras. Era como si la cabeza hubiese estado protegida durante el derrumbe de la pared y fuese descubierta para ese momento concreto. Todo ello confería una apariencia terriblemente teatral, cual si todo fuese una cuidada puesta en escena preparada ex profeso; y eso era lo que me hacía permanecer en una situación de expectación y tensión.


Examinándolo de cerca, el cadáver resultaba aún más impresionante, pues el uniforme estaba perfectamente preparado, casi como lo habría podido hacer el mismo soldado si le estuviese pasando revista un estricto sargento. La bandera de eEspaña aparecía apagada en gris, así como las medallas que cubrían el pecho y los detalles de insignias y galones, brillantes en otros tiempos. Parecía faltar un detalle importante, como era la ausencia del emblema de la milicia a la que pertenecía ese hombre, pues el uniforme no era el reglamentario de las FFAA. Alargando la mano, abaniqué el brazo izquierdo del cuerpo, apartando el polvo sobre esa zona donde debería estar situado el escudo de la milicia. Levanté algo de polvo gris, pero no encontré el verde oliva del uniforme español, sino el blanco sucio de un lienzo. Tomé mi cuchillo de combate y lo introduje entre el uniforme y el paño, levantándolo para descubrir los brillantes colores de un roto2 sobre la bandera de España, aunque lo que en verdad me dejó helado fue que ese emblema de las FAF aparecía tétricamente manchado con un número 5 pintado cuidadosamente con sangre no del todo seca.

Aquello ahondaba en la hipótesis de la representación, pues era un claro mensaje dirigido a los miembros de las FAF, quizá para alguno o algunos en concreto, quizá una amenaza para todos ellos. Pero, además, en sanguinolento número abría nuevas preguntas en mi mente: ¿habría más víctimas? ¿Cuál sería el móvil? ¿Quién podía odiar tanto a las FAF, con lo buena gente que son los FAFeros? Pero una duda me acuciaba por encima de todas desde el mismo momento en que descubrí al sonriente roto2 sonriéndome en el brazo del muerto: ¿quién era el fallecido?


Llevé la mano con la que sostenía el cuchillo, ahora temblorosa por la tensión, hacia el cuello del soldado para apartar la guerrera y buscar las placas de identificacion. No había llegado a rozar la prenda con la punta del cuchillo cuando la mano de Rvega detuvo mi brazo con gran fuerza. Casi salto de la impresión, volviéndome hacia él con los ojos de quien sale violentamente de un trance profundo, sintiendo mi frente perlada de frío sudor. Me quedé con una maldición a flor de labios al ver la cara pálida y la mirada de ojos fijos de mi compañero, que seguí hasta el pecho del fiambre para escudriñar atentamente. Entre los pliegues de la ropa parecía destacar un fino hilo de color azul; pero no, no era un hilo: era un cable. Me quedé rígido, y desasiéndome de la mano salvadora, aparté las mías suavemente, recorriendo al occiso con la mirada en busca del más pequeño detalle, descubriendo que el cable asomaba nuevamente por detrás de la corva de la rodilla izquierda, perdiéndose bajo el asiento. Mi compañero y yo nos tumbamos en el suelo, las palmas pegadas al mismo, para comprobar horrorizados que bajo el asiento donde plácidamente descansaba nuestro silencioso acompañante había una importante carga explosiva, suficiente como para hacer desaparecer del mapa toda aquella casa y a todos sus ocupantes.

Incorporándome, llevé mi mano al móvil para llamar a los artificieros para que desactivasen el artilugio y poder llevar el cuerpo a la morgue para realizar un análisis más intenso que pudiese arrojar algo de luz sobre ese siniestro mensaje. Hablé directamente con el comisario Chuchi, explicándole la situación y el espectáculo. No me sorprendió que me dijese que no podía mandar a los artificieros, ya que todos estaban desactivando bombas-trampa en la carretera Oporto-Lisboa tras la retirada portuguesa, pero sí que me considerase relevado del caso. Me dijo que recogiese pruebas y dejase intacto el cuerpo, custodiándolo hasta la incorporación de dos inspectores que mandaba ahora mismo para allá, pues ese caso ¡me venía grande!

-Sí, señor, como usted diga.

Colgué. Rvega leyó en mi cara el disgusto. Nos iban a relevar por no tener experiencia suficiente. ¡Ja! Estaba seguro que nadie llevaba destinado allí más de dos años, y dudaba mucho que nadie se hubiese enfrentado nunca a un criminal como el que había despachado a aquel soldado, pues todo apuntaba que era un asesino en serie. Me iban a relegar y no podría hacer nada; lo más probable es que ni me dejasen colaborar en la investigación basándose en cualquier excusa. No lo iba a permitir. Por roto2 que no.

- ¿Has hecho fotos del cuerpo también?

Rvega asintió, mirándome ahora con extrañeza, la cual se acrecentó al verme dirigirme al cuerpo.

- ¿Qué vas a hacer?

Tenía el cuchillo en la mano de nuevo y me acuclillé ante el cadáver.

- Sal de la casa.

Negó con la cabeza. Puse cara de cabreo, pero sabía que no iba a conseguir que se fuese.

- Pues trae aquí la cámara. Quiero que fotografíes las placas. Al menos nos llevaremos eso.


Se puso detrás mía y esperó mis movimientos. Metí el cuchillo detrás del botón superior de la guerrera y corté los hilos que lo sujetaban. La determinación de averiguar la identidad del muerto había proporcionado rigidez y decisión a mis movimientos, que eran de neurocirujano, aunque no por ello dejaba de sudar copiosamente mientras dudaba de la cordura de mis actos. Caído el botón, seguí hurgando con el cuchillo para separar la tela, abriéndola levemente. Rvega alumbró con su linterna y el brillo metálico de la cadena me permitió acercar la punta de mi improvisado bisturí a la misma y engancharla para tirar de ella. Despacio, las placas fueron asomando desde el pecho del soldado. Mi corazón acelerado no habría ido más rápido si hubiese estado corriendo un maratón. La sangre martilleaba mis oídos, haciendo inaudible todo aquello que no fueran mi miedo y mi deseo de saber.

Con un suave movimiento arrastré lo suficiente las placas para que pudiésemos sacarles varias fotografías. Entre destello y destello del flash descubrí horrorizado como un cable en este caso rojo aparecía enganchado a la misma cadena. Me volví a Rvega y le dije en un tono seco que no admitía discusión:

- Corre.

Tras un breve titubeo, los labios fruncidos tragándose las palabras, abandonó la casa a toda prisa, avisando a los guardias que había una bomba a punto de estallar.


Mierda. Cuantas veces no había bromeado con aquello de que la curiosidad mató al gato. Maldije mi actitud estúpida y arrogante y me centré en evitar morir de forma espectacular. Despacio, deposité las placas contra la piel del muerto con toda la suavidad que me permitía mi ahora no tan firme pulso, pero al soltarlas escuché un casi imperceptible click que anunciaba mi fracaso. Me levanté de un salto y corrí con todas mis fuerzas, el corazón en la boca, hacia el hueco en la pared, y salté fuera casi trastabillándome, rodando talud abajo esperando sentir el potente estallido a mi espalda, tapándome cabeza y oídos con las manos una vez me quedé quieto boca abajo en el suelo... pero nada sucedió.


Continuará…


1er. Clasificado Premios Espaugyl de Literatura, Diciembre 2013