Pulpazo congresil

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Mi programa:
(Cualquier parecido con "Masa y Poder" de Elías Canetti es pura coincidencia)


INVERSIÓN DEL TEMOR A SER TOCADO
Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido.
Desea saber quién es el que le agarra; le quiere reconocer o, al
menos, poder clasificar. El hombre elude siempre el contacto con lo
extraño. De noche o a oscuras, el terror ante un contacto inesperado
puede llegar a convertirse en pánico. Ni siquiera la ropa ofrece
suficiente segurida😛 qué fácil es desgarrarla, qué fácil penetrar hasta
la carne desnuda, tersa e indefensa del agredido.
Todas las distancias que el hombre ha creado a su alrededor han
surgido de este temor a ser tocado. Uno se encierra en casas a las que
nadie debe entrar y sólo dentro de ellas se siente medianamente
seguro. El miedo al ladrón se configura no sólo como un temor a la
rapiña sino también como un temor a ser tocado por algún
repentino e inesperado ataque procedente de las tinieblas. La mano,
convertida en garra, vuelve a utilizarse siempre como símbolo de tal
miedo. Mucho de ello ha pasado a formar parte del doble sentido de
la palabra «agarrar». Tanto el contacto más inofensivo como el
ataque más peligroso están ambos contenidos en ella, y siempre hay
cierta influencia de lo último en lo primero. El sustantivo «agresión»
se ha reducido, sin embargo, sólo al sentido peyorativo del término.
Esta aversión al contacto no nos abandona tampoco cuando nos
mezclamos entre la gente. La manera de movernos en la calle, entre
muchos hombres, en restaurantes, en ferrocarriles y autobuses, está
dictada por este temor. Incluso cuando nos encontramos muy cerca
unos de otros, cuando podemos contemplar a los demás y
estudiarlos detenidamente, evitamos en lo posible entrar en
contacto con ellos. Si actuamos de otra manera sólo es porque
alguien nos ha caído en gracia y entonces el acercamiento parte de
nosotros mismos.
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La rapidez con. que nos disculpamos cuando entramos
involuntariamente en contacto con alguien, la ansiedad con que se
esperan esas disculpas, la reacción violenta y, a menudo incluso
cuando no hay contacto, la antipatía y el odio que se sienten por el
«malhechor», aunque no haya modo de estar seguro de que lo sea,
todo este nudo de reacciones psíquicas en torno al ser tocado por lo
extraño, en su extrema inestabilidad e irritabilidad, demuestra que se
trata de algo muy profundo que nos mantiene en guardia y nos hace
susceptibles de un proceso que jamás abandona al hombre una vez
que ha establecido los límites de su persona. Incluso el sueño, que
nos vuelve mucho más inermes, es demasiado fácil de turbar por
esta clase de temor.
Sólo inmerso en la masa puede el hombre redimirse de este
temor al contacto. Se trata de la única situación en la que este temor
se convierte en su contrario. Es esta densa masa la que se necesita
para ello, cuando un cuerpo se estrecha contra otro cuerpo, densa
también en su constitución anímica, es decir, cuando no se presta
atención a quién es el que le «estrecha» a uno. Así, una vez que uno
se ha abandonado a la masa no teme su contacto. En este caso ideal
todos son iguales entre sí. Ninguna diferencia cuenta, ni siquiera la
de los sexos. Quienquiera que sea el que se oprime contra uno, se le
encuentra idéntico a uno mismo. Se le percibe de la misma manera
en que uno se percibe a sí mismo. De pronto, todo acontece como
dentro de un cuerpo. Acaso sea ésta una de las razones por las que la
masa procura estrecharse tan densamente: quiere desembarazarse lo
más perfectamente posible del temor al contacto de los individuos.
Cuanto mayor es la vehemencia con que se estrechan los hombres
unos contra otros, tanto mayor es la certeza con que advierten que
no se tienen miedo entre sí. Esta inversión del temor a ser tocado forma
parte de la masa. El alivio que se propaga dentro de ella (y que será
tratado en otro contexto) alcanza una proporción notoriamente
elevada en su densidad máxima.
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MASA ABIERTA Y CERRADA
Una aparición tan enigmática como universal es la de la masa que
de pronto aparece donde antes no había nada. Puede que unas pocas
personas hayan estado juntas, cinco, diez o doce, solamente. Nada
se había anunciado, nada se esperaba. De pronto, todo está lleno de
gente. De todos los lados afluyen otras personas como si las calles
tuviesen sólo una dirección. Muchos no saben qué ocurrió, no
pueden responder a ninguna pregunta; sin embargo, tienen prisa de
estar allí donde se encuentra la mayoría. Hay una decisión en sus
movimientos que se diferencia muy bien de la manifestación de una
curiosidad habitual. Se piensa que el movimiento de unos contagia a
los otros, pero no es sólo eso, falta algo más: tienen una meta. Antes
de que hayan encontrado palabras para ello, la meta pasa a ser la
zona de mayor densidad, el lugar donde hay más gente reunida.
Hay que decir algo más de esta forma extrema de espontaneidad
de la masa. Allí donde se origina, en su mismo núcleo, no es tan
espontánea como parece. Pero en el resto, si prescindimos de las
cinco, diez o doce personas a partir de las cuales se originó, sí lo es.
Desde el momento en que se hace consistente desea aumentar su
consistencia. El ansia de crecimiento es la primera y suprema
característica de la masa. Quiere integrar en ella a todo aquel que se
pone a su alcance. Todo ser con forma humana puede formar parte
de ella. La masa natural es la masa abierta: su crecimiento no tiene
límites prefijados. No reconoce casas, puertas ni cerraduras; quienes
se encierran se convierten en sospechosos. «Abierta» debe
entenderse aquí en sentido amplio; lo es por todas partes y en
cualquier dirección. La masa abierta existe mientras crece. Su
desintegración comienza apenas ha dejado de crecer.
Porque con la misma rapidez con la que se constituyó, la masa se
desintegra. En esta forma espontánea es una configuración frágil. Su
apertura, que le posibilita el crecimiento, es, al mismo tiempo, su
peligro. Siempre permanece vivo en ella el presentimiento de la
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desintegración que la amenaza. Mediante un aumento acelerado
intenta escapársele. Mientras puede lo incorpora todo; pero como lo
incorpora todo tiene que desintegrarse.
En oposición a la masa abierta que puede crecer hasta el infinito,
que está por todas partes y que precisamente por eso reclama un
interés universal, está la masa cerrada.
Ésta renuncia al crecimiento y pone su mira principal en la
perduración. Lo que primero llama en ella la atención es el límite. La
masa cerrada se establece, se crea su lugar limitándose; el espacio
que llenará le es señalado. Es comparable a un cántaro en el que se
vierte líquido: se sabe siempre cuánto líquido puede aceptar. Se
hallan vigilados los accesos a su propio espacio; a ella no puede
ingresarse de cualquier manera. El límite se respeta. Puede que sea
de piedra, de sólidos muros. Quizá se requiera un determinado acto
de recepción; quizás haya que aportar determinada cantidad para
ingresar. Una vez que el espacio está lleno con la densidad deseada
no se admite a nadie más. Incluso si se supera el cupo de admisión,
la masa densa en el espacio cerrado continúa siendo lo más
importante; quienes han permanecido fuera no pueden realmente
formar parte de ella.
El límite impide un aumento desordenado pero dificulta y
retarda la desintegración. La masa gana en estabilidad lo qué
sacrifica de posibilidad de crecimiento. Se halla protegida de
influencias externas que podrían serle hostiles y peligrosas. Pero
cuenta además y especialmente con la repetición. Ante la
perspectiva de volver a reunirse, la masa supera una y otra vez su
disolución. El edificio la espera, está allí por ella y, mientras esté, se
volverá a encontrar reunida de la misma manera. El espacio le sigue
perteneciendo aun en la bajamar y, en su vacío, le recuerda el
período de pleamar.
LA DESCARGA
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El acontecimiento más importante que se desarrolla en el interior
tic la "masa es la descarga. Antes de esto, a decir verdad, la masa no
existe, hasta que la descarga la integra realmente. Se trata del instante
en el que todos los que pertenecen a ella quedan despojados de sus
diferencias y se sienten como iguales.
Entre estas diferencias, debe hacerse especial hincapié en las
impuestas desde fuera: diferencias de rango, posición y propiedad.
Los hombres en tanto que individuos son siempre conscientes de
tales diferencias, que descargan su peso sobre ellos y los mantienen
claramente separados. El hombre se sitúa seguro en un lugar
determinado y mantiene alejado a todo lo que se acerca con eficaces
gestos judiciales. Como un molino de viento sobre una extensa
llanura, así se encuentra el hombre de pie, expresivo y en
movimiento; hasta el próximo molino no hay nada. Toda vida como
él la conoce está hecha de distancias: la casa en que encierra su
propiedad y su persona, el puesto que ocupa, el rango al que aspira,
todo sirve para crear, para afianzar y aumentar distancias. La libertad
se ve coartada en el momento en que existe un movimiento de
mayor profundización hacia la otra persona. Impulsos y respuestas
quedan embebidos como en un desierto. Nadie puede llegar a las
cercanías, nadie alcanza las alturas del otro. Jerarquías sólidamente
establecidas en todos los ámbitos de la vida impiden el intento de
llegar hasta los superiores, de inclinarse hacia los inferiores, a no ser
para guardar las apariencias. En sociedades diversas estas distancias
están recíprocamente equilibradas de manera distinta. En algunas se
hace hincapié sobre las diferencias de origen, en otras sobre las de la
ocupación o propiedad.
No corresponde aquí caracterizar en detalle estas jerarquías. Lo
esencial es que están ahí, en todas partes, que en todas partes anidan
en la conciencia de los hombres y que determinan de manera
decisiva su comportamiento para con los demás. La satisfacción de
estar por encima de otros en la jerarquía no compensa la pérdida de
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libertad de movimientos. En sus distancias el hombre se hace más
rígido y hosco. Soporta estas cargas y no avanza. Olvida que él
mismo se las ha impuesto y anhela una liberación de las mismas.
Pero, ¿cómo ha de liberarse solo? Haga lo que haga para conseguirlo
y por muy decidido que esté, sigue inmerso entre los demás, que
malogran su esfuerzo. Mientras ellos mantengan sus distancias, no
puede aproximarse a ellos.
Sólo todos juntos pueden liberarse de sus cargas de distancia,
Eso es exactamente lo que ocurre en la masa. En la descarga, se
desechan las' separaciones y todos se sienten iguales. En esta
densidad, donde apenas hay hueco entre ellos, donde un cuerpo se
oprime contra otro, uno se encuentra tan cercano al otro como a sí
mismo. Así se consigue un enorme alivio. En busca de este instante
feliz, en que ninguno es más, ninguno mejor que otro, los hombres
se convierten en masa.
Pero el momento de la descarga, tan anhelado y tan feliz,
comporta un peligro particular. Padece de una ilusión básica: los
hombres, que de pronto se sienten iguales, no han llegado a serlo de
hecho y para siempre. Vuelven a sus casas separadas, se acuestan en
sus propias camas. Conservan su propiedad, no renuncian a su
nombre. No repudian a los suyos; no escapan a su familia. Sólo en
casos de cambios especiales y muy serios hay hombres que rompen
viejas ataduras y contraen otras nuevas. A tales lazos, que por su
naturaleza sólo pueden admitir un número limitado de miembros y
deben asegurar su existencia mediante estrictas reglas, las denomino
cristales de masa. Acerca de su función trataré posteriormente de
manera exhaustiva.
La masa misma, en cambio, se desintegra. Siente que acabará
desintegrándose. Teme su descomposición. Sólo puede subsistir si
el proceso de descarga continúa debido al aporte de nuevos
elementos humanos. Sólo el incremento de la masa impide a sus
componentes tener que someterse otra vez a sus cargas privadas.
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IMPULSO DE DESTRUCCIÓN
Se habla a menudo del impulso de destrucción de la masa; es lo
primero en ella que salta a la vista y se puede advertir que se
encuentra en todas partes, en los países y las culturas más variadas.
Si bien se trata de un hecho comprobable que se desaprueba, jamás
se explica satisfactoriamente.
Preferiblemente la masa destruye casas y cosas. Ya que muchas
veces se trata de objetos frágiles como cristales, espejos, jarrones,
cuadros, vajilla, se tiende a creer que sería justamente esta fragilidad
de las cosas lo que incita a la masa a la destrucción, bien es verdad
que el ruido que produce la destrucción, el fragor de la vajilla o el de
los escaparates hechos añicos, contribuye en buena medida a su
encanto: son los vigorosos vagidos de una nueva criatura, los gritos
de un recién nacido. Que sea tan fácil provocarlos aumenta su
popularidad; todo grita al unísono y el tintinear es el aplauso de las
cosas. Una particular necesidad de este tipo de estruendo parece
existir al comienzo de los acontecimientos, cuando la masa está
todavía compuesta por un número bastante reducido de elementos
y cuando no ha sucedido aún casi nada. El rumor promete el
anhelado refuerzo y es un feliz presagio de lo que sucederá a
continuación. Pero sería erróneo creer que la facilidad de romper
objetos es el hecho decisivo. Se ha comenzado con esculturas de
dura piedra y no se ha cejado hasta dejarlas mutiladas e
irreconocibles. Los cristianos destruyeron las cabezas y los brazos
de dioses griegos. Reformadores y revolucionarios hicieron bajar de
su pedestal las imágenes de los santos, a veces desde alturas
consideradas como de peligro mortal, y más de una vez la piedra que
se procuraba triturar era tan dura que no se conseguía destrozarla
por completo.
La destrucción de imágenes que representan algo es la
destrucción de una jerarquía que ya no se reconoce. Se atacan así las
distancias habituales, que están a la vista de todos y rigen por
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doquier. La expresión de su permanencia era su dureza, han existido
desde hace mucho tiempo, desde siempre, según se cree, erguidas e
inamovibles; y era imposible aproximarse a ellas con intención
hostil. Ahora están caídas y quedaron hechas escombros. La
descarga se ha consumado en este acto.
Pero no siempre se llega tan lejos. La destrucción de tipo
corriente, de la que se hablaba al comienzo, no es sino un ataque a
todos los límites. Ventanas y puertas pertenecen a casas, son la parte
más delicada de su limitación hacia el exterior. Destrozadas las
puertas y las ventanas, la casa ha perdido su individualidad.
Entonces, cualquiera puede entrar a su gusto, nada ni nadie está
protegido dentro de ellas. Por lo común, en estas casas están
metidos los hombres que pretenden excluirse de la masa, sus
enemigos .Ahora se ha destruido lo que los separa. Entre ellos y la
masa no hay nada. Pueden salir y sumarse a ella. Se les puede pasar a
buscar.
Pero, aún hay más. El mismo ser singular tiene la sensación de
que en la masa sobrepasa los límites de su persona. Se siente
aliviado, ya que todas las distancias que lo volvían a sí mismo y lo
encerraban en sí quedan abolidas. Al levantar las cargas de distancia
se siente libre y su libertad le empuja a sobrepasar esas fronteras. Lo
que le sucede también ha de suceder a los otros y espera lo mismo de
ellos. Le irrita que en un jarrón de gres todo sean límites. De una
casa le molestan las puertas cerradas. Ritos y ceremonias, todo lo
que mantiene distancias, le amenaza y le resulta insoportable. Se
intentará volver a llevar la masa fragmentada a esos recipientes
preformados. Ella odia sus futuras prisiones que siempre le fueron
cárceles. A la masa desnuda todo le parece la Bastilla.
El más impresionante de todos los medios de destrucción es el
fuego. Es visible a gran distancia y atrae a otras personas. Destruye
de manera irremediable. Nada, después de un incendio, es como fue
antes. La masa que incendia se cree irresistible. Se le va
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incorporando todo mientras el fuego avanza. Todo lo hostil será
exterminado por él. Es, como se verá posteriormente, el símbolo
más vigoroso que existe para la masa. Después de toda destrucción,
el fuego, como la masa, debe extinguirse.
EL ESTALLIDO
La masa abierta es la masa propiamente dicha que se abandona
libremente a su natural impulso de crecimiento. Una masa abierta no
tiene una sensación o visión clara de la magnitud que puede llegar a
alcanzar. No se atiene a ningún edificio que le sea conocido y que
haya que llenar. Su medida fija no está establecida, quiere crecer
hasta el infinito, y lo que para ello necesita son más y más hombres.
Es en este estado primitivo cuando la masa llama más la atención. A
pesar de todo, conserva algo de excepcional y el hecho de que
siempre acabe por desintegrarse hace que no se la tome muy en
serio. Quizás habría seguido siendo contemplada con muy poca
seriedad si el enorme aumento de la población en todas partes y el
acelerado crecimiento de las ciudades, que caracterizan nuestros
tiempos modernos, no hubiesen dado ocasión cada vez más a
menudo a su formación.
Las masas cerradas del pasado, de las que se hablará más
adelante, se habían convertido todas en instituciones familiares. El
peculiar estado en el que solían caer sus participantes parecía algo
natural; siempre se reunían con un fin determinado, fuese de tipo
religioso, festivo o bélico, y el fin parecía justificar tal estado. Quien
asistía a un sermón, convencido de buena fe de que lo importante
era el sermón, se habría mostrado sorprendido e incluso quizás
indignado si alguien le hubiese explicado que lo que le causaba
satisfacción era el gran número de oyentes más que el sermón
mismo. Todas las ceremonias y reglas características de tales
instituciones buscan en el fondo interceptar a la masa: más vale una
iglesia segura, rebosante de fieles, que el incierto mundo en su
totalidad. En la regularidad de la ida a la iglesia, en la familiar y exacta
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repetición de ritos precisos, se le garantiza a la masa algo así como
una vivencia domesticada de sí misma. La realización de tales
quehaceres en tiempos establecidos se convierte en sucedáneo de
necesidades de índole más dura y violenta.
Quizá tal especie de organizaciones habría bastado si el número
de hombres hubiese permanecido más o menos estable. Pero las
ciudades crecían sin parar, el aumento de la población en los últimos
cien años avanzaba con creciente celeridad. Con ello se daban
asimismo todos los estímulos necesarios para la formación de masas
nuevas y mayores, y nada, ni siquiera una jefatura más
experimentada y refinada, habría sido capaz de evitar este
acontecimiento en tales circunstancias.
Todas las sublevaciones contra un ceremonial tradicional de que
nos habla la historia de la religión tienen como objetivo acabar con
la limitación de la masa que por fin quiere volver a sentir su
crecimiento. Piénsese, por ejemplo, en el Sermón de la Montaña del
Nuevo Testamento: se desarrolla al aire libre, pueden escucharlo
millares y, no cabe duda al respecto, va dirigido contra el manejo de
las ceremonias limitadas del templo oficial. Piénsese en la tendencia
del cristianismo paulino a evadirse de los límites nacionales y tribales
del judaísmo y a convertirse en una fe universal para todos los
hombres. Piénsese en el desdén del budismo por el sistema de castas
de la India de aquel entonces.
También la historia interna de las respectivas religiones es rica en
acontecimientos de contenido semejante. Templo, casta e iglesia
son siempre límites demasiado estrechos. Las cruzadas conducen a
formaciones de masas de una magnitud tal que ningún edificio
eclesiástico de entonces habría podido contenerlas. Ciudades
enteras se convierten más tarde en espectadores de los manejos de
los flagelantes, y éstos extienden su fama trasladándose de ciudad en
ciudad. Wesley, todavía en el siglo XVIII, basa su movimiento en los
sermones al aire libre. Es muy consciente de la significación de sus
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enormes masas de oyentes, llegando incluso a hacer la cuenta en su
diario: cuántos podrán haberle escuchado en tal ocasión. El estallido
fuera de los habituales locales cerrados tiene sentido cada vez que la
masa quiere recuperar su antiguo placer por el crecimiento
repentino, rápido e ilimitado.
Por estallido denomino, pues, la repentina transición de una
masa cerrada a una abierta. Este proceso es frecuente; sin embargo,
no debe pensársele en un sentido demasiado espacial. Con
frecuencia da la impresión de que una masa no cabe en los límites de
un espacio en el que estaba bien guardada, y se extiende por la plaza
y por las calles de una ciudad, donde, atrayendo y expuesta a todo, se
mueve libremente. Pero, más importante que este proceso externo
es el interno que le corresponde: la insatisfacción por la limitación
del número de los participantes, la repentina determinación de
atraer, la decisión pasional de alcanzar a todos.
A partir de la Revolución francesa estos estallidos han ido
adquiriendo una forma qué percibimos como moderna. Quizá
porque la masa se ha liberado en tal medida de las religiones
tradicionales, nos resulta más fácil, a partir de entonces, verla
desnuda, es decir, biológicamente, sin las inyecciones de sentido y
metas trascendentes con que antes se dejaba vacunar. La historia de
los últimos ciento cincuenta años se ha agudizado en un acelerado
incremento de tales estallidos; incluso las guerras se han convertido
en guerras de masas. La masa ya no se conforma con piadosas
condiciones y promesas, quiere experimentar ella misma el supremo
sentimiento de su potencia y pasión salvajes, y, para este fin, siempre
vuelve a utilizar lo que le brindan las ocasiones y las exigencias
sociales.
Es importante establecer de una vez por todas que la masa nunca
se siente satisfecha. Mientras exista un hombre no incluido en ella,
muestra apetito. Que siguiese mostrándolo una vez incorporados en
ella todos los hombres nadie puede afirmarlo con certeza, pero es
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incluso muy probable. Sus intentos de perdurar tienen algo de
impotencia. El único camino en .que tiene posibilidades de
sobrevivir reside en la formación de masas dobles, donde, después,
una masa mide su potencia con la otra. Cuanto más se aproximen
éstas en fuerza e intensidad, tantas más posibilidades tienen de
sobrevivir, confrontándose.
EL SENTIMIENTO DE PERSECUCIÓN
Entre los rasgos que más llaman la atención en la vida de la masa
existe uno, que se podría designar como cierto sentimiento dé
persecución, una peculiar y furiosa sensibilidad e irritabilidad
respecto a los enemigos señalados como tales de una vez y para
siempre. Éstos pueden emprender lo que se les antoje, pueden
pro-ceder con dureza o amabilidad, ser comprensivos o fríos, duros
o blandos; sin embargo, se interpreta todo como si arrancase de una
inconmovible malignidad, de una mala disposición para con la masa,
de una intención preconcebida de destruirla abierta o
solapadamente.
Para explicar este sentimiento de enemistad y persecución, debe
partirse una vez más de un hecho básico: la masa, una vez
constituida, quiere crecer con rapidez. Resulta difícil hacerse una
imagen exagerada de la fuerza e imperturbabilidad con que se
extiende. Mientras siente que está creciendo —por ejemplo, en
situaciones revolucionarias, que comienzan con masas poco
numerosas pero de alta tensión— acusa como si se tratase de una
restricción todo lo que se opone a su crecimiento. Puede ser
dispersada por la policía, pero eso tiene un efecto meramente
temporal —es una mano que pasa por entre una nube de mosquitos.
Pero también puede ser atacada desde el interior, accediendo a las
exigencias que condujeron a su formación. Los más débiles
entonces se apartan de ella; otros, que estaban a punto de sumársele,
vuelven atrás a medio andar.
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El ataque exterior a la masa sólo puede fortalecerla. Vuelve a
cohesionar con tanta mayor intensidad a los físicamente separados.
El ataque desde dentro es, en cambio, realmente peligroso. Una
huelga que ha obtenido algunas ventajas se desintegra en forma
visible. El ataque desde dentro apela a características individuales.
La masa lo siente como un soborno, como algo «inmoral», ya que se
halla en oposición con su clara y transparente convicción básica.
Todo aquel que pertenece a tal masa porta en sí un pequeño traidor
que quiere comer, beber, amar y ser dejado en paz. Mientras realice
tales funciones sin hacer demasiado alarde de ellas, se le permite
continuar. Pero no bien se hace notar en alta voz, comienza a ser
odiado y temido. Se sabe entonces que ha prestado oídos a la
seducción del enemigo.
La masa es siempre algo así como una fortaleza sitiada, pero
sitiada de manera doble: tiene al enemigo extramuros y tiene al
enemigo en el sótano. Durante la lucha atrae cada vez más
partidarios ante todas sus puertas se reúnen nuevos amigos y con
golpes impetuosos piden paso. En momentos favorables esta
petición es acogida; pero también los hay que escalan los muros. La
ciudad, se llena más y más de luchadores; pero cada uno de ellos trae
consigo a su pequeño, invisible traidor, que se introduce cuanto
antes en el sótano. El sitio consiste en un intento de interceptar a los
afluentes. Para los enemigos que están fuera, los muros son más
importantes que para los sitiados. Son los sitiadores los que siempre
les refuerzan y les dan mayor altura. Procuran sobornar a los
afluentes, y si no pueden disuadirlos del todo, se ocupan de cargar
con la suficiente hostilidad al pequeño traidor que los acompaña en
su camino.
El sentimiento de persecución de la masa no es otra cosa que este
sentimiento de amenaza doble. Los sitiadores cercan cada vez con
más fuerza los muros exteriores, los sótanos se ven cada vez más
minados desde dentro. Las acciones del enemigo son abiertas y
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visibles cuando trabaja en las murallas; ocultas y traicioneras en los
sótanos.
Pero la utilización de tales imágenes sólo nos proporciona una
parte de la verdad. Los que afluyen desde fuera, los que quieren
ingresar en la ciudad, no son sólo nuevos partidarios, refuerzo,
apoyo, también son el alimento de la masa. Una masa que no
aumenta está en estado de ayuno; las religiones han sabido
aprovechar con maestría tal argumento. Veremos a continuación
cómo las grandes religiones conservan a sus masas sin que el
proceso de crecimiento sea demasiado agudo o violento.
DOMESTICACIÓN DE LAS MASAS EN LAS RELIGIONES
UNIVERSALES
Las religiones con pretensiones universales mundialmente
reconocidas cambian pronto la tónica a seguir para alcanzar sus
fines. Al comienzo les importa alcanzar y conquistar a todos los que
puedan ser alcanzados y conquistados. Aspiran a una masa
universal; una masa que dependa de cada una de las almas y en la que
toda alma le pertenezca. Pero la lucha que deben sostener lleva poco
a poco a una especie de respeto encubierto por los contrarios, cuyas
instituciones ya existen. Advierten qué difícil es mantenerse. Cada
vez les parecen más importantes las instituciones que les aseguren
solidaridad y permanencia. Estimuladas por las de sus rivales, hacen
todo para introducir otras nuevas; y, si lo logran, con el tiempo éstas
se convierten en el asunto principal. El peso propio de las
instituciones, que entonces tienen una vida propia, aplaca poco a
poco el ímpetu de la finalidad inicial. Las iglesias se construyen de
manera tal que acojan a los fieles que ya están. Se las amplía con
reserva y cautela, sólo cuando hay real necesidad de ello. Hay una
marcada tendencia a reunir a los fieles existentes en unidades
separadas. Precisamente porque ahora han llegado a ser tantos, la
tendencia a la desintegración es muy grande y un peligro que es
preciso enfrentar permanentemente.
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Las religiones universales históricas diríamos que llevan en la
propia sangre un sentimiento de desconfianza ante la perfidia dé las
masas. Sus propias tradiciones, que tienen carácter obligatorio, les
enseñan qué rápido e inesperadamente han crecido. Sus historias de
conversiones en masa les parecen milagrosas, y lo son. En los
movimientos de apostasía, que las iglesias temen y persiguen, la
misma clase de milagro se vuelve contra ellas, y las heridas que así les
son infligidas en carne propia son dolorosas e inolvidables. Ambos,
el rápido crecimiento en sus albores y las no menos rápidas
apostasías más tarde, mantienen siempre viva su desconfianza hacia
la masa.
Lo que desean es, en oposición a ésta, un obediente rebaño. Es
habitual contemplar a los fíeles como corderos y alabarlos por su
obediencia. Renuncian por completo a la tendencia esencial de la
masa, es decir, al rápido crecimiento. Se conforman con una
pasajera ficción de igualdad entre los fieles que, sin embargo, nunca
es estrictamente real; con una determinada densidad, que es
mantenida dentro de límites moderados, y una fuerte dirección. La
meta la colocan con agrado a gran distancia, un más allá, al que no
existe forma de acceder de inmediato mientras aún se esté vivo, y
que debe ganarse a través de muchos esfuerzos y sumisiones. La
dirección se convierte, paulatinamente, en lo más importante.
Cuanto más lejana sea la meta, tanto mayor es su posibilidad de
permanencia. En lugar de aquel principio de crecimiento,
aparentemente imprescindible, se coloca algo muy distinto: la
repetición.
En determinados espacios, en determinados momentos, los
fieles se reúnen y adquieren mediante acciones siempre iguales un
estado parecido al de la masa que los impresiona, sin llegar a ser
peligroso, y al que se acostumbran. El sentimiento de su unidad les
es administrado en dosis. De la corrección de esta dosificación
depende la subsistencia de la iglesia.
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Dondequiera que los hombres se hayan acostumbrado a esta
vivencia repetida con precisión y limitada con exactitud en sus
iglesias o templos, ya no pueden prescindir de ella. Mantienen con
respecto a ella una dependencia como si se tratase del alimento y de
todo lo demás que constituye su existencia. Una prohibición
inesperada de su culto, la represión de su religión por un edicto
estatal, no puede quedar sin consecuencias. La perturbación de su
economía de masa cuidadosamente equilibrada debe llevar, al cabo
de cierto tiempo, al estallido de una masa abierta. Ésta tiene
entonces todas aquellas características elementales que ya hemos
visto. Se expande con rapidez. Implanta una igualdad real en vez de
ficticia. Se procura densidades nuevas y ahora mucho más
intensivas. Abandona, por el momento, aquella meta lejana y difícil
de alcanzar, para la que había sido educada, y se fija una aquí, en el
inmediato entorno de esta vida concreta.
Todas las religiones repentinamente prohibidas se vengan por
una especie de secularización: en un estallido de salvajismo
inesperado el carácter de su fe cambia por completo sin que ellas
mismas entiendan la naturaleza de tal cambio. Piensan en su antigua
fe y. opinan que sólo se están aferrando a sus más profundas
convicciones. Pero en realidad han llegado de pronto a ser otras
muy distintas, con un agudo y singular sentimiento de masa abierta,
que ahora constituyen y de la que no quieren desprenderse por
ningún precio.
PÁNICO
Como se ha señalado con frecuencia, el pánico en un teatro es
una desintegración de la masa. Cuanto más unidos hayan estado los
espectadores por la representación, cuanto más cerrada sea la forma
del teatro, que los mantiene exteriormente unidos, tanto más
violenta será la desintegración.
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Pero quizá pueda suceder que, por la sola representación, no
haya existido de ningún modo una masa auténtica. A menudo el
público no se siente cautivado, y permanece junto sólo porque ya
está allí. Lo que la obra no logró, lo produce instantáneamente un
incendio. No es menos peligroso al hombre que a los animales y
constituye el más intenso y antiguo símbolo de masa. La percepción
del fuego lleva hasta límites insospechados cualquier sentimiento de
masa que haya existido entre los espectadores. Ante el inequívoco
peligro común aparece un miedo común a todos. Así, durante un
corto espacio de tiempo, existe en el público una masa de verdad. Si
no se estuviese en un teatro se podría huir en conjunto, como una
manada de animales en peligro, y mediante movimientos
sincronizados aumentar la energía de la fuga. Un terror-masivo
activo de esta índole es la gran vivencia colectiva de todos los
animales que viven en manadas y que, como buenos corredores, se
salvan juntos.
En el teatro, la masa en cambio debe desintegrarse de la manera
más violenta. Las puertas sólo dejan pasar a uno o a pocos hombres
a la vez. La energía de la fuga se convierte por sí misma en una
energía del rechazo. Entre las filas de asientos sólo puede pasar un
hombre, y cada uno está meticulosamente separado del vecino de
butaca; cada uno está sentado para sí, cada uno tiene su puesto. La
distancia a la puerta más próxima es distinta para cada uno. El teatro
normal busca asentar a los hombres y dejarles sólo la libertad de sus
manos y voces. El movimiento de las piernas está limitado lo más
posible.
La repentina orden de huida que el fuego dicta a los hombres se
ve confrontada de inmediato con la imposibilidad de un
movimiento común. La puerta por la que cada uno debe pasar, la
que ve, en la que se ve nítidamente recortado de todos los demás, es
el marco de una imagen que muy pronto lo domina. Así la masa,
apenas en su apogeo, debe desintegrarse a la fuerza. Este proceso
20
aparece en las más violentas tendencias individuales: se empuja, se
golpea y pisotea alrededor de uno con frenesí.
Cuanto más se lucha «por la propia vida», tanto más evidente
aparece la lucha contra los otros que lo obstaculizan a uno por todos
lados. Allí están de pie como sillas, como balaustradas, como
puertas cerradas, pero con la diferencia de que se abalanzan sobre
uno. Empujan a uno para allá y para acá, a donde les plazca, o,
mejor, hacia donde ellos mismos se ven empujados. No se perdona
a las mujeres, los niños y la gente anciana, no se les distingue de los
adultos. Todo esto pertenece a la constitución de la masa, en la que
todos son iguales; y cuando uno mismo ya no se siente masa, aún
está enteramente rodeado de ella. El pánico es una desintegración de
la masa en la masa. El individuo quiere salir de su interior y escapar
de una masa que está amenazada en cuanto todo. Pero como aún
está inmerso físicamente en ella, debe arremeter contra ella, pues
entregarse ahora sería su perdición, ya que la misma masa está
amenazada. En un momento así no puede acentuar suficientemente
su individualidad. Golpes y empellones tienen su réplica en otros
golpes y empellones. Cuanto más da, cuanto más recibe, tanto más
claramente se percibe a sí mismo, tanto más nítidamente se le hacen
visibles los límites de su propia persona.
Es curioso observar hasta qué punto la masa asume para el que
lucha en ella el carácter del fuego. Tal masa nace por la súbita visión
de una llama o al grito de «¡fuego!»; juega con el individuo que
intenta escapar como si estuviese formada por llamas. Los hombres
que hace a un lado se le antojan objetos ardientes, su contacto es
hostil y cada parte de su cuerpo le asusta. Cualquiera que se
interponga en el camino está contagiado de esta intención hostil
general del fuego; la manera en que se propaga, en que avanza poco
a poco alrededor de uno y cómo finalmente le rodea a uno
enteramente se asemeja mucho al comportamiento de la masa, que
lo amenaza a uno por todas partes. Sus movimientos imprevisibles,
21
el dispararse de un brazo, de un puño o de una pierna son como las
llamas del fuego, que pueden lengüetear de repente y por todas
partes. El fuego como incendio de un bosque o de una estepa es una
masa hostil, pudiendo llegar a despertar en cualquier hombre tal
sentimiento. El fuego como símbolo de masa ha entrado en su
economía psíquica y conlleva una parte inalterable de ella. Aquel
enfático pisotear sobre seres humanos, que se observa tan a menudo
durante pánicos y que parece tan absurdo, no es en absoluto
diferente del pisotear para apagar el fuego.
El pánico como desintegración sólo puede desviarse
prolongando así el estado original de miedo masivo unitario. En una
iglesia que está amenazada, puede incluso provocarse: en medio de
un miedo común se le reza a un dios común, en cuya mano descansa
el poder de extinguir el fuego con un milagro.
LA MASA COMO ANILLO
Encontramos un tipo de masa doblemente cerrada en el caso de
la Arena. Consideramos importante estudiarla en relación con esta
peculiar cualidad.
La Arena está bien delimitada hacia afuera. Corrientemente es
visible a gran distancia. Su emplazamiento en la ciudad, el espacio
que ocupa, es de todos conocido. Siempre se siente dónde está,
incluso cuando no se piensa en ella. Las voces que salen de ella
llegan muy lejos. Si no está cubierta, buena parte de la vida que en
ella transcurre se comunica a la ciudad circundante.
Pero por muy excitantes que sean estas comunicaciones, no es
posible entrar en ella sin dificultades. El número de asientos es
limitado. Su densidad tiene fijado el límite. Los asientos están
dispuestos de tal manera que uno no se aprieta demasiado. Los
hombres han de estar cómodos. Tienen que ver bien, cada uno
desde su puesto, y no deben molestarse entre sí.
22
Hacia afuera, contra la ciudad, la Arena ofrece una muralla
inanimada. Hacia adentro levanta una muralla de hombres. Todos
los presentes dan su espalda a la ciudad. Se han desprendido del
orden de la ciudad, de sus paredes, de sus calles. Durante la duración
dé su estancia en la Arena no les importa lo que sucede en la ciudad.
Dejan allí la vida de sus relaciones, de sus reglas, de sus usos y
costumbres. Su estar juntos en gran número está garantizado por
determinado tiempo, su excitación les ha sido prometida, pero bajo
una condición muy especial: la masa debe descargar hacia adentro.
Las filas están escalonadas hacia arriba para que todos vean lo
que ocurre abajo. Pero eso tiene por consecuencia que la masa está
sentada frente a sí misma. Cada uno tiene mil cuerpos y mil cabezas
delante de si. Mientras él esté, todos están. Lo que le excita, también
les excita a ellos, y él lo ve. Los demás están sentados a alguna
distancia de él; los detalles, que en otras ocasiones les distinguen y
les individualizan, se borran. Todos se hacen muy semejantes, se
comportan de modo semejante. Él sólo advierte en ellos lo que le
llena a él mismo en este ahora. La visible excitación de los demás
aumenta la suya.
La masa que así se exhibe ante sí misma no se halla interrumpida
en parte alguna. El anillo que constituye es cerrado. Nada se le
escapa. El anillo de rostros fascinados superpuestos tiene algo de
curiosamente homogéneo. Engarza y contiene todo lo que ocurre
abajo. Ninguno de ellos se lo deja escapar, ninguno quiere partir.
Cada hueco en este anillo podría evocar la desintegración, el
separarse posterior. Pero no hay tal: esta masa es cerrada hacia
afuera y en sí, por lo tanto doblemente.
LAS PROPIEDADES DE LA MASA
Es oportuno antes de realizar el intento de una división de la
masa, resumir brevemente sus propiedades principales. Deben
destacarse estos cuatro rasgos:
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1. La masa siempre quiere crecer. Su crecimiento no tiene impuesto
límite por naturaleza. Donde tales límites son creados
artificialmente, es decir, en todas las instituciones que son utilizadas
para la conservación de masas cerradas, siempre es posible un
estallido de la masa y, de hecho, se produce de vez en cuando. No
hay disposiciones que puedan evitar el crecimiento de la masa de
una vez por todas y que sean totalmente seguras.
2. En el interior de la masa reina igualdad. Se trata de una igualdad
absoluta e indiscutible y jamás es puesta en duda por la masa misma.
Posee una importancia tan fundamental que se podría definir el
estado de la masa directamente como un estado de absoluta
igualdad. Una cabeza es una cabeza, un brazo es un brazo, las
diferencias entre ellos carecen de importancia. Uno se convierte en
masa buscando esta igualdad. Se pasa por alto todo lo que pueda
alejarnos de este fin. Todas las exigencias de justicia, todas las teorías
de igualdad extraen su energía, en última instancia, de esta vivencia
de igualdad que cada uno conoce a su manera a partir de la masa.
3. La masa ama la densidad. No hay densidad que le alcance. Nada
ha de interponerse, nada ha de quedar vacilando; en lo posible todo
ha de ser ella misma. La sensación de máxima densidad la tiene en el
instante de la descarga. Un día será posible determinar y medir más
precisamente esta densidad.
4. La masa necesita una dirección. Está en movimiento y se mueve
hacia algo. La dirección, que es común a todos los componentes,
intensifica el sentimiento de igualdad. Una meta, que está fuera de
cada uno y que coincide en todos, sumerge las metas privadas,
desiguales, que serían la muerte de la masa. Para su subsistencia la
dirección es indispensable. El temor a desintegrarse, que siempre
está vivo en ella, hace posible orientarla hacia objetivos cualesquiera.
La masa existe mientras tenga una meta inalcanzada. Pero todavía
hay en ella otra tendencia al movimiento que conduce a formaciones
24
superiores y nuevas. A menudo no es posible predecir la naturaleza
de tales formaciones.
Cada una de estas cuatro propiedades que se han establecido
puede estar presente en mayor o menor medida. Según se enfoque
una o la otra de ellas, se llega a una división diferente de las masas.
Se habló de masas abiertas y cerradas, y también se explicó que
esta división se refiere a su crecimiento. Mientras su crecimiento no
se obstaculice, la masa es abierta; es cerrada, apenas su crecimiento
se limita.
Otra distinción, de la que se hablará bastante, es la que existe
entre masas rítmica y retenida. Tal división se refiere a las dos
propiedades principales siguientes: igualdad y densidad, pero a
ambas en conjunto.
La masa retenida vive con miras a su descarga. Pero se siente
segura de ésta y la retarda. Desea un período relativamente
prolongado de densidad, para prepararse al momento de la descarga.
Es decir, se calienta en su densidad y retiene lo más posible la
descarga. El proceso de la masa no comienza en ella con igualdad,
sino con densidad. La igualdad se hace aquí la meta principal de la
masa, en la que finalmente desemboca; todo grito común, toda
exteriorización común expresa entonces de manera válida esa
igualdad.
Muy al contrario, en la masa rítmica densidad e igualdad
coinciden desde el comienzo. Aquí todo reside en el movimiento.
Todos los estímulos corporales que han de producirse están
predeterminados y se transmiten a través de la danza. Por esquivar y
reaproximarse la densidad es conformada a conciencia. La igualdad
se exhibe sin embargo a sí misma. Por representación de densidad e
igualdad el sentimiento de masa es provocado artificialmente. Estas
configuraciones rítmicas nacen con toda rapidez y es tan sólo la
fatiga física la que les pone fin.
25
La siguiente pareja de conceptos, la de masa lenta y rápida, se
refiere exclusivamente a la naturaleza de su meta. Las masas
llamativas, de las que tan comúnmente se habla, las que constituyen
una parte tan esencial de 'nuestra vida moderna, las masas políticas,
deportivas, bélicas, que hoy tenemos a la vista a diario, son todas
rápidas. Muy distintas de ellas son las masas religiosas del más allá o
las de los peregrinos; en éstas la meta está en la lejanía, el camino es
largo y la verdadera constitución de la masa es postergada a un país
muy distante o a un reino de los cielos. De estas masas lentas en
realidad vemos sólo los afluentes, porque los estados finales, a los
que aspiran, son invisibles e inalcanzables para no creyentes. La
masa lenta se reúne con lentitud y se ve a sí misma como algo
permanente a remota distancia.
Todas estas formas, cuya substancia aquí sólo se ha esbozado,
requieren una consideración más detenida.
RITMO
El ritmo es originalmente un ritmo de los pies. Todo hombre
camina, y como camina sobre dos piernas y con sus pies golpea
alternadamente sobre el suelo, ya que sólo avanza si cada vez vuelve
a golpear, se produce, sea o no su intención, un ruido rítmico. Los
dos pies nunca pisan con la misma intensidad. La diferencia entre
ellos puede ser mayor o menor, según la disposición personal o el
ánimo de cada cual. Pero uno también puede marchar más a prisa o
más despacio, uno puede correr, detenerse de golpe o saltar.
El hombre ha prestado siempre atención a los pasos de otros
hombres; con toda seguridad estaba más pendiente de ellos que de
los propios. También los animales tenían su paso familiar. Muchos
de ellos poseían ritmos más ricos y perceptibles que los de los
hombres. Los ungulados huían en manadas como regimientos de
tambores. El conocimiento de los animales por los que estaba
rodeado, los que le amenazaban y los que cazaba, fue el saber más
26
antiguo del hombre. En el ritmo de su movimiento aprendió a
conocerlos. La escritura más temprana que aprendió a leer fue la de
las huellas: era una especie de notación musical rítmica que siempre
existió; se imprimía en el suelo blando, y el hombre que la leía
asociaba con ella el ruido de su origen.
Muchas de estas huellas aparecían en grandes cantidades y muy
próximas. Los hombres, que originalmente vivían en pequeñas
hordas, podían tomar así conciencia, en la tranquila observación de
tales huellas, del contraste entre el escaso número de su horda y el
enorme de algunas manadas. Estaban hambrientos y siempre en
busca de una presa; cuanto más presas, tanto mejor para ellos. Pero
también ellos mismos querían ser más. El sentimiento del hombre
para su propia multiplicación fue siempre muy intenso. Por ello en
ningún caso debe entenderse solamente lo que se designa con una
expresión insuficiente como tendencia a la reproducción. Los
hombres querían ser más ahora, en este preciso lugar, en éste
momento. El gran número de una manada a la que daban caza, y su
propio número, que deseaban se acrecentase, estaban vinculados en
su sentimiento de una manera especial. Expresaban todo esto en un
determinado estado de excitación común que designo como masa
rítmica o palpitante.
El medio para ello fue en primer lugar el ritmo de sus pies.
Donde andan muchos, otros andan con uno. Los pasos, que se
suman de prisa a los pasos, simulan un número mayor de hombres.
No se mueven del lugar; en su danza, siempre permanecen sobre el
mismo sitio. Sus pasos no se apagan, se repiten y persisten por largo
rato siempre igual de intensos y animados. Suplen con intensidad lo
que les faltan número. Cuando pisan con mayor intensidad, suenan
más. Ejercen sobre todos los hombres en su cercanía una fuerza de
atracción que no cede mientras no cese la danza. Se les une y
permanece unido a ellos todo ser vivo que se encuentre al alcance
del oído. Lo natural sería que se les unieran siempre más hombres.
27
Pero muy pronto ya no hay más que puedan añadirse, deben simular
el aumento a partir de sí, a partir de su reducido número. Se mueven
como si se hicieran cada vez más. Su excitación aumenta y se
acrecienta hasta la rabia.
¿De qué manera suplen sin embargo lo que no pueden tener en
número creciente? En este caso es importante por una vez que cada
uno de ellos haga lo mismo. Cada uno pisotea, y cada uno lo hace de
la misma manera. Cada uno agita los brazos, cada uno menea la
cabeza. La equivalencia de los participantes se ramifica en la
equivalencia de sus miembros. Lo que siempre sea móvil en un
hombre adquiere su vida propia, cada pierna, cada brazo vive por sí
solo. Los miembros respectivos se hacen coincidir todos. Están
muy próximos, con frecuencia descansan unos sobre otros. A su
equivalencia se agrega así su densidad; densidad e igualdad se hacen
uno y lo mismo. Finalmente ante uno danza una sola criatura,
provista de cincuenta cabezas, cien piernas y cien brazos, puesto que
todos actúan exactamente de la misma manera o con una intención.
En su excitación extrema estos hombres se sienten realmente como
un Uno, y sólo el agotamiento físico los derriba.
Todas las masas palpitantes tienen —precisamente gracias a este
ritmo que predomina en ellas— algo parecido. La documentación
que sólo sirve para ilustrar una de tales danzas, proviene del primer
tercio del siglo pasado. Se trata del haka de los maoríes en Nueva
Zelanda, que originalmente era una danza de guerra.
«Los maoríes se disponen en una hilera alargada, cuatro hombres
en fondo. La danza, llamada haka, debía llenar de espanto y miedo a
todo aquel que la presenciara por primera vez. Toda la sociedad,
hombres y mujeres, libres y esclavos, estaba entremezclada, sin
consideración del rango que ocupaba en la comunidad. Los
hombres iban todos completamente desnudos, a excepción de una
cartuchera que les pendía de la cintura. Todos armados de fusiles o
de bayonetas que habían fijado al extremo de lanzas y palos. Las
28
mujeres jóvenes, también las esposas del jefe, participaban en la
danza con el busto descubierto.
»E1 compás del canto que acompañaba a la danza era observado
muy estrictamente. La movilidad de ellos era asombrosa. De súbito
saltaban verticales desde el suelo hacia lo alto, todos a un tiempo,
como si los bailarines estuvieran animados todos juntos por una
voluntad. En el mismo instante blandían sus armas y deformaban la
cara y, con las largas cabelleras que tanto hombres como mujeres
suelen tener, semejaban un ejército de gorgonas. Al caer golpeaban a
la vez con ambos pies sonoramente sobre el piso. Este salto hacia lo
alto lo repetían con frecuencia y cada vez más rápido.
»Los rasgos eran distorsionados de todas las maneras que son
posibles a los músculos de un rostro humano, cada mueca nueva era
adoptada puntualmente por todos los participantes. Cuando uno
contraía la cara tan severamente como si lo hiciese con un tornillo,
los demás le imitaban de inmediato. Giraban los ojos de tal manera
que a menudo sólo era visible la blanca córnea, era como si en el
instante siguiente fuesen a caérseles de las cuencas. La boca la
estiraban hasta las orejas. Todos sacaban la lengua a la vez, lo más
larga que podían; un europeo no hubiese sido nunca capaz de
igualarles en eso; un precoz y prolongado ejercicio les había
capacitado para ello. Sus caras ofrecían un espantoso aspecto y era
un alivio apartar la vista de ellas.
»Cada miembro de su cuerpo estaba en acción por separado, los
dedos de los pies, los de las manos, los ojos, las lenguas lo mismo
que los brazos y piernas. Con la mano plana se golpeaban
sonoramente bien sobre el pecho izquierdo, bien sobre los muslos.
Era ensordecedor el clamor del canto de las 350 personas
aproximadamente que participaban en la danza. Puede imaginarse
qué efecto tenía esta danza en época de guerra, cuánto aumentaba el
coraje y cómo llevaba al punto más alto la aversión recíproca de
ambos bandos.»
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El girar de los ojos y el sacar la lengua son signos de porfía y
desafío. Pero aunque la guerra en general es cosa de los hombres y,
aún más, de los hombres libres, todos se entregan a la excitación del
haka. Aquí la masa no conoce ni sexo, ni edad, ni rango: todos
actúan como iguales. Lo que sin embargo distingue esta danza de
otras de intención semejante es una ramificación particularmente
extrema de la igualdad. Es como si cada cuerpo se descompusiera en
todas sus partes singulares, no sólo en piernas y brazos, pues eso es
un caso frecuente, sino también en dedos de pies y manos, lenguas y
ojos, y entonces todas las lenguas se unen y realizan en el mismo
momento exactamente lo mismo. Bien se igualan todos los dedos
del pie, bien todos los ojos en una y la misma operación. Los
hombres en cada una de sus menores partes son presa de esta
igualdad, y siempre es representada en una acción que se acrecienta
con violencia. La visión de 350 hombres que saltan a lo alto a la vez,
que sacan la lengua a la vez, que giran los ojos a la vez, debe dar una
impresión de unidad que es insuperable. La densidad no es tan sólo
una densidad de la gente, es asimismo la de sus miembros por
separado. Podría pensarse que los dedos y las lenguas, aunque no
perteneciesen a los hombres, aún se reunirían y lucharían por sí
mismos. El ritmo del haka destaca cada una de estas igualdades por
separado. En su incremento y juntas, son irresistibles.
Porque todo sucede bajo la condición de que sea visto: el
enemigo mira. La intensidad de la amenaza común constituye el
haka. Pero, ya nacida, la danza se convirtió en algo más. Se la ensaya
desde la infancia, tiene muchas formas diferentes y es representada
en toda clase de ocasiones. A muchos viajeros se les dio la
bienvenida con un haka. El informe citado se debe a una ocasión de
este tipo. Cuando una tropa amiga se reúne con otra, ambas se
saludan con un haka; y ello se hace con tanta seriedad que un
espectador desprevenido teme que en cualquier momento estalle el
combate. Durante las exequias por un gran jefe, después de los
30
momentos de más intensa lamentación y automutilación, que son
costumbre entre los maoríes, tras una festiva y muy abundante cena,
de pronto, todos se incorporan de un salto, echan mano a sus fusiles
y se forman para un haka.
En esta danza, en la que todos pueden participar, la tribu se
percibe como masa. Se valen de ella cuando sienten necesidad de ser
masa y de aparecer ante otros como tal. En la perfección rítmica que
ha alcanzado cumple con seguridad su fin. Gracias al haka su unidad
nunca está seriamente amenazada desde el interior.
ESTANCAMIENTO
La masa retenida es compacta, no es posible en ella un movimiento
verdaderamente libre. Su estado tiene algo de pasivo, la masa
retenida espera. Espera una cabeza, que le ha de ser exhibida, o
palabras, o contempla un combate. Aquí importa en especial la
densida😛 la presión, que se siente por todos lados, puede que
también sirva a los afectados como medida para la fuerza de la
formación, de la que ahora constituyen una parte. Cuanto más gente
confluye tanto mayor se hace esta presión. Los pies no tienen donde
ir, los brazos están comprimidos, libres permanecen sólo las
cabezas, para ver y para oír; los cuerpos se transmiten los estímulos
directamente. En todo el entorno se entra en contacto con distintos
hombres a la vez con el propio cuerpo. Se sabe que son varios
hombres, pero como también entre sí están tan unidos, se les
percibe como unidad. Este tipo de densidad se toma su tiempo; su
influjo es constante por una determinada duración; es amorfa, no
sometida a ningún ritmo familiar y ensayado. Por largo rato no
sucede nada; pero las ganas de acción se reprimen y rompen al fin
con tanta mayor violencia.
La paciencia de la masa retenida quizá no sea tan sorprendente, si
se tiene presente el significado que este sentimiento de densidad
posee para ella. Cuanto más densa es, tanto más hombres nuevos
31
atrae. En su densidad mide su magnitud, pero la densidad también
es el estímulo máximo para un crecimiento ulterior. La masa más
densa crece más de prisa. El reprimirse antes de la descarga es una
exhibición de esta densidad. Cuanto más se estanca tanto más
tiempo siente y muestra su densidad.
Desde el punto de vista de los individuos que forman una masa,
el momento del estancamiento es como un admirarse; se deponen
las armas y los aguijones con los que en general se está tan bien
defendido contra los otros; uno se toca con los demás y a pesar de
todo no se siente cohibido; agarros dejan de ser agarros, no se tiene
temor recíproco. Antes de salir en la dirección que sea se quiere
tener certeza de que se permanece unido. Es un crecer juntos para el
que se requiere tranquilidad. La masa todavía retenida no está muy
segura de su unidad y, por tanto, se mantiene tranquila el mayor
tiempo posible.
Mas esta paciencia tiene sus límites. Finalmente es indispensable
una descarga; sin ella no puede afirmarse si es que en efecto existió
una masa. El aullido, como antes era habitual en ejecuciones
públicas cuando la cabeza "del malhechor era sostenida en alto por
el verdugo, o el aullido, tal como hoy se conoce de los espectáculos
deportivos, son la voz de la masa. Su espontaneidad es de la mayor
importancia. Los gritos aprendidos y repetidos a intervalos regulares
aún no son signo de que la masa haya logrado su vida propia. Han de
llevar a ello, pero pueden ser exteriores como los ejercicios tácticos
de una división militar. En cambio, el grifo espontáneo que la masa
no puede predecir con exactitud es inequívoco, su efecto suele ser
imprevisible. Puede expresar afectos de cualquier especie; con
frecuencia tienen menos importancia los afectos de que se trate, que
su fuerza y diversidad y la libertad en su sucesión. Son éstos los que
conceden a la masa su espacio espiritual.
Por cierto, puede que sean tan violentos y concentrados que
desgarren instantáneamente a la masa. Las ejecuciones públicas
32
producen este resultado; una sola víctima sólo se puede matar una
vez. Ahora bien, si se trata de alguien a quien siempre se consideró
invulnerable se duda hasta el final haber acabado con él. La duda,
que aquí nace del motivo, aumenta la retención natural de la masa.
El efecto será tanto más agudo y tajante al divisar la cabeza
cercenada. El aullido que sigue será terrible, pero es el último grito
de esta masa tan absolutamente determinada. Puede decirse que, en
este caso, la masa paga el exceso de expectativa estancada, que
disfruta de la manera más intensa con su propia e instantánea
muerte.
Nuestros espectáculos deportivos modernos son más
funcionales. Los espectadores pueden permanecer sentados; la
paciencia colectiva se hace visible con toda claridad. Poseen la
libertad de sus pies para patear el suelo, y sin embargo permanecen
en el mismo sitio. Poseen la libertad de sus manos para aplaudir.
Está prevista una duración del espectáculo que, normalmente, no
tiene por qué verse acortada; al menos durante ese tiempo se
permanece junto. Durante ese lapso pueden suceder multitud de
cosas. No se puede saber de antemano cuándo y por qué lado se
mete un gol; además, al margen de estos anhelados acontecimientos
centrales hay otros muchos que conducen a ruidosos estallidos. La
voz se oye con frecuencia y en distintas ocasiones. En cuanto a los
efectos de la desintegración final se les ha quitado algo de su
doloroso carácter con la predeterminación temporal. Por otra parte,
el derrotado tendrá la oportunidad de tomarse la revancha y no todo
ha terminado para siempre. Aquí la masa realmente puede estar a
sus anchas; primero se congrega ante las entradas, luego se estanca
sobre los asientos; grita de maneras que están al alcance de todos,
cuando llega el momento preciso; e incluso anhela, cuando todo ha
pasado, otras oportunidades semejantes.
Masas retenidas de naturaleza mucho más pasiva se forman en
los teatros. El caso ideal se produce en actuaciones ante una sala
33
repleta. El número deseado de espectadores está dado desde el
comienzo. Se reúnen solos, a excepción de las congestiones
menores ante las taquillas, los hombres encuentran solos su camino
hasta la sala. Se les acompaña a sus asientos. Lo conocen todo: la
pieza que se representa, los actores, la hora del comienzo y los
espectadores colocados en sus asientos. Los atrasados son recibidos
con leve animosidad. Como un rebaño dispuesto a pastar, así
permanecen los hombres sentados, tranquilos y con infinita
paciencia. No obstante cada uno está muy consciente de su
existencia separada; ha pagado y se da cuenta de quién tiene sentado
a su lado. Antes de empezar se contempla en calma aquella serie de
cabezas reunidas: despiertan un grato, pero no demasiado intenso,
sentimiento de densidad dentro de uno. La igualdad entre los
espectadores consiste únicamente en que desde el escenario todos
acogen lo mismo. Pero sus reacciones espontáneas ante la
representación están ahora restringidas. Hasta el aplauso tiene sus
tiempos prescritos, y la mayoría de las veces, en efecto, uno aplaude
solamente cuando ha de aplaudirse. Tan sólo de la intensidad del
aplauso puede deducirse cuánta masa se ha llegado a ser; éste es el
único baremo conocido y así lo valoran los propios actores.
El estancarse se ha hecho ya tan rito en el teatro que se advierte
externamente, como una leve presión exterior que no llega al fondo
de los hombres y, en todo caso, apenas les proporciona el
sentimiento de alguna pertenencia y unidad interna. No ha de
olvidarse, sin embargo, qué grande y común es la expectación con
que esperan sentados y cómo esta expectación dura toda la
representación. Sólo rara vez abandonan el teatro antes del final;
incluso si están desilusionados aguantan; significa por tanto que
durante ese tiempo se mantienen unidos.
El contraste entre el silencio del auditorio y el discurrir sonoro
del aparato que actúa sobre ellos es aún más notable en los
conciertos. Aquí todo se basa en la total ausencia de perturbación.
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Todo movimiento es indeseable, todo ruido execrado. Mientras la
música que se brinda vive en buena parte de su ritmo, ningún efecto
rítmico de los auditores debe llegar a notarse. Los afectos
provocados en cambio incesante por la música, son del tipo más
diverso e intensivo. No es posible que no los experimente la mayoría
de los presentes, y es imposible que no los experimente a la vez.
Pero todas las reacciones exteriores se omiten. Los hombres están
sentados inmóviles como si consiguieran no oír nada. Está claro que
en este caso fue necesaria una educación prolongada y artificial para
el estancamiento, a cuyos resultados ya nos hemos acostumbrado.
Porque visto con frialdad hay pocos fenómenos en nuestra vida
cultural que sean tan sorprendentes como un público de concierto.
Los hombres que dejan actuar a la música naturalmente dentro de sí
se comportan de muy distinta forma; y quienes aún no han oído
música...