Cierto Olvidado Cuento de Piratas

Day 869, 08:12 Published in Argentina Spain by Rosarino74Lay

– ¿Conque habéis despertado ya? Maldigo vuestra sangre y vuestra estirpe entonces; no había tenido oportunidad de decíroslo antes...
El Capitán Bouillard, “El Chacal de los Mares del Sur”, marino francés de noble linaje, con patente de corso otorgada por Su Majestad Luis XV, cabeceó como un títere, volviendo a la vida desde su profundo desmayo. La tripulación, encabezada por el contramaestre Girondelle, autor de las arrogantes palabras y del baldazo de orines que las acompañaron, se había amotinado a poco de abandonar Port Prince, en donde la nave Serpent de Corail había recalado para aprovisionarse de agua dulce y alimentos frescos. Todo había empezado como un reclamo formal; los marinos querían bajar a puerto a por mujeres y alcohol. El pedido había sido denegado de plano por Bouillard, ya por cuarta vez consecutiva. Bouillard no tenía tales necesidades; la provisión personal de jerez amontillado español se hallaba casi intacta, y el joven y fiel Primer Oficial Deschamps se encargaba a diario de satisfacer con auténtico vigor francés su afán de pasiva lascivia. Reunir a sus hombres en trabajosos raids por burdeles y tabernas lo fastidiaba en grado extremo.
El maloliente baño dorado resbaló por la lujosa chaqueta roja con bordados de oro, hasta llegar a la parte baja del flanco izquierdo, en donde se introdujo hasta su carne y le provocó un horrible ardor. Aulló profundamente, con una voz aflautada que acalló los murmullos de los presentes. Bouillard era homosexual; todos lo sabían, como así también sabían que era un bravo capitán y soberbio espadachín. Su costado afeminado no había aflorado hasta entonces. Con el dolor, volvió la conciencia. Se percató de que se encontraba sentado y engrillado por las muñecas, en las bodegas del Serpent de Corail. Recordó la estudiada revuelta, la irrupción al Comedor de Oficiales, en donde sus hombres de confianza habían sido sorprendidos antes de rendirse o caer en desigual batalla. Recordó también su combate personal con el traidor Girondelle, y la estocada furiosa y anónima que se hundió en sus carnes; muy oportuna, por cierto. Acababa de desarmar a su adversario. Luego, la caída, Girondelle gritando desde muy lejos “¡No lo rematéis!”, y la visión borrosa que desapareció hasta sumirlo en la más negra de sus noches.
– Cuán sencillo es maldecir a un hombre engrillado, maldita rata cobarde... – contestó con un hilo de voz. Había perdido mucha sangre.
– Bueno, mi Capitán... lo de hombre corre por vuestra cuenta... – varios hombres rieron con malignidad desde las penumbras –. Lo de los grilletes lo resolveremos de inmediato. Mas no reneguéis de mi lealtad; sabed que personalmente he suturado vuestra herida, espero haberlo hecho bien... es que ya no hay médico a bordo, por lo menos no hay un médico entero... – Las voces volvieron a reír, esta vez más estruendosamente. Girondelle se acercó y liberó las muñecas ensangrentadas por el roce de los grilletes oxidados. Los doloridos brazos de Bouillard cayeron como muertos. Dos hombres lo tomaron por las axilas, lo pusieron de pie y lo llevaron hacia las escaleras. Mientras lo subían a cubierta, un sinfín de manos sobó y pellizcó su trasero. Hasta sintió un mordiscón, sonoramente festejado. Los insultos a su masculinidad atronaban el ambiente, pero no le importaban ni lo preocupaban.
Ya en cubierta y a la luz del día, buscó la mirada de Girondelle.
– ¿Qué ha sido de Deschamps... y de los otros oficiales? ¡Responde, traidor!
– Vuestro amado Deschamps y los otros oficiales que tuvieron la oportuna idea de rendirse están a buen recaudo. No os preocupéis por su destino. Mas vale preocupaos por el vuestro.
– Al menos dadme una oportunidad de muerte digna. ¡Rematadme de una vez!
– ¿Remataros? Nadie ha hablado aquí de poner fin a vuestra vida. Es más, vais a tener una oportunidad de salvarla; si es que sos capaz de remar hasta tierra. Estamos a sólo tres días de navegación de la costa... ¡Bajadlo ya al bote!
Los hombres de Girondelle ciñeron sobre el pecho de Bouillard una cadena, lo acercaron a la borda y lo descendieron hasta un pequeño bote de rescate, haciendo caso omiso de sus insultos y amenazas. El propio Girondelle le gritó, usando sus manos como bocina:
–Os lo advierto Bouillard, ni siquiera oséis girar vuestra noble cabeza hacia la nave; un cañón de metralla os estará apuntando hasta que os perdáis de vista. Por supuesto, el artillero a cargo es un servidor...
– ¡Maldito! ¡Pagarás por esto con tu sangre! ¡Os burláis de mí hasta el final, este bote no tiene remos!
– Vaya, tenéis razón. Había olvidado ése pequeño detalle... ¡Aquí van tus remos!
Dos cuencos con mango de madera, de los que se utilizan para extraer agua de los barriles de aprovisionamiento, volaron al bote y cayeron a los pies de Bouillard. Este los miró y alzó la vista hacia la borda de “su” Serpent de Corail. Las carcajadas atronaban aún en la inmensidad.
– Muy sutil vuestro sentido del humor Girondelle. Con esto me condenáis a la más vulgar de las muertes que me podríais haber inflingido. ¡Destrozadme de una vez con tu maldita metralla!
– No desesperéis mi Capitán. Somos hombres piadosos. Mirad hacia la proa del bote; hasta hemos sido considerados con vuestra sed. ¡Tenéis un barril de agua! Deberéis remar de frente y hacia el Sudoeste. Ahora, de una vez, daos vuelta, mostradnos vuestro profanado culo en vez de la fea cara que os ha tocado en suerte... ¡Y remad!
Una lluvia de trozos de madera cayó sobre el desdichado Bouillard junto con las últimas palabras del contramaestre. Los certeros proyectiles y la vergüenza del apedreo lo convencieron de sentarse y remar atolondrado con los cuencos, alejándose de la nave, de las burlas y del escarnio. Por supuesto, el bote no se movía con demasiada celeridad. Una sonora descarga de metralla hizo blanco a unas pocas yardas de la pequeña embarcación, haciéndolo redoblar esfuerzos. Los gritos se alejaban a sus espaldas hasta desaparecer, y el sol caía hacia poniente mostrándole el rumbo en el horizonte donde las claras aguas del Caribe francés se fundían con el firmamento inmaculado, perfecto.
Los tiburones acechaban. Bouillard observaba y vigilaba con temor el desplazamiento de las aletas que hendían las mansas aguas cristalinas. Hasta veía sus cuerpos cuando se acercaban al bote. Inmensas bestias sanguinarias de más de dos metros; pobre de lo que fuera a dar entre sus mandíbulas. Ya sin aliento y doblado de dolor, decidió hacer un alto. Con temor, giró su cabeza despacio, muy despacio, hacia donde debía estar la Serpent de Corail. Se había perdido de vista. Estaba solo, en el medio de la nada. La herida se le había vuelto a abrir, sentía la sangre caliente resbalando por su cadera. Desnudó su torso y la contempló. Unos quince centímetros mal cosidos; con seguridad bastante profunda. Los bordes morados anunciaban la infección. El tiempo apremiaba, al igual que el dolor. No se podía dar el lujo de perder más sangre. Tomó su fina camisa de seda y la rompió en jirones. Con los volados de la pechera y cuello mojados de agua de mar, se aplicó una compresa, a la cual aseguró con dos vueltas de bandas anudadas. La sal sobre la herida lo hizo aullar de dolor otra vez. El aullido se apagó, junto con el sol, en otro desmayo.

Despertó horas después, en plena noche La luna llena iluminaba la inmensidad oceánica, bañándola de un brillo pálido similar al que se le atribuye a los fantasmas. La herida hervía, el calor de la infección había secado la compresa. Bouillard se incorporó, mojó sus manos en las saladas aguas y se las pasó por el rostro. Muy despacio, desanudó la faja y retiró la compresa manchada. Comprobó que ya no sangraba. Los labios oscuros, de todos modos, no eran buena señal. Tampoco la fiebre. Estaba helado y tiritaba, aunque sudaba por cada poro. Volvió a mojarse el rostro, y ya más despierto, sumergió la compresa en el agua salada, la enjuagó y la acercó con miedo a la herida. Pensó en ardor, pero en cambio sintió una maravillosa sensación de refresco. Volvió a fajarse, y se cubrió con la chaqueta. Sintió una sed inmensa, acrecentada por la fiebre. Con cuidado, se estiró hacia el pequeño barril de agua y lo acercó rodando hasta sus pies. Al abrirlo, dos ojos acuosos lo miraron desde dentro. Horrorizado, introdujo la mano y tomó por los rubios cabellos la cabeza de su amado Deschamps, con el pene seccionado asomando por entre los labios forzados a sonreír. El asco y el pavor lo hicieron lanzarlo con violencia hacia un lado. Bouillard se quebró y rompió en llanto en la noche, mientras escuchaba el sangriento festín que se hacían los tiburones con la más macabra de las bromas de Girondelle. Se permitió llorar un buen rato, tratando de entender hasta qué punto puede llegar la maldad de los hombres. Tuvo un arrebato de furia, tomó el barril y estuvo a punto de lanzarlo también; pero la sed ganó la batalla. Lo llevó a sus labios y bebió copiosamente, apretando los ojos para no ver que bebía una mezcla de agua, sangre y orín. Mas ni su estómago ni ningún otro podrían retener semejante cóctel de muerte y odio. Vomitó con violencia. El pequeño barril se le escapó de las manos y se derramó cuando las arcadas sacudieron con violencia la herida y lo hicieron perder el conocimiento otra vez.

El sol de la mañana le ardió en los ojos. Se enjuagó la cara y lloró. Por reflejo, tomó los ridículos cuencos que hacían las veces de remos, y tradujo su furia en vehementes brazadas. La sed era insoportable ya. Sabía que era el último recurso y que no le quedaba demasiada energía. La fiebre lo consumía, y el salvaje sol lo derretía. Tiritaba, a pesar de que hacían más de 35 grados.
Introdujo un remo-cuenco en las aguas tan cristalinas como saladas; lo llenó y lo bebió. Sintió alivio y se alegró por un instante. Pero experimentó una frenética locura cuando en el horizonte se dibujó una línea de copas de árboles. Las corrientes estaban a su favor, algo estaba a su favor...
Se acurrucó en el fondo del bote y trató de cubrirse del sol. No, mejor no, tiritaba de frío, volvió a exponerse a los rayos furibundos... ¿Cómo se puede sentir frío y calor a la vez?
Permaneció quieto, con la vista fija en el cielo. El bote se movía hacia la costa, muy despacio, a una velocidad casi imperceptible. Respiraba agitado, el sol se le había metido en la piel a través de su herida mal cosida y lo calcinaba desde allí. Temblaba con todo su cuerpo. Una forma se movió en el cielo; una gaviota. Pensó en Deschamps, y la mirada se le inundó de lágrimas. Más gaviotas. Pronto llegaría, faltaba poco. Fijó sus retinas en las gaviotas y siguió su vuelo, cada vez eran más, cada vez volaban más cerca... ¿Cuántas eran? Una, dos, cinco... también había cuervos. Siempre hay cuervos en las playas de arenas blancas. Quizás les gusten, por el contraste. Imaginó una gaviota con el recio y dulce rostro de Deschamps. Abrió bien los ojos, como buscándolo. Lo encontró, y el muy gracioso se había parado justo en el extremo de la proa del bote. Reía a carcajadas y aleteaba locamente para mantener el equilibrio. Bouillard abrió la boca para besarlo, pero en vez de eso, expelió su último aliento.

Cuando el bote encalló en la playa, gaviotas y cuervos aleteaban sobre sus restos exánimes. Ya habían dado buena cuenta de sus ojos y del resto de su rostro.

FIN